jueves, 23 de octubre de 2014

y volver, volver...

Madrid me recibe con escasa alegría, mostrando su mueca más torva, afilando ante mí su mandíbula de borrasca mientras frunce, carente de piedad, un entrecejo de nubarrón y tormenta. Quiero decir que, a mi llegada, los cielos madriles desperdigan brochazos que luchan por anticipar el brusco lienzo goyesco del otoño. Es evidente, si algún madrileño lee esto, que escribo con retraso: hace días que un sol imprevisto ha decorado de escotes y gafas de sol las aceras de la capital. Pero escribo con retraso, insisto, ya lo saben quienes me conocen, así que regreso a los días de mi retorno al país: llueve, hace frío, la garganta se reseca y he de cuidarla con altas gradaciones etílicas, que dicen que el alcohol todo lo mata... hasta las esperanzas.

Llegar a la ciudad que te ha visto tropezar tantas veces, pisar de nuevo el sendero de adoquines grises (tan opuesto al de baldosas amarillas) al fin del cual deseabas encontrar un arco iris de calma y sosiego, para descubrir que su herrumbre de pasos gastados se tiñe de hastío y desesperanza. Las televisiones arden en fuego cruzado de corrupciones e ineficacias políticas, tarjetas black, ébola, inmigrantes apalizados y demás entertainment.

cortesía de "la red"
Mejor entregarse al sueño intranquilo de la Literatura, reabrir cajas y extraer de su estómago de cartón volúmenes ajados que sobrevivieron a tu período de desapego: cambiabas de país, metías tu vida en una mochila, regalabas libros y vinilos, ¿quién los tiene ahora? Afortunadamente puedo acudir a los restos del naufragio, y rescato de entre ellos una vieja edición de Thomas De Quincey que recoje las Confesiones de un inglés comedor de opio y El asesinato considerado como una de las bellas artes. La prosa subversiva del británico, recoletamente adecentada con un lenguaje exacto y certero no carente de filosofía, pedestre pero intensa, logra ausentarme momentáneamente de los terribles devenires de una nación que chapotea los barros de la indecencia en top less y sin previa ducha que la exponga en sociedad más presentable, menos grosera de lo que se antoja. Un desnudo obsceno, desagradable, nada apetecible. Como el de aquellas añosas europeas a quienes atisbábamos desde la playa de la adolescencia. La novedad: mujeres aireando sus pechos al casposo aire mediterráneo, pero nunca las jóvenes amazonas que nos regalaban las páginas del Playboy robado en el quiosco del barrio al primer despiste del dependiente. Decían que las playas españolas se inundaban de deseables impudicias, y nosotros, asomados a la torpe edad de la torpeza, sólo alcanzábamos a ver una especie de decadencia de occidente spengleriana en los pechos maduros que ya reclamaba la tierra, tan sabia, con su magnetismo newtoniano, haciéndolos colgar como esparadrapos usados o banderas de ejército vencido. Pues igual el desnudo nacional, decrépito y nada sabroso, salvo para los paladines del todo vale.

Defendía, el literato inglés, el consumo de opio para potenciar la verbalidad y llevarla al papel. Por lo escrito, podemos asegurar que no le vino mal. Más tarde, en su otra obra cumbre, filosofó alrededor de la estética del crimen, dejando a un lado la importancia de la vida perdida a manos del criminal, indagando en la metodología que este pudiera seguir para transformar su delito en una obra de arte. Para De Quincey, o quienes por su boca hablan, en el libro, si logramos evadir la reincidencia moral en el deleznable hecho del asesinato, podremos prestar mayor atención a los condicionantes estéticos del mismo. Después de releída la citada obra, uno no sabe bien a qué atenerse. Luego enciendes la televisión y ves desfilar a la recua de fantoches que ensanchan el bolsillo de sus chaquetas con los réditos del latrocinio. Observas los rostros perplejos de ciudadanos que acuden cada día a la factoría de engaños que llamamos trabajo. Contemplas el pánico ante el mínimo brote de un virus que en otras latitudes devora vidas como caviar engullen los responsables de la política y la mercadería nacionales. La consecuencia es obvia: piensas en De Quincey, le das la razón, y comienzas a urdir mentalmente asesinatos de una exquisitez intachable: despellejar despaciosamente a los famosos consejeros de cierta entidad bancaria con una de las tarjetas que utilizaban para regalarse viajes al Caribe a cuenta del contribuyente, organizar una ruleta rusa sin pistolas en una habitación cerrada en que los participantes que acompañasen a un mediático consejero de sanidad fuesen un grupo de guineanos contagiados irremediablemente de ébola, organizar unos 2.000 metros obstáculos en que corran los mandatarios gubernamentales y sus secuaces debiendo saltar vallas coronadas por concertinas y en que el disparo de salida, este sí, sea en plan ruleta rusa apuntando de manera azarosa y con balas reglamentarias a la cerviz de alguno de los corredores, y en este plan. Pura demagogia, o sea. Pero hoy me apetece ejercer de demagogo y recordar que esta Europa que vivimos y a la que creemos pertenecer no sería lo que es (para bien o para mal) de no haber subido y bajado, redecorando en hemoglobina las nubes viajeras de un París en llamas, aquella afilada hoja de afeitar futuros voraces que dieron en llamar guillotina.

Nubes de un París ensangrentado. Nubes que se han desplazado a Madrid para descargar sobre el laberinto procaz de sus calles todo un vómito de tormenta otoñal y ciudadana que sólo añadirá mugre a la acumulada y aposentada inmundicia. Quizás sea hora de comenzar a teñirlas de sangre, las nubes. La otra opción sería recurrir al opio para, como De Quincey, mejor entretejer palabras sin que estas se traben en demagogia de enrabietado ciudadano expatriado que regresa a su país para lamentar su peligrosa deriva.