martes, 30 de septiembre de 2014

jet lag en el alma

a mis amigos, que saben quienes son

Llegó el momento (again) de intentar comprimir, en el universo portátil de una mochila, constelaciones de horas vividas, labios compartidos, licores vertidos, latidos desprogramados y memorias futuras. No diré, ahora, que sea triste partir. Pero es extraño contemplar cómo todo lo anteriormente citado toma forma de calzón descosido y calcetín fermentado, en el fondo de la mochila. Verter tu vida en un macuto, lo lamento, no es cool, salvo que tengas dieciocho años, pocas responsabilidades, y una Visa Oro con que recorrer el mundo de friendly hostel en pensión de saldo. Además, un servidor, con el tiempo y la edad, comienza a temer el jet lag, cosa de la que no tienen constancia los irresponsables mochileros adolescentes de la tarjeta de crédito desprovista de fronteras.

Cochabamba es ya un epitafio festivo, una festividad agria en que se enredan las palabras, miradas, besos y abrazos de todos aquellos que hicieron que mi vida en esta ciudad fuese tal. Desearía hablar también de las decepciones, del horizonte redecorado a puñal por los próceres de la patria. Pero más vale ser cauto, no vaya a ser que me impidan abandonar el país y quede aquí varado al vaivén de una bajamar de burocracias kafkianas y coimas infames. Además, atravieso esta noche parajes de alcohol y Leonard Cohen, aguzo la vista para evitar la neblina agria del tabaco, tropezando una y otra vez con arbustos de melancolía. Así que me falla la dicción para verbalizar la verborrea ingrata de políticos y demás alimañas.

Noche de comenzar a añorar la presencia de todos aquellos que acompañaron mi "retiro" boliviano, ya digo, antes incluso de haber partido. Pero demasiado temprano para recapitular, como al borde de un beso que es duda, o al filo de la duda de un beso. Y es que en las últimas horas se ha descongestionado la circulación de mis latidos, al acelerarse el tránsito de reuniones y despedidas. Salgo de casa con un disfraz de sonrisa y brindis, para regresar después con la máscara hecha trizas y una negra sonrisa de saudade asustando a ese amanecer que, momentos antes, me acechaba tras las farolas de la ciudad dormida.

Imposible obviar lo amargo del güisqui que me congela la sonrisa recordando que, en el tráfago de conversaciones ebrias de la despedida, la noche decidió vestirse de mujer para desordenarme el caminar, los músculos y el horario. Así fue que entregué mi tiempo a esa noche fémina, dejándome guiar por ella hacia la duda del alba, estrechándola entre mis brazos, ensuciándome de estrellas los cabellos y las manos. Es después, mientras intento recuperar la lucidez que me permita abrir el candado que se supone cuida mis escasas y estúpidas pertenencias, cuando recuerdo que quise besarla. Pero no pude, me faltó valor. Imaginé que, de haberlo hecho, hubiese perdido su vestido de media luna para tornarse sol naciente que me hubiese cegado la vida. La noche, la mujer, es lo que tienen: por ellas transita el tiempo sin dañarlas. Sólo a nosotros, que las contemplamos, nos duele el tictac milagroso de su minutero. Quise besarla, o sea, pero el reloj me golpeaba el ánimo, y estando contado mi tiempo en la ciudad, mejor no descubrir que su noche no deseaba mi beso como yo sus labios de oscuro resplandor. Porque el beso, cuando es duda, despierta llagas que no hidrata reguero alguno, y más vale duda que rechazo. Yo, de haberme rechazado la noche (o la ciudad, o la mujer, ya no recuerdo), no sé cómo ni dónde hubiese acabado.

Decía, antes, del jet lag, que es mal que aqueja a quienes surcan a lomos de aeroplano las imaginarias fronteras horarias trazadas por científicos y gente del estilo. Ahora pienso que el jet lag no es tan grave. El cuerpo es sabio y se recupera del descontrol horario despejando, con una buena siesta, su ecuación de minutos bromistas. Pero el alma nunca se recupera de la duda de un beso que pudiste hurtar a los labios hembra de la noche, o a la boca de callejón y milagro de la ciudad durmiente, o a esa mujer de labios de luna que te clausuró el crepúsculo... ese es jet lag de largo recorrido, como los vuelos transoceánicos que clausuran, con su coreografía de fierro, la danza anárquica de las aves.

Otra copa. La penúltima. ¡Va por ustedes!