martes, 18 de marzo de 2014

...porque este es mi cuerpo

Que la vida te da sorpresas ya lo dejó bien escrito y mejor cantado Rubén Blades, tras poner ritmo de festividad a la postrera y trágica aventura de aquel infortunado maleante de nombre Pedro Navaja. Vivo un país en que su publican a diario gacetillas cuajadas de noticias escabrosas, obviamente paridas por las mentes calenturientas de los redactores. No suelo atender dichas publicaciones, tampoco otras más serias, pero la "red de redes", ya que la frecuento, me sorprende cuando desarregla su cohesión de colorín y vacío alguna nota proveniente de fuentes, suponemos, más fidedignas. Por ejemplo, el Independent británico desconcertaba a sus lectores, hace no mucho, al publicar la truculenta historia de un restaurante nigeriano en cuyo menú figuraba la carne humana. A un elevado precio, por cierto. Ahorraré al lector los detalles escabrosos del asunto... busquen en la red si les atrae el tema.

La noticia citada causó cierto revuelo entre los disciplinados lectores británicos, y no pocos fueron los que hicieron alusión al carácter intrísecamente salvaje del africano (del africano negro, por supuesto), justificando así, de paso, el hecho de que tal continente no logre evolucionar al ritmo que marcan los tiempos y precise de la ayuda occidental, con sus limosnas de hambruna y sus caridades de armamento ilegal, por ejemplo. No vengo a defender el uso de carne humana para alimento de iguales, al menos si el comensal no está previamente avisado. Al fin, lo bueno de los restaurantes, es la capacidad de elección del cliente, que se libra así, momentáneamente, del yugo alimenticio del menú familiar.

Recién resucito del acto masoquista de revisitar el despiece sentimental y carnal de Antichrist, aquella enfermiza joya con que el pretendidamente enfermo Lars Von Trier, sobresaltó a unos cuantos miles de espectadores, embadurnando de vísceras y angustia vital los patios de butacas de medio planeta. No recuperaré aquella vieja polémica sobre la misoginia del director danés, sus ansias de epatar y escandalizar, y el largo etcétera de consideraciones off the record alimentadas por las declaraciones supuestamente filonazis del enfant terrible del cine actual. Lo que no puedo retirar de mi memoria es el métodico éxodo hacia el centro de la naturaleza humana que emprende la hembra protagonista de la cinta en cuestión (¿alguna vez en el cine una fea más bella que la Gainsbourg?, evidente herencia paterna, creo). Y el destino último de tal enloquecido viaje, en este caso, es el ser amado, el hombre cuya piel y músculos han tallado esa gema moribunda del amor en las vísceras animales de la mujer.

Charlotte Gainsbourg y Willem Dafoe en Antichrist, cortesía de "la red"
Pudiera ser que Von Trier sólo pretendiese anotar de nuevo, con su excelsa minuciosidad fílmica, el acto caníbal que anida en cualquier acto de amor. Pudiera ser que sólo pretendiese hacer bandera de la maldad intrínseca de la mujer, y recordarnos las bíblicas maneras con que se desliza la serpiente alrededor del cuello del incrédulo. Personalmente, me quedo con la primera opción, que nos retrotrae al famoso homo homini lupus (el hombre es un lobo para el hombre), sólo que interponiendo la variedad de géneros. O sea, que la mujer es un lobo para el hombre y que, en su desordenado e intenso deseo, acabaría, si las leyes de los hombres (esta vez sí, en generalización masculina) no se empeñaran una y otra vez en negar la naturaleza que nos anima el ánima (y de paso, el cuerpo), devorándolo.

Pensábamos que nos distinguíamos del animal porque algunos de los de nuestra especia proclaman hacer empleo del raciocinio, y luego resulta que en un arrebatado instante de lujuria seríamos capaces de devorar a la persona amada, al igual que la mantis asimila a sus infortunados amantes. Pensábamos que nuestro disfraz de corrección, democracia y humanos derechos, ocultaría que muchos de los de nuestra especie firman contratos blindados para desblindar el cuerpo de niños sin infancia cuyos órganos acabarán en manos de médicos cuyo único código deontológico es el "enriquécete que aún queda" y, posteriormente, en el cuerpo sorprendido de otros niños que no entenderán nunca por qué les duele el corazón cuando están felices, o por qué sus riñones les imponen una sanguinolenta micción en el momento del juego y la algarabía. Nos pensábamos más civilizados por consumir alimentos cuya producción sigue estrictos controles de calidad y producción biológica bajo el sacrosanto santo y seña del cuidado de la salud, sin importarnos que los impuestos que pagamos aceleran el tráfico de armas destinadas a manos niñas que ya sólo jugarán a guerras cuyas premisas básicas son el mantenimiento de grandes extensiones de tierra fértil de las que nos alimentaremos con fruición. Nos soñamos más elegantes, educados, dueños del saber estar, y ajenos a la miserable falta de educación al vestir esplendorosos ropajes engendrados en la manufactura infantil de manos que deberían estar jugando al lego pero prefieren dar vida, con retales, a esos sueños húmedos del ciudadano decente que tienen forma de firma de mucho postín y no poca esclavitud encubierta con nuestro beneplácito de sueldo seguro y "no es culpa mía".

Ahora que la mujer occidental alcanza la tan necesitada igualdad de género, aupándose a los tronos del poder a golpe de talonario y carencia de escrúpulos, tal vez podamos lanzar una mirada menos esquiva a la supuesta misoginia de Lars Von Trier. Y si ahondamos un poco más, podremos comprender que no es tan grave el hecho de que un restaurante nigeriano sirva carne humana, si es que a la embarazosa gravedad del canibalismo nos referimos. Sólo me queda la duda (el Independent no aclaraba este punto) de saber si la carne servida en sus mesas era carne blanca. Mi madre siempre decía que nada como la ternera blanca... tal vez no le faltara razón.

Yo, por mi parte, recuerdo a Jesucristo cuando dijo "tomad y comed todos de él" y, puestos a elegir, dado que mi supuesto raciocinio no me librará de una muerte segura, decido que no sería mal final el sentirme desaparecer, deglutido en acto de amor, en las entrañas del ser amado (mujer, eso sí). 

lunes, 3 de marzo de 2014

hurtar La Belleza

Hace algunos años que tuve la fortuna de horadar con mis ajados zapatos los lustrosos adoquines de Aix-en-Provence, esa memorable urbe francesa en que viera la luz por vez primera ese alquimista del fulgor que fue Paul Cézanne, y por cuyas blancas callejas paseó el eco negro de mi admirada Nina Simone, y la mecanografía tullida de flor y aventura de mi amado Blaise Cendrars.

Una tarde de sobremesa lánguida y pastis mal digerido, pude entregarme a la gloria de perder el rumbo en el gorjeo primaveral de sus calles, sin plan ni objetivo más allá del de soñarme regresando a casa, a una buhardilla desportillada de listones de madera rancia y ebras de tabaco seco, donde me esperaría una vieja Underwood dispuesta a disparar sus teclas de memoria y desengaño contra la diana irregular de un papel de segunda mano (¡cuánto daño hace la literatura!). Evidentemente, la ensoñación quedó en tal, pero por un instante pude gozar de una de sus variaciones, como en esos sueños en que el hilo conductor se pierde para recabar historias aledañas e incomprensibles para la conciencia. A la vuelta de una esquina huérfana de orines, bajo un letrero pulcramente cincelado con la palabra Librairie, refulgía la puerta de pomo niquelado y cristal soñoliento que me dió paso a una suerte de País de las Maravillas que ya hubiese querido para sí la dulce Alicia.

En aquella librería, además de innumerables estantes orondos de gloriosos volúmenes, habitaban dos vitrinas que contenían, con su corazón de tinta expuesto como tras una disección de divinidad, un ejemplar de Las Flores del Mal, primerísima edición, autografiado por su autor para la persona a quien decidió dedicar aquella obra inmortal: Théophile Gautier, y otro, en francés, de la obra de aquel mago de la vida y la palabra que dió en llamarse Henry Miller: Recordar para Recordar, primera edición de Gallimard, 1935.

Contrariando las normas básicas de tan egregio mausoleo, la anciana dependienta espolvoreaba el humo de un amargo cigarro en su atmósfera de papel sin memoria, y las vitrinas, sí, pude comprobarlo, carecían de candado, cierre, pasador o cerrojo que garantizase el buen recaudo de los volúmenes citados. Por vez primera en mi vida me acometió, violenta, la necesidad del hurto premeditado.

Navegamos la vida cual naúfragos de un desastre de salitre y ambición, siempre a la deriva de nuestros deseos insatisfechos. Y no me refiero a lo material, o al menos no sólo a ello. Conocemos personas, amigos, amantes, y deseamos hacerlos nuestros cuando se nos antojan ya inevitables para el buen transcurso de nuestros días, sin reparar en sus sentimientos que, quizás, tal vez, sean bien distintos. Especialmente en el amor, esa peregrina enfermedad. Podríamos acogernos al ideal cristiano del amor altruista y solidario, ése que sólo busca la felicidad del otro. Pero no. De repente entra en nuestra vida, como un torrente brusco de sonrisas, esa mujer que promete, en cada uno de sus gestos, en su caminar de diosa niña, en su dialogar de niña hembra, en su desordenar la atmósfera hembra de nuestras fantasías, el jardín de aquel Edén que relatasen los antiguos escribas. Y, al momento, deseamos agotarla entre nuestros brazos, como haríamos con una copa de vino de esas que, en vez de a la charla y la calma, invitan al silencio crepitante de la actividad carnal.

Nunca podreemos poseer lo que en la mujer (y de la mujer) codiciamos. No es nuestro, y debería bastarnos con la fugacidad de un beso de cordial saludo, la silueta de una metáfora que cante su esplendor, o la contemplación sosegada de su trazo inabarcable. Pero deseando acariciarla, tocarla, tomarla, poseerla, agotarla en nuestra garganta de sed y apetito, desbaratamos la perfección exacta de su belleza. 

Soy consciente, muchas veces así lo aseguro, de que la belleza no debe ser patrimonio de nadie, que no hay persona que ostente el derecho de apropiarse su moneda de gloria eterna. Quizás así lo entendía también la anciana librera de Aix-en-Provence, y por ello dejaba aquellas vitrinas abiertas, cual tentaciones bíblicas, para que todo el que lo desease pudiese descansar, entre las manos, el tedio de años y tinta de aquellas memorables obras literarias sin sentir la comezón ebria de la apropiación indebida. Y no le faltaba razón, sólo esa tranquilidad podía permitir que invadiese de cáncer venidero su breve imperio de letras ajadas, con el humo de su cigarro. 

Aquella mujer, hoy lo comprendo, cultivaba un comprensivo y benévolo talante que estaba por encima del bien y del mal. Pero, uno, a estas alturas de la vida, se reconoce ya demasiado humano, y en ocasiones no le basta con asomarse a la esquiva mirilla de la magnificencia. Al contrario, me siento impelido a echar la puerta abajo, desordenar la estancia como lo haría un guerrero sediento de venganza, y tomar entre las manos el objeto de mi deseo, besarlo, devorarlo, ensuciarlo con mi caricia de zarpa y ansiedad, horadarlo con mi torpeza de sexo desnutrido, despejar su ecuación de carne y latido, poseer su vertiente de humedad, hacerlo mío... tal vez así, más que seguir viviendo, pueda morir en paz sabiendo que fue mía. La Belleza, quiero decir.

Los libros, obvio, no los robé. Se me habrían caído con estrépito al cruzar la puerta de entrada, como se me caen las lágrimas de las mujeres que amo, cuando pienso que ya son mías. Mi pericia en el bandidaje queda siempre en entredicho.