jueves, 29 de agosto de 2013

al rescate

No ha mucho que asistían, los españoles, entre aterrados e ilusionados, a las previsiones de que los cancilleres europeos decidiesen rescatar su país de nacimiento para lograr que la economía regresase a la senda del despilfarro y el latrocinio de guante blanco. ¡El rescate! Aquello sonaba a telefilme de bajo presupuesto, pero creánme, era alto el monto que precisaban los mercaderes europeos para sacar a flote el desastrado buque del ahorro español.

No llegó el famoso rescate. No, al menos, en la forma que muchos deseaban: una entelequia difuminada que nos transportaría de nuevo a la senda equívoca del buen vivir, del vivir bien, del estado del bienestar que tantos creyeron no sólo apreciable, sino también deseable.

Otros sí fueron rescatados. Aquellos cuyos dedos huéspedes de moneda y timbre (el que avisa al lacayo la hora a que debe estar servida la cena) habían visto mermadas esas ganancias tan bien merecidas por lograr poner en pie un entramado empresarial en que muchos otros lacayos podían ser explotados hasta la saciedad en nombre de la sacrosanta sociedad del bienestar (bienestar, ya saben: tener una televisión que desborde los límites del escueto salón, con muchos canales que hablen a la par de lo mismo; domar los tropecientos caballos que animan ese utilitario lujoso con que pasear el tedio por las avenidas más concurridas y ausentes de la ciudad; poder veranear en Torrevieja, Alicante, de la misma manera que hacían todos los ganadores del Un, dos, tres, responda otra vez que nos alegraba las noches vacías de lenteja y calma de los viernes, pero con güisqui cuatro estrellas; etecé, etecé ad nauseam).

Conocí a un trotamundos belga algo añoso, durante mi estancia en Perú. Trasegábamos cervezas y melancolías en un pequeño hostal de Pisac, en el valle Sagrado que tantas botas de montaña compradas en Decathlon hollan año tras año en busca del merecido descanso y de la desconcertante instántanea manipulada con Instagram que epatará a amigos, familiares y desconocidos una vez quede colgada en el muro de facebook (sí, los muros aún existen, no sólo en Palestina).
El caso es que el citado viajero había decidido emprender un largo periplo terráqueo en que pretendía recopilar hábitos, usanzas y folclores del ancho mundo, con el objetivo de salvaguardarlas del olvido y la ignominia. Recorría senderos en que las viejas costumbres se entremezclan con la agreste lucha por ganar el sustento, tomando fotografías y notas que esparcía entre las páginas sepia de un tullido cuaderno de notas. Según me dijo, fue en Senegal, país por el que disputaron las tropas de ese otro en que él había nacido, donde asumió lo que, como si de una revelación se tratase, él gustaba de llamar "mi misión en la Tierra". Allí, un anciano campesino, logró que la enfermedad provocada por el suave mordisco de muerte y letargo de un malévolo mosquito quedase tan sólo en mera anécdota. Pasó días, el belga, cortejando (muy a su pesar) la muertey el desvarío, y de nada le sirvió su reventón y profesional botiquín médico. Le valieron más los cuidados del anciano senegalés y sus familiares que, durante días, desatendieron incluso las necesarias labores de recolección agrícola que les proporcionaban réditos suficientes para seguir alimentando las numerosas bocas del clan.

Desde aquel entonces, ya digo, el curtido ciudadano belga se empeña en imitar al holandés vecino errante de las leyendas. Y lo hace bien, por lo que puede desprenderse del blog en que recopila distintos modos de vida que habitan en este mundo tan igual para todos los que no se atreven a pasear sus límites aunque, al fin, sean éstos sólo mentales.

Resulta, ahora, que al borde de este precipicio al que se asoman numerosos ciudadanos españoles, emerge el agreste abrazo salvífico del negro que antaño consideráramos sigiloso raptor de nuestros beneficios económicos. Quiero decir que, según anuncia la prensa, el gobierno de Senegal ha logrado, con un cuantioso aporte económico, que las labores de prevención del Instituto de Enfermedades Tropicales de las Islas Canarias sigan avanzando en su lucha contra las afecciones epidémicas que transmiten muchos dípteros.

Podríamos pensar que los senegaleses, al fin y al cabo, son maestros en el arte de la curación. Lo demuestran ahora con los ciudadanos españoles como lo demostraron con el anciano aventurero belga, ya ven. La diferencia es que en nuestro caso, el actual, los senegaleses, más que su sabiduría ancestral, aportan sus medios económicos. Claro, España, al fin y al cabo un país en quiebra, un hervidero de humanos apelmazados entre los semáforos y el suburbano, no puede atender las necesidades médicas de sus gobernados. Menos si estas se generan más allá de las fronteras del Planeta Sur. Los habitantes de las Islas Canarias, esa anomalía, aún viven más cerca de la promiscua jungla africana que del jardín de vidrio hortera y hormigón vicioso de las grandes metrópolis.

Lo importante, al fin, es que una buena porción de españoles ha sido socorrida en el tan cacareado rescate. Y no es un rescate financiero. No se trata de una salvaguarda de ahorros e hipotecas, sino de un madero flotante al que se ansían abrazarse muchos compatriotas a quienes el mordisco de la enfermedad comienza a herirles los bolsillos hasta el punto de no poder seguir con vida por falta de medios. El mismo madero a que se abrazaban los negros de la migración y el miedo, hasta hace poco, para arribar a nuestras costas de resort y pleno empleo.

Todavía hay muchos que hacen pública manifestación de una enfervorecida sensación de vergüenza: ¡negros africanos de países ignotos y salvajes vienen a rescatarnos! A estos sólo puedo decirles: esperen sentados ese otro rescate monetario y...¡que les aproveche! Yo, creo, con el poeta, que esto sólo es un acto de justicia poética y que, tras el rescate, vendrá La Danza de la Muerte y gritaremos

El mascarón. ¡Mirad el mascarón!
¡Arena, caimán y miedo sobre Nueva York!

miércoles, 14 de agosto de 2013

monopolizar las esquinas

Invaden las redes sociales y demás mentideros de La Red, estos días, fanáticas algarabías religiosas ante la gira del nuevo Papa de la Iglesia Católica por países sudamericanos, imagino que a efectos de recolectar votos entre los menos avisados de las tropelías que comete tal institución. Ante la masiva avalancha de noticias al respecto, cualquiera diría que ese anciano de aspecto afable es el propio Mick Jagger sometido a un radical cambio de look...pero no de preferencias.

De todas estas noticias en que, lo lamento, no suelo profundizar, me llama la atención una a la que presto la atención debida. Resulta que la comitiva papal, a su paso por la ciudad de Río de Janeiro, ha debido enfrentar moral y aspecto con la denominada "marcha de las putas". No se alarmen, no quiere decir esto que las asalariadas de la carne hayan decidido hacer bandera de su condición de explotadas para lograr el perdón celestial, no. Lo que ocurre es que esta marcha, iniciada en la norteña ciudad de Toronto para enfrentar los comentarios en que un alta mandatario de la policía decidió recomendar a las mujeres no vestirse "como putas" para evitar acosos, violaciones, vejaciones varias, ha decidido acompañar al nuevo Pontífice en su tour brasilero. Más color, y coherencia, sí han añadido a la festiva festividad religiosa, para qué negarlo.

Me pregunto cómo habría sido si las verdaderas putas hubiesen decidido hacer la calle, con su muestrario de ínfimas minifaldas eléctricas junto al mandatario de costosa y discreta falda nívea. Pero sólo se trataba de hombres y mujeres que salían a la calle para reivindicar su libertad sexual, religiosa, moral...esas cosas, y que nunca más nadie les acuse de ejercer la prostitución por emplear las vestimentas que más acordes con su estado de ánimo consideren.

Recuerdo la revancha de baldosas y acústicas al paso de las prostitutas de Montera, la grieta breve de unos labios ajados cuajando letanías de precio y desinhibición a mi paso, la negra oscuridad de la mal llamada trata de blancas, la minifalda colegial de aquella colegial del este, el paseo indómito de los domingos aderezado por la impertinencia de semáforo de las muchas jóvenes que ofrecen su cuerpo a los viandantes que sólo andan en busca de nuevos utensilios con que rellenar el vacío de sus vidas, allí, en Montera o Tres Cruces, tan cerca de la gran Vía, tan a la vista de la multitud de las compras y el fin de semana marchito.

Madrid, en invierno, es un hervidero de paraguas mal diseñados. En verano, un abrevadero de sudores extraviados. Siempre, un desbarajuste de calles y personas, un semillero de procacidades y esquinas, un manantial de compraventas en que todo lo que deseemos porta una etiqueta con su precio. En el caso de las putas, al contrario de lo que ocurre en los grandes almacenes, este precio es negociable. Como lo es su carne de hastío y su beso de pintalabios desaseado. No marchan, las putas de Madrid, para defender sus derechos. Hace tiempo que tomaron consciencia de no tener derecho alguno. Yo paseaba y sonreía tratando de no incomodarlas con mi negativa. Como el Papa, supongo, sonríe a los infieles que claman su desapego doctrinal y su ansia de libertad. No así sus seguidores, como tampoco el mayor porcentaje de viandantes madrileños.

Madrid también fue visitado por el Papa (el anterior), hace un tiempo, y las putas madrileñas (que no son de Madrid, como no lo son los miles de madrileños que de tal se precian) hubieron de ver socavada en sombras la goriosa luminosidad de sus pieles maltratadas. Militantes del exceso, beatas del pecado, feligresas de la culpa, animan el jolgorio multicolor de la compra y el multicine con su sombra de culpa y deseo inconcluso, pero sufren el martirio de pretender ser ocultadas por aquellos que desean abolir el milagro que su piel de caricia y espanto proclama.

Cuentan que fue hace siglos, quizás demasiados, cuando un barbado aprendiz de profeta defendió de la pedrada del odio y el esputo de la hipocresía a una tal María, vecina del pueblo de Magdala. Hoy, las jóvenes huestes beatas del Papa de Roma, increpan y pretenden agredir a aquellas/os que deciden unirse a la Marcha de las Putas. Hoy, en Madrid, como en tantas ciudades, los feligreses de la decencia y lo políticamente correcto pretenden hurtar a sus hijos la poco militar visión de un ejército de sombras militantes del desahogo sexual. Son las putas, las de verdad, esas que incineran sus vidas al ritmo  de la insatisfacción de quien aún posee en el bolsillo un puñado de monedas. Monedas como piedras que, aún, a pesar de las evangélicas enseñanzas, muchos gustan de enarbolar antes de lanzarlas contra el objeto de su ira.

Afortunadamente quedan poetas prestos a cubrir con palabras como cálidos ropajes, la herida fresca que toda puta porta en su bolso de mano, junto a preservativos, lubricantes, tabaco y toallitas higiénicas. ¿No me creen? Acudan a la librería en busca de las Esquinas del gran Pepe Pereza.