viernes, 21 de junio de 2013

un domingo después de la guerra

De tapadillo y como con miedo a saben Dios o el Diablo (hay quien asegura que ambos son el mismo ente) qué gobernantes sin rostro, dejan entrever algunos diarios (los menos) entre sus cibernéticas páginas, el prepotente acomodo de gobiernos y comercios en la cálida butaca de la guerra, ese fraternal intercambio de ruindades que el hombre tiene como único modo de hacer patente su hombría. Nada nuevo. Racimos de explosiones que revierten el curso natural de la sangre para enajenar de suciedad y pánico los campos minados del olvido. Flamígeros vuelos de buitres de acero inoxidable y deyección mortuoria. Resentidas ráfagas de escarnio rebanando miembros a los miembros del bando contrario. La guerra, o sea, con buenos y malos, como en las películas. Aunque en la realidad deberíamos comenzar a plantearnos quién es realmente el malo de esta película de alto presupuesto.

Como digo, son escasos los noticiarios que nos informan de este nuevo paso hacia el abismo por el que los países miembros de la hace poco laureada Unión Europea (¿no lo recuerdan? El pasado año, o este, ya no recuerdo, tan gloriosa entidad recibía el Premio Nobel de la Paz) rechazan una petición, encabezada por el gobierno cubano y secundada por todos los países del orbe "latino", de que se promueva el Derecho inalienable de todos los pueblos (sí, también los europeos) a la Paz. Lamentablemente, la prensa que se atreve parece hacerlo con la única intención de seguir desvelando los desvelos del gobierno español por alcanzar la meta en esta loca carrera de idiocia e insensatez en que están convirtiendo la vida de no pocos ciudadanos. Más política, o sea. No hablan de la negativa de EE.UU. porque ahora gobierna allá un negro que sonríe a todos y además es muy de izquierdas (eso dicen).

Allá cuando el mordisco enajenante de la adolescencia comenzaba a mermar la osamenta esquiva de mis neuronas, tuve la fortuna de leer Un domingo después de la guerra, ese nuevo puñetazo en la boca del estómago que el genial Henry Miller quiso propinar a Occidente. Inauguraba aquel catálogo de visiones y vivencias un texto que clamaba Buenas noticias: ¡Dios es amor!, en que el bueno de Miller recorría con su prosa despiadada kilómetros de tierra estadounidense sólo para hacernos ver la génesis de todo lo que estamos viviendo hoy día. Miller como profeta, aún a su pesar, recapitulaba las sangrías a que los actualmente orgullosos norteamericanos habían sometido a los originales pobladores de esa tierra que hoy abonan de petróleo podrido y dólar de ida y vuelta, para pasar de inmediato al tiempo actual y vislumbrar un futuro que ya está aquí, parece, para quedarse. Un futuro en que la maquinaria perfecta de la guerra ha insuflado el miedo suficiente en el ciudadano de a pie para que tome las armas y defienda "lo suyo", sea este concepto lo quiera significar.

Europa navega hoy el lodazal de sangre y vómito de la civilización que no llega, con los mercados como timoratos timoneles temerosos de decir su última palabra, ésa que ponen en boca de gobernantes y demás infelices para que el pueblo no dude de la bondad de su causa, que sólo pretende dotar sus miserables vidas de aparatitos y menudencias de las que ayudan a que el prójimo te mire por encima del hombro con envidia y deseé seccionarte la yugular para hacerse con el automóvil que pilotas y que él nunca podrá porque eso precisa trabajar duro, medrar en la empresa, lamer varios de los despachos en que aposentan sus aparatosas posaderas los reyes del infortunio y vuelta a empezar. Qué importa, pues, una guerra más, si ocurre lejos de nuestras fronteras y no acaba con la Tour Eiffel o el Taj Mahal que tanto soñamos con visitar durante nuestro próximo período de libertad condicional (vacaciones, lo llaman) si trabajamos duro y logramos que la suegra se quede al cargo de los retoños. Ya digo, qué importa si permanecen en pie las 7 nuevas maravillas del mundo porque las del mundo antiguo quedaron depredadas y extintas al paso brutal de lobotomizadas tropas de guerreros a quienes se aseguraba un mendrugo de pan a cambio de desvencijar el físico demediado del oponente.

¡Guerra!

Brenda Venus, última amante de Henry Miller (cortesía de "la red")

¡Guerra!

Sí, guerra: estado natural del ser humano. La paz...¿quién desea la paz? Es evidente. Todos desean la paz: una paz hecha de jirones de sangre ajena y telas mal cosidas por los niños de la explotación mercantil. Una paz en que aposentarse a la llegada del trabajo, de ser posible sin tener que soportar la reprimenda de la mujer por haber ido a tomar, con los compañeros de oficina, esa copa a cuya líquida sombra poder comentar, con simulada calma y baba mal digerida, las físicas bondades de la voluptuosa secretaria que ha logrado que en estos días el fútbol pase a segundo término en las conversaciones de pasillo rancio y cigarro mal apurado.

Así pues: loable la honestidad brutal de la Unión Europea y sus secuaces, con España a la cabeza, al no permitir que se pierda más tiempo en redactar otra, la enésima, declaración de buenas intenciones. Guerra, es lo que necesitamos. Vender nuestras armas para que los operarios que trabajan en la factoría que las provee a gobiernos corruptos del tercer mundo sigan manteniendo un salario que les permita darse una alegría, de vez en cuando, invitando a la parienta a un spa todo incluido. 

Claro que, deberían, los gobernantes, tener en cuenta que, en ocasiones, la guerra da inicio entre la ciudadanía que abandona la ensoñación para enfrentear la realidad más cruda. Como en Turquía, por ejemplo. ¿Que no estáis al tanto? Perdonad, olvidaba que la prensa internacional es prensa e internacional porque sutilmente extirpa la realidad a sus lectores mientras les incita a consumir el periódico del domingo al que acompaña un DVD con el mejor cine de autor y un tropel de páginas con el peor chismorreo de patio de vecinas. Pero...¿acaso no tenéis internet?,  ¿a qué esperáis pues para informaros? "En realidad, ¿qué vemos y escuchamos en la actualidad? Lo que los censores permiten que veamos y escuchemos, y nada más (Miller dixit, lo de Nostradamus era un fake).

Parece que en Turquía suenan tambores de la guerra. 

"Hace unos instantes salí a tomar un poco de aire. Había vuelto a la Rusia zarista. Vi a Iván el Terrible seguido por una cabalgata de esbirros con hocico de perro. Eran ellos, los cosacos, armados con cachiporras y revólveres. Parecían hombres que obedecen con celo, hombres que tiran a matar por la menor provocación. Sólo verlos inspira odio y rebelión. Uno quisiera bajarlos de sus arrogantes monturas para aplastarles ese grueso cráneo que tienen. Uno querría acabar con esta clase de ley y orden." (Miller dixit, repito).

Turquía, Grecia, Chipre, Brasil...el tercer mundo lo dejo para otro momento, ni siquiera reconoceríais los nombres.

Sinceramente, esta entrada pretendía portar un glorioso y trabajado hilo narrativo, pero me puede el básico instinto humano de reivindicar la guerra. A ver si comienzo a pensar en poner en pie un imperio textil, por ejemplo, y adoctrinar a los gobiernos de turno para que sigan vendiendo armas a esos otros gobiernos que puedan mantener el régimen de esclavitud que preciso para que mi ropa se venda rápido y barato.

Luego llega el domingo, paseo mi aureola de perfume caro por las calles de la ciudad, me acerco hasta el quiosco, departo amigablemente con el somnoliento quiosquero, doblo la prensa y la coloco bajo mi brazo como hacía mi madre con el pan cuando aún era fragante sudor de panadero y lágrima de harina, vuelvo al hogar y espero la comida informándome de la situación mundial. Pero aún no es el momento, eso ocurrirá sólo un domingo después de la guerra...y la guerra sólo dura el intervalo de tiempo que quienes pagan a los mass media consideran necesario. Es entonces que desplegaremos la insulsa geografía de tinta y árbol marchito para leer:

Buenas noticias: ¡Dios es amor!

P.S.: la foto que ilustra este texto, como su trazado, es equívoca...pero, al contrario que éste, es deliciosa...acudan a la wikipedia, y piensen en los denostados hippies...

martes, 11 de junio de 2013

a tientas

Recuerdo aquellas noches en que la luz moribunda de alguna farola procaz coloreaba gajos de sombra en nuestra piel erizada por los embates del sexo urgente y el beso furtivo. Las calles de Madrid siempre reservaban una parcela de adoquín y sombra ajena a las indagatorias pesquisas del alumbrado público.

Regresábamos exhaustos de la batalla absurda (¿alguna no lo es?) del alcohol y las drogas blandas, por calles que nunca encontraban el camino de regreso al hogar, rutas que moldeaban laberintos de los que no deseábamos conocer la salida, porque nuestros besos etílicos deshacían la noche en un cataclismo de urgencia y deseo. Era tarde, y a la desorientación propia de una noche de barra en barra se añadía aquella con que, intolerante y siniestro, pretendía equivocar nuestros pasos el callejero madrileño. Habíamos sido afortunados aquella noche, la niebla de humo y guitarras afiladas del bar de copas se había disipado por un instante para que bebiésemos del manantial ebrio y lascivo que desbordaba las pupilas inmensas de una ninfa de cabello excesivo y supuesto tacto de tabaco y miel. Al acostumbrado intercambio de frases que no hallaban el predicado, seguía la despedida al grupo de amigos que tocaba guitarras inexistentes esperando su turno para el billar, y el hallazgo tembloroso de unas calles iluminadas por farolas que parecían querer corregir nuestros pasos. Buscábamos la oscuridad frondosa de los parques, o la opacidad sucia de callejones sin salida, tal vez la tiniebla culpable de las piscinas vacías de agua y repletas de carteles de PROPIEDAD PRIVADA PROHIBIDO EL PASO. Ansiábamos la habitación vacía de luz en que nuestros cuerpos pudiesen iniciar la danza errónea del amor.

Era fácil, antaño, encontrar en Madrid breves receptáculos de negrura en que saciar feroces apetitos y equívocas frustraciones a escondidas de miradas y reprobaciones. El alumbrado público brillaba por su ausencia. Después llegaron los tiempos de la fulgurante compraventa, los escaparates como galaxias y las futuristas avenidas de papel couché, y Madrid era una fiesta...de luz eléctrica y noche apócrifa. Tuvimos que buscar pensiones de sopa fría y madera crujiente, hostales de trasiego carnal y conserje moribundo de tedio en que paliar los narcotizantes efectos de la pasión a medio desvestir. Desnudamos nuestros cuerpos en alcobas de orín y horas muertas, nos tumbamos sobre colchones acuchillados de billete gastado y esperma caduco, y encendimos la lamparilla de noche para mejor escapar de la triste y breve parcela que acotaba su halo de luz menesterosa.

Años después, cuando ya el deseo se acomoda entre franelas y cotidianidad, me alegra saber que los tripulantes de esa nave perdida en el espacio que es la política han decidido, como medida de ahorro, talar el bosque de acero y esplendor de las farolas madrileñas. Como unas 17.500 o así aseguran ir a desmantelar. Me pregunto a qué municipal cementerio de residuos irán a parar las farolas, con todo su séquito de besos huidizos y felaciones discretas. Pero pienso que Madrid, ahora, huérfana de luz, recuperará su memoria de extrarradio y parquedad, y las parejas de fin de semana tendrán mayor posibilidad de dar rienda suelta a sus instintos lejos de miradas indiscretas.

Claro que, creo, tales parejas habrán de buscar la oscuridad del barrio obrero, la soledad de las calles proletarias de la ciudad. Parece ser que el mayor número de farolas será extirpado de los barrios asfaltados con el sudor de jornada intensiva y salario escueto de quienes se ven obligados a hacer de su vida un eterno retorno de trabajo anodino y mal pagado, y esos, ¡ay!, creo que no utilizan las calles para perpetrar el crimen del amor escabullendo su coreografía húmeda a la luz de las farolas. Esos caminarán ahora, de regreso nocturno al hogar, más intimidados por la posibilidad de sufrir un atraco, un asalto, tal vez una violación atenuada por la ceguera de luz de esas farolas que ya habrán dejado de existir para mejorar la economía de quienes continuarán paseando su lujo de trajes cruzados y calzado de firma por las avenidas absortas en falacia y fulgor de la gran ciudad.

Bien mirado, tampoco es tan dramático: Madrid recuperará al fin su esencia de capital medieval en que el hambre, el miedo, la violencia y el hastío repliegan tropas a los palacios de invierno del extrarradio, para mejor dejar brillar el fastuoso fasto de las adineradas avenidas de postal turística y vida en otra parte. O sea, que Madrid volverá a desperdigar su confetti de fiesta caducada a la sombra de noches que llegan antes de tiempo, y nosotros volveremos a caminar por sus calles como lo hacíamos por los cuerpos hembra que suponíamos venían a salvarnos del naufragio de la juventud...a tientas.