lunes, 30 de julio de 2012

días sin huella

Gustamos de enredar efemérides y datos, como para hacer guarida en la memoria a intemporales momentos. Quiero decir, al caso, que nos gusta ubicar instantes que vivimos, demasiado intensos, en el mentiroso calendario de la Historia, y recordar que mientras caían las torres de Manhattan nosotros embadurnábamos de sudor y sexual exceso la piel ajada de nuestras vidas. Que aquel día fuimos agraciados con un buen polvo, o sea. Mientras anónimos ciudadanos cruzaban el cielo neoyorquino, en caída libre, por huir de las llamas, nosotros incendiábamos músculos y latido en la hoguera inconsciente del sexo. Cruel paradoja que pervierte la memoria de los fallecidos para mejor rescatar la de los vivos.

El hombre, ese animal, necesita ubicar su vida en los espacios muertos que deja la tinta fresca de un periódico o un libro de texto, por dar entidad a su exiguo paso por la Historia y el Tiempo.

Prefiero yo abotonar el frescor de ocaso de los días con la chaqueta roída de lo nimio, lo carente de importancia, esos momentos que a mí me enredan los sentidos pero a mis semejantes permanecen ocultos. Y es así que salgo a flote, hoy, de un naufragio de Poesía, miradas, palabras y abrazos que ha impreso por siempre, en mi pueril biografía, su firma de tinta y fuego, su fogonazo de sentimiento. La voz de los poetas, esa que refresca el irregular empedrado de una ciudad castellanoleonesa al albur del olvido popular pero al calor irredento de mi recuerdo.


Soy consciente de que mañana, en un futuro, no recordaré estas fechas en que la melodía hiriente del abrazo sincero y el intenso violín de la palabra exacta cosieron en mi rostro sonrisas de verbo y en mi alma cicatrices de luz. Repaso los periódicos y no encuentro efeméride o mundial acontecimiento que pueda hacerme recordar, pasado el tiempo, León en julio de 2012.
Pero quedarán indelebles en mi latido ebrio los fulgores de Vicente, los latigazos de David, los incendios de Xen, la luminosidad de Julia...y tantos otros milagros hilvanando su reflejo azul cobalto en las mordisqueadas pestañas de mi conciencia.

Aunque...2012...fin del calendario maya...efeméride al fin, cierto. 

Quizás tengamos, a pesar de todo, una excusa para recordar el año en que inauguró el fin del mundo y, aunque yo no recordaré cuándo fue, sé ahora que en este año dió inicio el enero que alejará mi vida del tiempo del hombre muerto, ese tiempo que no deja espacio para los libros y en que el merodeador toma posesión funesta de nuestras más preciadas pertenencias.

Tiraremos mañana de hemoroteca para recordar la pirotecnia de este fin del mundo que hoy nos acorrala. Yo me quedaré tumbado en la cama, entre sábanas enredadas de acartonado sexo, ajeno a los gráficos erróneos de la Historia, ¡tan sucios!, mientras advierto: no todo está perdido, aún resuena la voz de los poetas.

Gracias, hermanos, por permitir que mi literatura tartamuda se envenene de vuestra Poesía, por ser aún conscientes de cuánto os necesitan la Historia y el Tiempo.

lunes, 23 de julio de 2012

esperando un milagro

Supone una lírica tortura masoquista contemplar durante demasiados minutos ese teléfono a cuya garganta de tecnología y microchip no acude aún el aullido tímbrico de la llamada esperada. Esperamos una llamada, hoy, que nos anuncie la posibilidad de culminar una expectativa laboral, como esperábamos ayer, cuando jóvenes, la llamada que vendría a prestar chispas al incendio inevitable de nuestro ardor adolescente. ¿Te ha llamado?, preguntaban los amigos. ¿Alguna novedad?, inquieren los familiares. En ambos casos la respuesta, sea positiva o habite, marchita, el polo opuesto de este jardín de esperanza en que convertimos nuestras vidas, es lo de menos. Lo importante es la espera.

La expectativa...o la expectación, ya digo. Es que nos pasamos la vida esperando, y consumimos su agreste brebaje de minutos moribundos acodados en la barra del último bar que, en nuestra vida, encontramos abierto.

Llevo casi una hora asomado al lacónico espectáculo del mediodía, consumiendo cigarros que se niegan a perder la vida y buscan eternizarse dando vida al siguiente con su estertor de flama y humo malhumorado. O sea, que enciendo cada nuevo cigarro con la colilla del anterior. Desde que abrí la ventana y decidí asomar la mirada al vertedero de calor y vacío que es, hoy, la ciudad, contemplo a un joven inquieto que arracima sus zozobras al umbrío umbral de un portal huérfano, en espera, imagino, de que aparezca una orgullosa enamorada, o tome cuerpo un romance a medio hornear, caminando sobre piernas ninfas e indecisas.


El chaval decide, de tanto en tanto, fotografiar la acera colindante con la sorpresa fugaz de su sombra, enfrentando la calcinada dentellada de un sol que pretende devorar penumbras e instaurar en las calles un régimen de termómetros autócratas e insomnes. Juguetea con secretos que se balancean en los bolsillos de su pantalón, el joven, y sufre de vez en cuando un simulacro de inesperada epilepsia provocado, imagino, por el miedo, por la duda, por ese no saber a ciencia cierta si aparecerá o no su amada, y si, de hacerlo, portará dulce sonrisa o fastidiosa mueca.

He observado, repito, durante casi una hora. Tiempo suficiente para que se produjese el idílico encuentro. Al rato, cuando ya debería estar apareciendo la chica, he decididio bajar la persiana. Quizás por ahorrarme la tierna cuchillada de una falsa sonrisa.
Como en la vida, que decidimos apagar el teléfono, o ignorar ya por siempre la posibilidad de ese futuro laboral que debería (pero no) cumplimentar el formulario en blanco de nuestra existencia. Pasar la vida esperando, ya digo, para al fin apagar el interruptor de la esperanza y comprender que el tiempo derramado a la sombra de la espera corre ya, fluido y desmadejado, hacia el vértigo sucio de errores y esperanzas marchitas que chapotea las cloacas del alma.

Quizás debiéramos comprender que la vida no se rellena con voces al otro lado de la línea telefónica, con minutos perdidos esperando la dicción segura de una voz que nos traiga noticias que pongan patas arriba el vacío de los días. Tal vez tenga más sentido la espera del muchacho, ahí afuera, aún con el gravoso coste de calores y duda. Al fin y al cabo, tiene posibilidades de que, tarde o temprano, venga a almohadillar su espera el trazo infantil de una sonrisa.

Es posible que el arrugado formulario de nuestras vidas deba sólo cumplimentarse con palabras que pespunteen el remendón certero de unos labios que se moldean en una sonrisa. Y yo debería asomarme de nuevo a la ventana, por contemplar la de esa muchacha que aparecerá, en cualquier momento, falsamente enamorada.

jueves, 19 de julio de 2012

a Dios rogando...

Parece que están causando cierto desasosiego las declaraciones de un admirado y respetado legislador rabínico, en la nación que la mala conciencia y la tenencia de moderno armamento y excesivo patrimonio han querido adjudicar a los siervos de Yahvé. Resulta que el erudito, a la sazón Presidente de un importante Tribunal religioso, ha osado vocalizar pensamientos demasiado arraigados en la generalidad de las sociedades que por piadosas costumbres ancestrales aún se rigen. O sea, que ha proclamado que el hombre cuya esposa no quiera o pueda procrear como consecuencia de sus esfuerzos amatorios está autorizado, por la ley divina, para tomar en posesión concubinas que le permitan enriquecer la tierra con el entrañable fruto de su procaz simiente.

Y pensamos que es bueno que los dioses se pronuncien por boca de los mortales. ¡Qué perdidos andaríamos en caso contrario! 

Releyendo una pequeña joya literaria, de esas que gustan de esconderse en los más sombríos vericuetos de las bibliotecas y las librerías "de viejo", no puedo más que sorprenderme de lo visionario de ciertos escritores y cuestionarme, incluso, acerca de la posibilidad de erigir a un buen puñado de ellos, en nuevo dogma de fe. Aunque quizás no deba decir a los escritores sino a los personajes producto de su pluma, no sé.

antigua edición (cortesía de "la red")
Fue en 1901 cuando Charles-Louis Philippe decidió dar el pistoletazo de salida a un nuevo siglo literario, abandonando los trillados senderos del naturalismo, con las sórdidas pero tiernas aventuras de un desharrapado aprendiz de intelectual, una joven prostituta con tendencia a la acumulación de males venéreos, y su menesteroso e infortunado "chulo" a la par que amante. Lo hizo con un estilo deudor del lirismo más arrebatado y urgente, ese que nos acerca las peripecias vitales de humanos comunes, como nosotros, dotándoles de la belleza que la vida se encarga de arrebatarles.

No revolucionó, ciertamente, el autor francés, el mundillo literario pero sí causó ciertas egregias suscripciones a su estilo punzante y lírico, a su sencillez desnuda salvo por los ornamentos propios de un simbolismo agitado en el matraz de la ternura, a la exposición cruda pero ausente de dramatismo de las vidas al límite de aquellos que pululaban el extrarradio de la geografía y la sociedad parisinas de la época. El lumpem, o sea.

Ni revolucionó la literatura ni en las floridas tallas de sus enciclopedias quedó apenas su novela inscrita. Pocos son los afortunados que han podido disfrutar la lectura de Bubú de Montparnasse.

Imagino que no se encontraría, el rabino defensor del amancebamiento cortesano, por la labor de admirar las cualidades literarias de Bubú, y menos aún de reconocer en el estigma infame de la sífilis, que a sus protagonistas vincula, otro distinto del que utilizase su Dios para criminalizar a los que de sus leyes hacen caso omiso. Nada diría el predicador del nocivo estigma del hambre y la carestía que portan a tanta honra los integrantes del lumpem. Al fin y al cabo sus correligionarios podrán gozar los favores sexuales de varias hembras pero, en ningún caso, hacer de los mismos negocios.

Claro que, supongo, igual en Israel que en Arabia Saudí o en los Estates, sólo podrá reunir ramilletes de mujeres aquel que dado su triunfo en los negocios, las herencias o el latrocinio, disponga de capital suficiente para que dichas mujeres no hayan de entregarse a la disoluta vida de pago en las calles, poniendo así en peligro la salubridad de sus órganos sexuales y, ¡ay!, de su valía moral.

Todo sería distinto si comenzásemos a considerar lumpen al que con salvajes prédicas y sucios dogmas de fe pretende imponer como lícito y acorde a las leyes divinas el comercio carnal gobernado por los instintos más bajos del macho. El mismo instinto, sí, que en ese otro sector lúmpem, el social, sólo supone un medio más para poder merendarse un mendrugo de pan negro, por ejemplo. Pero corren tiempos de aclamar a los acaudalados abanderados de una moralidad tendenciosa y equívoca que sólo pretende mantener a los mismos de siempre cómodamente apoltronados en los mullido sofás del poder y el desprecio hacia el distinto.

La sífilis, o cualquier otra enfermedad venérea, al fin, tal vez sea más un estigma de amor que de pecado. Así lo muestran, con la ecuánime ferocidad de la conciencia de clase, los paupérrimos personajes que transitan las páginas de Bubú de Montparnasse mientras los profetas del Dios único sifilizan su mensaje de injustucia y desprecio.

lunes, 16 de julio de 2012

imprescindible incomodidad

Asistimos, anonadados, estos días, a un tropel de declaraciones de mandatarios y secuaces de la política y el pánico, en que tienen todos el detalle de explicarnos, a los iletrados ciudadanos, que los cambios a que nos vemos abocados, forzados, forman parte de una serie de medidas incómodas pero, ¡ay!, necesarias.
Es bueno, y sano, que nos informen de la inevitabilidad de las medidas que nos hundirán, a tantos, en una enlodada laguna de estrechez y restricción. A muchos, digo, que no a todos. Los habrá que continuarán girando en la viciosa noria de compras y carcajadas de una feria a la que la mayoría tiene vedada la entrada. Nada que objetar, al fin y al cabo siempre hay quien sube en las atracciones y quien prefiere ver su vendaval de vértigo y centrifugado desde el solar más cercano. Ocurre en todas las verbenas y parques de atracciones.

Frecuento estos días amigos a los que ya echo de menos, compartiendo pausadas comidas, dilatadas y jugosas charlas que, de tanto en tanto, y sin darnos cuenta, dan fe de nuestras más íntimas querencias. Es así que descubrimos estar, todos, más cerca de nuestros gobernantes de lo que pudiésemos pensar, al ir confesando nuestra particular querencia por algún objeto incómodo sin el cual nuestros hábitos serían muy otros. De esta forma reconocemos el excesivo y quizás incomprensible cariño profesado a un vetusto cenicero que bambolea cigarros rebeldes como si fuesen juguetonas sonrisas, unos zapatos molones que decoran con inevitables ampollas la prehistórica estética de nuestros pies, un bolígrafo que, de tanto en tanto, añade un breve suicidio de tinta a las líneas que escribimos, o, en otro plano que ya no es el de los objetos sino el de las personas, un compañero de trabajo que se empeña en desmantelar el decorado inhóspito de la mañana del lunes cacareando chistes sin gracia, o tal vez un enamorado en cuyos profundos sentimientos no conseguimos vernos reflejados.

Debe ser cuestión a psicoanalizar por algún profesional que se atreva a desvelarnos el masoquismo latente en dichas preferencias, pero descubrimos que, quizás por esa cotidiana incomodidad que ha terminado abrigando la piel de nuestros días, nos costaría demasiado renunciar a dichos objetos y personas, tan incómodos, ya digo, pero también tan imprescindibles. O será que la vida se mofa, así, de nuestras ingenuas pretensiones de felicidad eterna.

Igual los gobernantes. Las medidas tomadas son incómodas pero forman parte de su carácter y, sin ellas, sentirían como que les falta algo, y no podrían llevar a cabo la verdadera misión para la que creen estar capacitados. Muchos dirán que tal cometido es única y exclusivamente el propio enriquecimiento, pero si arañamos la superficie descubriremos que las decisiones que toman y que a nosotros tanto nos incomodan, lograrán que ellos sigan gastando y consumiendo vertiginosas experiencias en la ciega noria de este parque de atracciones en el que creen situadas sus vidas. Así que, de enriquecimiento nada. Son ellos los únicos que podrán dilapidar, al fin, sus astronómicos sueldos en diversiones y arrebatos.

Lo que no terminan de comprender, quienes no disponen de medios para subirse a la noria, es que el carácter imprescindible de las medidas tomadas no puedan, también, disfrutarlo ellos, y sólo se les permita contentarse, a solas y en silencio, de la incomodidad que provoca vislumbrar al aturdido divertimento fugaz de unos pocos desde el incómodo terrado que circunda la feria.

Eso sí, deberían entender los universales mandatarios, entre otros, que haya quien sienta necesaria, aunque incómoda, la exteriorización de la violencia innata a todo ser humano, en cualquiera de sus posibles versiones (hay quien considera violento incluso pasear las calles de tu ciudad en compañía de unas decenas de amigos). Es lo que tiene el verse abocado a un horizonte vital más vertiginoso que cualquier noria o acelerador de partículas, puesto el caso.

Yo, ya, sólo espero poder seguir recogiendo la bamboleante ceniza de un cigarro, o una sonrisa, en el carcomido y violentamente incómodo cenicero de mi corazón. No puedo cambiarlo por otro. Forma parte de mí.

miércoles, 11 de julio de 2012

voto de castidad

Resulta que andan revueltos los pasillos del Vaticano con la publicidad dada a un video que muestra el abrazo semidesnudo, en las aguas de la piscina de un completo hotelero 5 estrellas, entre un obispo católico y una de sus (intuimos) más devotas fieles. Amor de Dios o amor de Padre, igual nos da. Al fin y al cabo fue un visionario Jesucristo quien edificó los cimientos de la confesión que nos ocupa utilizando la dúctil argamasa del amor al prójimo.
Lo problemático del caso surge cuando recordamos que alguien aún más iluminado que el bondadoso fundador de la fe cristiana, entendió que el mensaje de Amor no debería hacerse extensible a la natural inclinación del ser humano por las bondades carnales que las personas del sexo contrario pudiesen ofertarles (de la también natural querencia por personas de idéntico sexo, mejor no hablamos).

Hay quien defiende que en toda relación sexual se establece un vínculo de poder y sometimiento. Bravo, pues, por los que supieron adivinar tal perversión del mensaje del Mesías y decidieron, en consecuencia, librarnos de tan maligna interpretación de las Sagradas Escrituras. Es, por tanto, natural que el obispo que retozaba en aquella lujosa piscina con una joven y bella señorita deba ver puesta en duda su rectitud moral.

En ocasiones me pregunto por qué el simple hecho de sentir cariñosa inclinación por una persona del sexo contrario despierta en las conciencias cierto sentimiento de culpa. Asimismo la natural tendencia a abrazar a alguien del mismo género provoca no pocos sonrojos, e incluso temor a que los circundantes puedan considerar tan lógica actitud como ejemplo de promiscuidad homosexual.

Cierto es que hay ocasiones en que la repentina aparición en nuestras vidas de alguien a quien quisiéramos dedicar más tiempo del disponible se transforma, sin apenas poder percibirlo, en apetencia que supera los lógicos límites de la camaradería y la charla en común. Y nos da miedo. Nos asusta el desnudo físico con que (sabemos) podemos llegar a fantasear, más incluso que el desnudo sentimental que de inmediato hemos comenzado a ejecutar ante los ojos de ese/a nuevo/a compañero/a (incorporo las barras en un extraño arranque de corrección política, entiéndaseme).

Tal vez genética obligue y queramos apurar al máximo la comunicación que descubrimos en quien acabamos de conocer, y cuya cercanía comenzamos a considerar imprescindible. Tal vez, conscientes de la finitud de nuestras vidas, deseemos sentirnos infinitos socavando el cuerpo del ser amado. Quizás, por más que pretendamos lo contrario, no seamos más que cuerpo, o éste sea la única ofrenda palpable que podamos ofrecer a quien con pasión desmedida hemos comenzado a amar.
¿Materialismo sentimental? Me asustaría pensar que así fuese.

Pero olvidaba (quizás conscientemente) que algún otro iluminado despreció las doctrinas de Darwin y nos aseguró una etérea vida eterna en que la felicidad sería plena. Nada dijo, o si lo hizo lo hemos olvidado, de que el Amor es sentimiento no sometido a los auspicios de la condición económica, por ejemplo. Nada de la belleza sincera de un desnudo abrazo entre desnudas personas, del firme desprecio de onerosos ropajes y vestiduras para poder sabernos Uno en la cálidez despojada de un abrazo en que la piel sea el único distintivo social o documento de identidad.

Creo que hemos decidido olvidar. Al menos parece evidente en el caso del obispo díscolo que nos sirve de argumento, que regresó a sus lujosas estancias, a vestir sus ricos atuendos, para salir a la palestra en búsqueda de público perdón por lo que parece una clara violación del voto de castidad que hiciese cuando comenzó carrera eclesiástica. Del voto de pobreza nada dijo, y seguro que aún rememora los elaborados cócteles que disfrutó, momentos antes del abrazo de marras, en las lujosas instalaciones de ese hotel de cinco estrellas al que invitó a su joven compañera.


Quizás me equivoque, pero me quedo con el desnudo. Aún mejor, con ese abrazo en que el corazón secuestra a la piel su frívola superficialidad para tornarla lo más profundo de nuestra existencia.


sábado, 7 de julio de 2012

I'm the ocean


Parece ser que los mares acumularon, durante milenios, una fortuna de espumas y mareas que ahora gustan de dilapidar, de tanto en tanto, en fatídicas limosnas. Nos sorprenden las mareas con caprichosas crecidas que vienen a golpear, habitualmente, las costas de la miseria. Pareciera como si quisiesen, los océanos, dejar al desnudo las contradicciones sociales que con tanto mimo cosecha el ser humano. Así es que tsumanis, temblores, crecidas, son precipitado aguinaldo de huérfanos y hambrientos, y se ceban de continuo en los más desfavorecidos de todos los que poblamos este achacoso planeta.

Hemos celebrado, hace no mucho, aniversarios de catástrofes que vinieron del estómago malherido de un océano empachado de poluciones y saqueos. El problema es que nos advierten, los estudiosos del tema, de la inminente repetición de tan lamentables sucesos. Igual en los mecanismos infames que se vislumbran en la bajamar de nuestras sociedades.

Hace años que un ya veterano Neil Young decidió unirse en profano matrimonio a los jóvenes integrantes de Pearl Jam para dar a luz un vástago que aún nos recuerda las mareas gloriosas de la música rock. De tan magnífico trabajo, de nombre Mirrorball, nos desgarra una y otra vez la entraña el ensordecedor grito desesperado de una canción que bien pudiera ser clamor de esperanza.

Neil Young & Pearl Jam (cortesía de "la red")
Afirma el músico, en la canción, que la gente de su edad no hace lo que él, que van a “lugares” en vez de perder el rumbo junto a la amada. Asegura comprender el hastío de los humanos hacia los desastres cotidianos, la indiferencia ante las hileras de mendigos que secan al sol sus miserias, el suicidio del amor en la cómoda desidia del cuarto de estar. Pero también afirma que a pesar de no escucharnos puede sentir lo que sentimos, que a pesar de no vernos puede vislumbrar el camino que tomamos, que desea ser la droga que nos haga soñar, el cuchillo que desbroce nuestro equivocado camino remontando la corriente. Él es el océano y su tremenda resaca, y los jóvenes músicos que le acompañan, ignorando la diferencia de edad, toman como propias sus palabras para hacérnoslas, quizás, más digeribles, menos sospechosas de ser, sólo, “batallitas de jubilado”.

Imagino que el veterano artista no sufrió, como tantos de nuestros abuelos, la melancolía de no poder mojar jamás sus pies en las aguas oceánicas. Supongo que los músicos de Seattle juguetearon, durante la ternura salvaje de su juventud, a modelar amorosas posturas en la resaca sabia de las mareas. Comprendo que no hablan más que de la pleamar inconclusa de la comunicación que hoy nos negamos unos a otros, encerrados en nuestro propio maremoto de egoísmo y lejanía. De ahí la canción, de ahí la emoción.

Tal vez nos resulte aburrida, de tan redundante, la danza calma de las olas, a nosotros que tan acostumbrados estamos a asomarnos a la costa bravía desde el desfiladero consuetudinario de las vacaciones, a embadurnar de algas y sales nuestros cuerpos insensatos durante los días de estío, y por ello dejamos de considerar su milagro de vida y silencio como digno de atención.

Me gustaría creer que aún podemos ser el océano cálido en que soñaron poder humedecer su cansancio esos abuelos nuestros que nunca pudieron ver el mar. Acoger a los bañistas que se acerquen a navegar nuestras costas y proclamar orgullosos: ¡yo soy el océano!

lunes, 2 de julio de 2012

sociedad del bienestar

A poco tiempo de retornar a Madrid comienzo a añorar ya la coherencia de la cotidianía magrebí que muchos, en mi lugar de nacimiento, considerarían caos o abandono. Y recuerdo que, en la ciudad que me espera, tuvieron la suerte todos aquellos que acarician las horas y rellenan los minutos ociosos haciéndose acompañar por una mascota, de poder conocer de primera mano todos los avances actuales para el cuidado y agasajo de los animalitos de compañía. Resulta que en uno de esos recintos mastodónticos y pretendidamente modernos en su nudosidad de esbeltas vigas metálicas y lúgubres vidrios reflectantes dedicados a la celebración de eventos mercantiles, se reunieron todos los fabricantes e ideólogos de la comodidad animal. Centenares de metros dedicados en exclusiva a mostrar a la clientela los diversos modos de entretener las horas de tedio de sus animales de compañía. 

Entre los avances mostrados destacan los nuevos hoteles de cuatro estrellas para mascotas, habilitados con salas de masajes, hidroterapia, acupuntura y un largo etecé de prósperos metodos de confort tendentes a evitar el estrés traumático que suele acometer a los animales cuando sus propietarios deciden tomarse unas vacaciones lejos de casa y sólo en compañía de humanos. Cierto, antes quedaban numerosos canes y no pocos felinos, abandonados, junto al patriarca familiar, en alguna gasolinera perdida en cierto páramo polvoriento en que la orientación se antojaba sumamente improbable, cuando llegaban las vacaciones estivales. Afortunadamente pueden hoy disfrutar, los animalillos, de todo tipo de comodidades durante la ausencia de aquellos que les suministran alimento (también los abuelos, sí, aunque es tal otro cantar). Traumático debe resultarles reintegrarse a la cotidianidad de hueso roído y cestito de arena en que hacer sus necesidades.

En Socabaya, una barriada amordazada a los peñascos de la sierra de Arequipa, en Perú, los niños emplean no pocas horas ayudando a sus padres en la confección de ladrillos. En ocasiones tienen la suerte de poder pisotear el polvo del camino en busca de aventuras, o esconderse del fisgoneo festivo entre los cerros cercanos. Juegan a bandidos y policías, corretean entre los riscos y, de tanto en tanto, acercan sus labios de juguete al único caño al que el desastroso entramado urbanístico de sus calles permite expulsar agua (contaminada, pero agua), sólo por refrescarse, no más. Conocen los chavales la peligrosidad de ingerir el líquido elemento que la oxidada tubería proporciona y, a pesar de la sed apremiante provocada por el zascandileo del juego y la refriega, no llegan a beber de tan envenenado cáliz. Sí lo hacen, por contra, los numerosos perros callejeros.

Aparte este nubarrón amable de canes oxidados por el mordisco de la sarna, no hay mucho más animal en Socabaya al que los niños puedan dedicar sus carantoñas y jugeteos, salvo, quizás, la joven alpaca que, escapada de la invernal esquila y el mal de altura del cercano Cañón del Colca, ha finalizado el corretear libertino de sus zancadas en los vertederos de la gran ciudad para servir de reclamo a los pocos turistas que por la zona deciden internarse. Una foto con la alpaca a cambio de un par de soles peruanos. Nada que objetar.

Ignoro el motivo por el que un perro dispone de un organismo mejor preparado para la ingesta de contaminantes que un humano. El caso es que los cachorros, en Socabaya, suelen alcanzar la edad adulta sin dejar de lamer el caño oxidado del que mana, infectada, el agua a borbotones. Claro, si pudiesen hablar y quisiesen responder a nuestra pregunta seguro que preferirían que el mismo agua sirviese para proporcionarles cálidos baños de espuma. Y esto deben haberlo indagado y descubierto los adalides de la liberación animal. Es por ello que han organizado y puesto en pie toda una serie de medidas tendentes a equiparar el bienestar de nuestras mascotas al mismo del que nosotros pretendemos gozar, en esta sociedad benevolente.

Los habrá que critiquen estos avances argumentando el hambre en el mundo y que, cada tres segundos, en este contenedor esférico en que se relamen nuestras miserias, un niño fallece por carencia alimenticia. Quién sabe. Quizás sólo es que beben del caño equivocado.

A la vista de estas primorosas novedades en el cuidado de aquellos que hacen menos miserables nuestras horas de soledad (perros, gatos, canarios, reptiles), estoy pensando seriamente en adoptar un cachorro que pueda acudir a baños de espuma cuando yo me ausente del domicilio. Quizás, a mi regreso al hogar, pueda beneficiarme de los conocimientos que el animalillo haya adquirido, y recibir un canino masaje en mi subyugada columna vertebral. Lástima que a día de hoy carezco de domicilio fijo, y sería incómodo para mi supuesta mascota andar de acá para allá de continuo.