lunes, 30 de abril de 2012

gastronomía naúfraga

Hace unos días que se hizo efectivo el 100 aniversario del hundimiento del Titanic (sí, disculpen, escribo con retraso, aún no me muerde ni reconcome la urgencia de los días). Normalmente, las efemérides que pretenden glosar o recordar desastres o desgraciados eventos susurran al compás de fúnebres melodías y acogotada floresta en memoria de las víctimas. En el caso del Titanic, curiosamente, la memoria del infortunio llega a nosotros con parafernalia de trompetas be-bop y sonrisas de telecomedia estadounidense. La gente ríe, canta, festeja el hecho de que, un siglo atrás, más de un millar de personas perdieran la vida en gélidas aguas norteñas. Lo que son las cosas, oigan.

Como colofón a los actos conmemorativos de la tragedia podemos informar de la subasta de una carta, enviada a sus padres por el director de la Orquesta que amenizó las últimas horas del pasaje de la embarcación, con un precio de salida de 150.000$, vía internet (bendita "red"). Pero más nos inquieta la cena de gala ofrecida en un renombrado restaurante de una ciudad patria para conmemorar la efeméride. Resulta que, previo pago de un exorbitante precio, los 21 afortunados que asistieron al citado evento tuvieron la fortuna de degustar idénticos platos que aquellos comensales que, pocas horas después, descansarían sus esfuerzos bajo las mareas del Atlántico Septentrional. Confio en que disfrutaran, y lamento no haberles podido desear "buen provecho".

No ha mucho que tuve la fortuna de paladear finas viandas, en compañía del mejor de los amigos, en uno de tantos restaurantes que a día de hoy cuelgan el cartel de ocupado (crisis, what crisis?) debido al orígen japonés de los deleitosos platos que sirven. La mesa aledaña a la que nosotros ocupábamos mostraba más carne cruda que la de los platos servidos. Una pareja consumía sashimi, makis y tempuras a una velocidad marcada por la que sus dedos aplicaban sobre el atolondrado teclado virtual de sus respectivos smartphones, supongo que enviando correos electrónicos, mensajes, cosas, a algún amigo lejano. El silencio acariciaba sus movimientos y servía de entremés al festín de ausencias y monotonías en que parecía estar basada su relación amorosa.
Comentaba mi amigo que, dada la ausencia comunicativa de la pareja, más les valdría haber permanecido en el dulce hogar y ahorrarse así la cuantiosa suma que pondría rubrica a las delicias que iban a deglutir sin apenas degustar. Porque, no lo olvidemos, comer es un placer. Pero pierde su encanto cuando se hace en soledad y sólo por purita necesidad. Naúfragos gastronómicos, sí, parecían los dos integrantes de tan desparejada pareja. Cada uno a lo suyo. Cada uno con su smartphone, imagino que subiendo a facebook pictóricos retratos de los marítimos cadáveres que se disponían a consumir. "El mejor sushi de Madrid", o en este plan, imagino los mensajes que los comensales enviaban a "la red".

Pero en ocasiones deberíamos dejar de lado nuestros prejuicios. Pienso que la citada pareja se enfrentaba a la última cena, conscientes del naufragio de su relación. Y no por ello están obligados a renunciar a tan delicioso manjar. Dicen que Jesucristo gozó de su Última Cena.

Igual los afortunados que pudieron asistir a la Cena Conmemorativa del 100 aniversario del hundimiento del Titanic. Saben que el barco se hunde y no por ello renuncian a su vaivén de oleaje y su festín de pudding Waldorf con éclairs de vainilla.

Cierto. Olvidé que la memorable cena no se representó en un transatlántico a la deriva, sino en un restaurante muy fino del puerto de Barcelona. Pero, a pesar de todo, es posible que algo se hundiese aquel día, como hace cien años...es muy probable que algo se esté hundiendo.

sábado, 28 de abril de 2012

poética cibernética

Radican en el norte de nuestra geografía unos intrépidos versificadores, llamados bertsolari en su idioma natal, que improvisan cantos y poemas siguiendo unas estrictas reglas métricas. En lo alto de un escenario, sin más atrezzo que su propia persona, estos rapsodas desglosan para un público entregado las celéricas invenciones poéticas que su creatividad les permite.
Se supone que la costumbre viene de lejos, algunos incluso aseguran que la practicaban ya los pastores euskaldunes allá por el Neolítico. No sé, no tengo referencia y se me hace fastidioso investigarlo. Lo que me fascina es que una costumbre de tan rancio abolengo haya evolucionado hasta tal punto que esta misma semana se presentaron ante el público dos robots bertsolaris. Sí, han leído bien. Resulta que una célebre Universidad del País Vasco ha presentado el producto de su más innovadora investigación: un par de androides a los que, a base de alimentar sus cibernéticos circuitos con bertsos, rimas, reglas métricas, etc., han conseguido hacer que declamen (con mayor o menor fortuna) al estilo de los bertsolaris de carne y hueso.

Cuando niño, recuerdo haberme escondido del marasmo de danzarinas cifras de las Matemáticas, en la gruta musical y sensible de la Literatura. Recuerdo que, ante la inatacable certeza de las incomprensibles leyes Físicas o Químicas, oponía yo la duda temblorosa de la Poesía. No me enorgullece haber transitado por los corredores obtusos de la educación haciendo oídos sordos a los cantos de sirena de la Ciencia, no. Pero permitan al niño su incapacidad o ausencia de interés en ganar batallas sentenciadas de antemano. Es en la infancia cuando ya decidimos cuáles son aquellas materias que más conmueven la nuestra, y harto difícil es luchar contra los gustos y disgustos de un niño.
Rememoro charlas al calor de la amistad recién modelada, en que mis compañeros de dialéctica y juego glosaban los parabienes y fascinaciones que despertaba la llegada del hombre a la Luna, un suponer. Yo siempre respondía lo mismo: no me interesa, no me impresiona. Y cierto fue y aún lo es: más me fascinan las simas de la condición humana que las cumbres del progreso científico. Y es así que descubrí en la poesía el hábitat perfecto en que pudiesen crecer y reproducirse mis inquietudes y sentimientos. ¿De qué sirve que el Hombre pasee la superficie cósmica de la Luna si no es capaz de comprender el dolor de un congénere?

A día de hoy, otros no tan niños, adultos ya en edad de adulterios y declives, argumentan como yo lo hacía contra las ayudas presupuestarias a lo que hemos dado en llamar I+D+I.
Investigación. Desarrollo. Innovación. Grandilocuentes términos que incitan a soñar con un futuro más bondadoso, un porvenir que se presenta vacío de dolores, sufrimientos, hambres, muertes, enfermedades. Pero resulta que los fondos que con su esfuerzo recaudan los ciudadanos van a una renombrada Universidad que los emplea en dar vida a dos seres cibernéticos que recitan poesía con metálico timbre y cibernético alborozo. Y aún brujulean, entre los linfocitos y células de millones de humanos, pequeños ejércitos de bacterias capaces de dar al traste con sus esperanzas de vida. Aún enfermedades que ningún presupuesto, por abultado que sea, ha permitido erradicar. ¿No será que está mal empleado el dinero destinado a I+D+I? Así aseveran no pocos, y argumentan, de inmediato, que puede eliminarse la partida de patrimonio que los estados dedican a la investigación científica. Al fin y al cabo no necesitamos robots cantarines, sino acabar con la malaria, por ejemplo.

Por mi parte, descubro no haber madurado en exceso. Los pensamientos de la edad escolar aún persisten en mi debilitado raciocinio. Me interesan tan poco los robots bertsolaris como lo hacía, cuando niño, la llegada del hombre a la Luna. Leo poesía, ahora que todavía existe, por ahondar los sentimientos.

Claro que, quizás, en un futuro no muy lejano, extinguido ya el papel y olvidados por el común de los mortales los versos que un día nos hiciesen conmover, perdida definitivamente la Poesía en el celérico tráfago del consumo y la comodidad, sólo nos quede recurrir a la lírica registrada en el disco duro de un robot bertsolari. Llegados a este punto tal vez comience yo a considerar imprescindible el avance científico. Tal vez el presupuesto invertido en I+D+I no sea, por tanto, cosa sin importancia

miércoles, 25 de abril de 2012

listas de éxitos

Familiar regreso a casa en el suburbano madrileño. Observo con cierto disimulo a una pareja de mediana edad que disfruta cuestionando a su hijo (unos ocho años, calculo) acerca de las fechas de nacimiento de las estrellas futbolísticas de la liga profesional. Sí, se trata de unos cromos como los de antaño que, a fuerza de innovar, incluyen hoy bajo la efigie del jugador de fútbol su edad y año de nacimiento. En contra de lo que pudiesen pensar, he de aseverar que el jovencito sabe responder con premura cada una de las preguntas de sus orgullosos padres. Esto es: conoce a la perfección el año en que llegaron al mundo los astros del balón (independientemente del equipo o marca comercial a que pertenezcan sus respectivas carreras deportivas)

Recuerdo una infancia aroma pupitre y lápiz mordisqueado. Recuerdo la enervante mirada inquisitiva del profesor de Geografía e Historia cuando nos obligaba a ponernos en pie y relatar, en estricto orden cronológico las listas de los reyes godos, o en inexpugnable orden geográfico el listado de ríos y afluentes de nuestra bendita geografía. Listas, inventarios, repertorios, letanías de nombres cuyo significado (infantes éramos) se nos escapaba o no deseábamos comprender. Lo reconozco, lo de los reyes godos en una licencia literaria obligada por la mucha literatura que la susodicha anécdota ha alimentado. No la lista de tan egregios personajes, pero sí otras de idéntica vacuidad, lo aseguro.

Hoy dicen (doy fe) que aquella educación era más estricta. Más proteínica y provechosa a la hora de activar los genomas del conocimiento que los detallistas trazos esbozados por analfabetos que ensucian los libros escolares de hoy. (Así dicen, lo aseguro, disculpen si resulta ofensivo). Argumentan, los mismos, que cruel futuro nos espera si de los escolares de hoy depende éste. No sé, lo lamento, no puedo mostrar con claridad ni mi disconformidad ni mi avenencia.
Sólo doy por cierto que nunca consideré óptima ninguna lista o enumeración sin sentido de nombres que nada ocultan y poco esclarecen. Igual me da reyes godos que atléticos héroes del balompié. Eso sí, gracias al conocimiento que en la infancia me hicieron devorar he aprendido a no despreciar ni hacer burla a aquel cuyo nombre es Ataúlfo, Sisebuto o Recaredo, ni me sorprenderá ningún guía turístico de nueva hornada al aseverar que navegamos las aguas del Delta del Ebro.

Si pienso en los futbolísticos cromos, descubro (tras comprobar la largueza de extranjeros en las filas de los equipos nacionales) que los niños de hoy no se asombrarán cuando, al llegar a clase, el profesor pase lista y se escuchen nombres como Karim, Hamit, Andrija, Ivica, Giovanny o Seydou. Globalización de la buena, ya lo creo. 

Regreso a casa, tras salir de la bocanada mugrienta de oxígeno suburbano, intentando recordar los muchos nombres que el chiquillo declamaba añadiendo fechas de nacimiento. Lo lamento, ya lo he olvidado, me ocurre igual con las listas de éxitos musicales de la radio fórmula, las de los 100 libros imprescindibles del siglo XX o incluso con las bíblicas enumeraciones de políticos al alza y baja en lo que consideramos es el mundo que cuenta. Como se decía cuando yo era niño: me suenan a chino. Y esto se decía sin tener más noción alguna del citado idioma salvo que se expresa con sonidos incomprensibles representados por tipografías inentendibles. Vamos, que el coreano, un suponer, también nos parecía chino, lo mismo que hoy ocurre con cualquier persona de ojos rasgados y magra osamenta: sea cual sea su nacionalidad, para los occidentales será siempre "chino". Globalización de la buena, ya está dicho.

Creo que olvidaré, llegaré a casa y repasaré mi lista de sensaciones, sentimientos, perversiones, eyaculaciones, besos, caricias, olvidos y abrazos...mi propia lista de éxitos.

lunes, 23 de abril de 2012

redecorar la casa

Recupero de "la red" la curiosa noticia sobre la talla en madera de ataúdes con diversas, extrañas, estrambóticas formas, en un suburbio de Accra, la capital de Ghana. Recuerdo cómo, en su momento, la noticia se difundió por diversos medios con el desenfado de la sonrisa y la chanza. Cierto, conseguían alejar nuestro reverencial pánico al final suspiro, haciéndonos evitar, por unos instantes, toda visión fatídica de la parca. Y tenía su lógica. Difícil evadir la sonrisa ante el colorido despliegue de féretros primorosamente tallados como réplicas algo naïf de vehículos deportivos, aerodinámicos aeroplanos, esféricos balones de fútbol, tornasolados crustáceos, demediadas botellas de burbujeante cerveza o popular refresco, e incluso aparatosos teléfonos móviles de penúltima generación.
La insólita costumbre de este suburbio africano, desde que se dió a conocer por las ondas de la información, ha transformado al poblado en novedoso destino turístico, proporcionando a sus habitantes inesperados beneficios que podrán invertir en mejorar, si cabe, el diseño de sus ataúdes. Numerosos excursionistas occidentales visitan hoy día los artesanales talleres en que se confeccionan los cubículos encargados de custodiar a buen recaudo los cuerpos ya sin vida de los habitantes de la zona. Al fin y al cabo no sorprende, llevamos ya años de fascinación por las artes decorativas de nuestros lugares de esparcimiento. La diferencia es que aquí se trata del esparcimiento definitivo, aquel del que ya no se regresa, el último recreo.

No me considero en exceso preocupado por el relumbrón estético del entorno que me rodea, siempre agradeceré poder tener un techo bajo el que vivir como bendición más que suficiente. Pero uno no vive en soledad, y la opinión del otro cuenta, cómo no. Así que permito a quien me acompaña las horas hogareñas desplazar muebles y enseres, reordenar fruslerías y decoraciones, colorear paredes o añadir florilegios a los rincones más inesperados del domicilio. Y me gusta, que conste. Es sano poder redecorar la vida, de tanto en tanto. Antaño, nuestros padres, invertían gran parte de sus ahorros en costosos moblajes de resistente y noble madera, con la intención de dotar a cada estancia del aspecto acogedor que les acompañase por el resto de sus vidas. Hoy la vida es móvil y, tal vez, el único mobiliario definitivo que podamos elegir sea, como en Ghana, el que acoja, al fin, nuestros cuerpos ya ausentes de latido.

La gente del poblado que nos ocupa continúa habitando coloridas e improvisadas barracas confeccionadas con lo que podríamos considerar restos de stock de la habitabilidad, esto es: irregulares listones de carcomida madera, discontínuas techumbres de deshilvanada uralita, y en este plan. Parece que sus escasos recursos económicos prefieran invertirlos en la decoración de ese otro hogar en el que, de seguro, deberán residir larga temporada. Lo que a nosotros podría parecernos ausencia de interés por la comodidad cotidiana, imagino que es para ellos empleo de una lógica aplastante: ningún hogar de los que, en vida, habitemos, tendrá por más que queramos el carácter de permanencia de que, con nuestros relumbrones de mobiliario caro y cómodo butacón de cuero, pretendemos revestirlo.
Hoy, ya, me veo forzado a desmantelar la que durante años ha sido mi casa. Nada permanece, ningún hogar salvo, quizás, el definitivo. La vida late de puertas afuera. Allá nosotros si preferimos encerrar entre cuatro paredes nuestra ilusión de habitualidad. Más dura será la caída...dijo alguien. Más dura será la salida...digo yo: la salida del domicilio que tan primorosamente hemos adecuado, cuando llegue el momento de abandonarlo.

Por otra parte, no debería sorprendernos tanto la elección de caprichosos motivos ornamentales con que los oriundos del suburbio ghanés deciden ataviar su postrera morada. Paseando los camposantos de nuestra civilización podremos admirarnos ante la desbordante fantasía de piedra y cenefa que engalana ciertos panteones más o menos ilustres. Inolvidable el de Oscar Wilde en el cementerio Père-Lachaise de París, decorado por sus admiradores con más besos de los que quizá pudiese disfrutar el genial escritor en vida.

Quiero decir que comprendo la africana obsesión por redecorar el fin, su despreocupación por el ornamento de la vivienda habitual, su deleitosa costumbre de hacer vida de puertas afuera.

sábado, 21 de abril de 2012

huelga de hambre

a Federico García Lorca, siempre

La galería de arte portátil del suburbano. Esa galería en que, a dirario, se exponen, como evidentes prototipos del feísmo que ha llegado al arte contemporáneo (¡ay!, para quedarse), ciudadanos rostros atribulados por la derrota en que, sin remedio, ven naufragadas sus vidas.
Paseamos la mirada por entre las obras expuestas e intentamos desentrañar la técnica utilizada para cincelar el fastidio con tal grado de verosimilitud. Intuyo que los artífices de tal genialidad habitan los suburbanos inversos de un cielo que la ciudad quiere mancillar con sus rascacielos de avaricia y cemento salvaje. Abajo, pululando el amanecer apócrifo del metropolitano, todo un inventario de artísticas frustraciones en los semblantes de los trabajadores que regresan a la guarida hueca de la cena recalentada. Si el arte feísta no estuviese tan de moda creeríamos hallarnos en un recóndito vertedero de suburbiales fracasos.

Quieren pensar, aquellos que gustan de sembrar quimeras, en la revolución de las masas anónimas, la definitiva huelga de brazos caídos y sonrisas enhiestas que desbanque de su pedestal de miedo y nómina a quienes engordan sus activos financieros con el suculento postre del general descontento.

Yo, lo lamento, no atisbo la citada reivindicación salvífica. Tal vez, quizás, quién sabe, ojalá, en el marfil inquietante de la sonrisa africana, en el latido último de su expoliado flujo sanguíneo, o en el murmullo demoledor del sufrimiento andino, o en la prostituida piel magnífica de la cortesía asiática. Tal vez, ya digo, de venir la revolución lo haga con tambores ancestrales y cuchillas como miradas germinadas al calor de la mina y la malaria.

Si regreso al suburbano no hallo más afán de huelga que el de la ya impuesta: huelga de hambre. Ni rastro de apetencia o curiosidad alguna. Vagan los ciudadanos de este decadente Occidente como acobardados fantasmas de película serie B. No hay hambre. Nadie quiere ya comer las flores muertas que sembrasen los poetas. Sólo de hambre será, ya es, la huelga. Hambre de vida cuando la vida ya está en otra parte. En el África Negra, en la altiplanicie andina, en las ecuaciones de arena y despojo del Sahara, en las selvas terroríficas del monzón azul y miedo. Lejos, muy lejos.

Regresarán los trabajadores a casa y continuarán su huelga de hambre. Encenderán televisores y apagarán sensaciones, se entregarán al fraudulento descanso del guerrero vencido para comenzar, mañana, un nuevo día de hambre y nada.

Discúlpenme, no me sumo a esta revuelta. Me refugiaré tras el volátil cordel del deseo, bajo la fronda fragante de la carne recién lavada. Hundiré mis colmillos en el tibio sueño del amor. Me atragantaré de experiencia, aunque sólo la encuentre en una caricia húmeda y hembra, en un mullido laberinto de sábanas revueltas. Ahí esperaré después, tumbado, la negra navaja de hambre rebelde que cercene mi garganta de palabras mal dichas y besos equívocos.

No digo nada nuevo, ya lo profetizó EL POETA:

El mascarón. ¡Mirad el mascarón!
¡Cómo viene del África a Nueva York!

El mascarón. ¡Mirad el mascarón!
!Arena, caimán y miedo sobre Nueva York!

El mascarón. ¡Mirad el mascarón!
¡Qué ola de fango y luciérnaga sobre Nueva York! 

El mascarón. ¡Mirad el mascarón!
¡Cómo escupe veneno de bosque
por la angustia imperfecta de Nueva York!


miércoles, 18 de abril de 2012

olímpicos excesos

Parece ser que los responsables de organización de los Juegos Olímpicos que se celebrarán el presente año en la ciudad de Londres, contactaron con el manager de The Who solicitando su participación en un evento ha celebrar con motivo del citado acontecimiento deportivo. Hasta aquí nada raro (aunque ya debiera). Lo curioso es que los susodichos organizadores, todos ellos personas de gran cultura y conocimientos, suponemos, citaban expresamente su interés en que formara parte del grupo, en el supuesto evento, el baterista Keith Moon, fallecido allá por el año 1978.
Muy acertado el interés de dichos coordinadores por tener a The Who en las celebraciones. Al fin y al cabo son uno de los grupos de rock más populares y célebres que han dado las británicas islas. Pero lamentablemente, el bueno de Keith murió a los 32 años, haciendo lo que mejor se le daba después de aporrear exhuberante e innovadoramente la batería. Bueno, en justicia, digamos que murió intentando dejar de hacer lo que en segundo lugar mejor sabía: ingerir ingentes cantidades de alcohol. El músico devoró 32 pastillas de Clometiazol, droga anuladora de la conciencia que tenía suscrita para sortear los peligros del ayuno de bebidas alcohólicas al que hacia frente para mejor poder permanecer entre los vivos.

Es lo que tiene el rock'n'roll. O lo que tenía. Antes las estrellas de rock entregaban sus cuerpos, y no pocos sus almas, al abrazo múltiple y demoníaco del exceso, abandonándose al festival de drogas, alcochol, sexo extremo, violencia y paranoia que sus réditos monetarios les permitiesen. Ya saben: "Vive rápido, muere joven y deja un bonito cadáver". Así lo hicieron Jimi, Janis, Jim, Brian Jones y Keit Moon, entre otros.
Hoy en día las celebridades musicales son muy otras, en su mayoría simpáticos jovenzuelos anodinos comprometidos con causas sociales, que ni beben ni fuman ni salen con más mujer que su correspondiente esposas, y cuyo exceso no va más allá del público apoyo a un partido político, por ejemplo.

Son los políticos de hoy las auténticas estrellas de rock de nuestros tiempos. Ellos y todo su séquito de banqueros, ideólogos, asesores...sólo han cambiado las lentejuelas por el traje y la corbata de reputada rúbrica comercial. Respecto al exceso son ellos, ya digo, quienes han tomado el testigo. No hay más que verlos pasear por los escenarios de sus actuaciones, ya sean estos estrambóticos estrados circulares que ya quisieran para sí los mismísimos U2, o enmoquetados y mullidos salones de reuniones en la cumbre decorados con artísticas y originales obras de gran valía. Se mueven con soltura y hacen reír, cuando quieren, a su público, y vociferar, cuando desean al mismo séquito de seguidores que está dispuesto a dejar de lado un concierto de rock'n'roll con tal de asistir a estos otros recitales. En las cumbres de mandatarios se mueven con idéntico desparpajo y trasiegan, entre bastidores, ingentes cantidades de caro licor y vianda fusión. El exceso, ya digo.

Keith Moon, en el backstage (cortesía de "la red")
Entre estas nuevas celebridades populares imagino a los responsables de organización de los citados Juegos Olímpicos, egregios publicistas y estrategas, con sus trajes cruzados de cifra bursátil y sus corbatas almidonadas en beneficio fiscal. El caso es que existe la probabilidad de que hayan decidido, estos personajes, beber todo el alcohol y consumir todas las drogas que ya no toman los verdaderos ídolos musicales y, en pleno subidote, imagino, se vieron invadidos por la melancolía, recordaron cuando eran jóvenes rebeldes y decidieron invitar a The Who a los olímpicos eventos. El alcohol, ya sabemos, exalta gratos valores como el de la amistad y la euforia, pero también genera lagunas mentales, agujeros negros de la memoria. Es en uno de esos agujeros negros donde debió caer Keith Moon. Los citados organizadores, en plena melopea, decidieron invitarle a él también, olvidando que ya nos había dejado hace tiempo. 

Aunque quizás peque yo de perspicaz y no sean los citados publicistas tan torpes como imagino. Tal vez sólo sea una de esas curiosas campañas de mercadotecnia con la que pretendan traer a la memoria colectiva tan gloriosas épocas musicales y conseguir que pasen por caja muchos que, de otra forma, hubiesen olvidado por siempre a The Who y jamás se hubiesen sentido interesados por los Juegos Olímpicos. Quién sabe.

lunes, 16 de abril de 2012

el progreso ha muerto...

Parece que en una recoleta ciudad norteña se está probando un novísimo y revolucionario sistema cibernético que permitirá que los autobuses de la flota de transporte municipal realicen sus recorridos en menor tiempo del habitual. Una empresa de sistemas informáticos ha implementado una aplicación que conseguirá que, ante la aproximación de uno de los citados autobuses, los semáforos cambien a verde, independientemente de cual fuese su tonalidad en dicho momento. De esta manera, los conductores podrán gozar de una conducción libre de interrupciones, reduciendo así su nivel de ansiedad, y los viajeros podrán llegar a tiempo a sus lugares de trabajo, un suponer, reduciendo así, igualmente, la misma nociva cota de la dicha ansiedad.
Mis felicitaciones. ¡Viva el progreso!

Aún recuerdo con ineludible ternura la ocasión con que inauguré mis deambulares por tierras de Allah. Había llegado a bordo de un ferry (por mar, como debe ser) a la ciudad de Tánger, tras un trayecto de no más de dos horas. Únicamente un par de horas para cambiar de mundo. Asistía a la ciudad marroquí para celebrar un matrimonio (no el mío, no aún) y, de paso, estrenar mi conocimiento de la cultura islámica. También, aunque por aquel entonces lo ignoraba, planté al poner los pies en tierra firme la primera semilla de Los Cuadernos del Hafa.
En la dársena del puerto me esperaba mi amigo, junto con un lugareño que nos introdujo de inmediato en su vetusto automóvil para darnos un paseo por la ciudad que yo jamás olvidaría. Estábamos en agosto, mes preferido por los nacionales de aquel país para celebrar bodas y festejos que su trabajo en el continente europeo impide, en el resto del año, a muchos de ellos. Las calles de la ciudad semejaban un organismo enfermo, desfigurado por el insaciable caminar de innumerables grupúsculos de personas cuyo deambular no se veía interrumpido siquiera por los límites de asfalto de las vías destinadas al tráfico rodado. Esto es, que invadían la calzada sin importarles que se hallase esta saturada de automóviles. También éstos rebosaban las vías y no hallaban impedimento en invadir las aceras si así lo precisaban para evitar una colisión.

Lo más inquietante, junto a la carencia de semáforos o normas palpables de circulación, era la dicha tatuada en los rostros de viandantes y conductores por igual, y el hecho (que pude certificar con el paso de los años) de que los accidentes de tráfico fuesen, en el país vecino, no más que una mera anécdota que rara vez salpicaba de angustia las páginas de los noticiarios.

No alabo la ausencia de normas, no se me malinterprete. Pero admiro la carencia de rasgos deformados por la ansiedad y el descontento. Cualquiera podría imaginar, a la vista del tráfago furioso del tráfico magrebí, que la ciudad se hallase poco menos que al borde de una guerra civil. Pero nada más lejos de la realidad. Los coches frenan o esquivan viandantes, ceden el paso a los compañeros de pista, detienen el motor cuando un embotellamiento impide la marcha, y los conductores sonríen y charlan animadamente con sus acompañantes e incluso con los que, afuera, pululan por las calles y cruzan las carreteras cuando consideran oportuno. Claro, no se prodigan en Marruecos los contratos laborales, y pocos tienen prisa para llegar a su puesto de trabajo.

Imagino lo mucho que progresará esa población del norte de nuestro país, una vez aplicado el novedoso sistema de regulación del tráfico. Aunque me temo que la mayor prosperidad con motivo de la implantación del "paso a verde" de los semáforos la disfrutarán los gerifaltes de la empresa que ha desarrollado y vendido (con blindado contrato de por medio) tal sistema a las autoridades locales. Nosotros, mientras tanto, seguiremos aplaudiendo eñ progresivo abandono de cualquier atisbo de humanidad y educación que nos impida perder los nervios al volante de nuestros automóviles, al pasear por las calles pensando que nadie nos rodea, al sufrir los acelerones y frenazos del autobus que nos conduce a nuestro lugar de trabajo. Ganaremos tiempo, no podrá lanzarnos el jefe dardos como miradas que nos advierta de que, nuevamente, llegamos con retraso. Pero me temo que siempre habrá una excusa para culpar de lentitud al servicio de autobuses públicos, con más razón ahora que todo son semáforos en verde. El progreso, ya digo.

...¡viva el progreso!

sábado, 14 de abril de 2012

teach your children

Recién acabamos de despertar a una polémica generada en el país vecino. Resulta que los padres de alumnos de primaria se niegan a colaborar con sus hijos en las tareas extrescolares. O sea, que no tienen tiempo para explicar a sus retoños las dudas que les surgen al hacer las tareas que sus profesores les han encargado "para casa".
Como mucho somos de denigrar lo ajeno pero pretender aplicarlo (chapuzeramente en la mayoría de casos) a lo propio, se ha decidido reavivar idéntico debate en nuestra sociedad "educativa". Desgarra ver los rostros demudados de los padres (y madres, sorry!) ante la posibilidad de que en nuestro bendito país se obligue, igual que en el vecino, a que los niños realicen tareas escolares en casa, fuera del tiempo lectivo.
Esclarecedora la opinión de una madre, ante las cámaras "granhermanescas" de una televisión: "Mis jornadas laborales son muy largas. No tengo tiempo para prestar atención a los deberes del niño". Les considero, amigos lectores, lo suficientemente despiertos para analizar cada una de las palabras de esta abnegada madre de familia, a la que supongo adalid de la igualdad femenina en el mundo empresarial, dado el vehículo del que acaba de salir y la calidad y buen gusto de la vestimenta que porta (disculpen, sí, estamos cargados de prejuicios).

Recién me incorporé a la geografía nacional, tras un periplo thailandés, fui asaltado por amigos (y no tanto), con la tremebunda curiosidad por aclarar una duda: "¿es cierto, que venden a los niños, o los prostituyen por dinero?, ¿sus propios padres?". Imaginen mi consternada expresión.
No fui testigo, en Thailandia, de tráfico alguno de menores o prostitución infantil alentada por progenitores. Sí pude observar la ferocidad de las jaurías occidentales a la caza de "carne fresca". Rubios trasegadores de rubia cerveza verbalizando su fervor con ariscas frases incomprensibles para los locales. Lo único que entendían es que por cada vociferante consumidor extranjero una boca más de su cuantiosa familia sería alimentada. Prostitución, sí, claro, sí la hay.
La siguiente cuestión que me planteaban, a bocajarro y sin previa reflexión, algunos conocidos, era el famoso "...porque se los comen", seguido de un sapientísimo "allí no hay perros, claro...".
 
Cuando tu existencia depende del dinero, y así es desde que algunos así lo decidiesen, no hay ser vivo que se arrastra, ni vínculo familiar que suplica, que pueda escapar a la necesidad del hambre.
Si no hay trabajo y la única fuente de ingreso que nos permite alimentarnos es nuestra propia prole, allá vamos. ¡Qué importan, al fin, nuestros retoños si podemos seguir agotando los días de nuestra existencia a cambio de su trabajo o su persona toda!
Si tenemos que agotar maratonianas jornadas laborales para poder disfrutar de comodidades y tecnologías, allá vamos. ¡Qué importa, al fin, la educación de nuestra estirpe si puede ésta autoabastecerse de la misma mediante smartphones y cuenta propia en facebook!

Lo de los perros ya es otro cantar. ¡Animalitos!

Paseando una noche las calles anárquicas de mi barrio dí de bruces con el hosco ladrido de uno de esos perros de gran envergadura que últimamente gustan de pasear a sus dueños por las calles de la ciudad. Efectivamente, al final de la correa se hallaba un gentil ama de casa que logró calmar al animal, excitado por mi repentina presencia, y explicarme después que debe sacarle a pasear cada seis horas. Al poco, apenas inaugurada la inocua conversación, marchó disculpándose porque debía regresar a casa, por ver si sus hijos habían ya cenado.
Imagino que a esta mujer no le quedaría tiempo libre para ayudar a sus hijos con las tareas del colegio. Doy gracias a que tuviese tiempo de pasear al animal. De quedarse éste en casa, sabe Dios si no devoraría a los pequeños.

Teach your children!....clamaban hace tiempo Crosby, Stills, Nash & Young. Creo que no se les prestó mucha atención.

miércoles, 11 de abril de 2012

avería y redención (y II)

inspirado por la canción homónima de Quique González


Inaugurábamos besos como naufragios
soñando que el madero húmedo del amor
nos sacaría a flote. Amores que creíamos
eternos frente al dardo de lo cotidiano.

Inaugurábamos abrazos como vendimias
soñando que la breve raíz de la amistad
fecundaría dulces cosechas. Amistades
resistentes al martillo airado del rencor.

Pareciera que elegimos amistades
y, ¡sí!, amores en virtud de la promesa
de adorable sufrimiento que anidaba
en sus vísceras de recreo y caricia.

¿Hacia dónde nos llevan los locos senderos
del dolor por lo perdido? ¿Nos volveremos
a ver? Si ocurre ya nada será lo mismo,
y tú no serás para mí lo que ayer fuiste,
ni yo para tí lo que siempre soñé ser.

                                   Recuerdos, paseos, bares, besos, lugares,
                                   deseos abandonados en los feroces
                                   pliegues de fríos adoquines y butacas.

lunes, 9 de abril de 2012

el tiempo vuela

Asistimos, a la hora del almuerzo y la "información", desde el salón de nuestras casas, a un aéreo desfile de pasajeros en tránsito hacia nuevos destinos, desconocidos parajes que les hagan olvidar por unas horas la realidad muy otra de sus vidas de horario y desasosiego.
Aviones que despegan. Aviones que aterrizan.
Y entre la turba de aerodinámicos rugidos en tráfago de motores y avituallamiento de maletas, pasean los pasajeros buscando matar el tiempo que les resta antes de entrar en el estómago aséptico y durmiente de la aeronave que les conducirá lejos de sus hogares. Viaja, el que puede permitírselo, con la lúcida intención de crear etéreo domicilio en otras geografías más amables, menos contaminadas por la cenefa grotesca de lo cotidiano.

Es así que el viaje, el movimiento que desplazará los cuerpos de los viajeros, desde su ciudad, a esa otra nueva que sueñan les espera con los brazos abiertos, se limita al espacio aséptico del aeropuerto y, después, ya en los cielos, al no menos aséptico cubículo móvil del aeroplano. Toda la experiencia que podrá acumular el expedicionario se limita a la iluminación fraudulenta de pasillos interminables, en el aeropuerto, o a la atmósfera apócrifa de la metálica cabina de pasajeros, en el avión. Quizás el hallazgo de un costoso perfume a precio de saldo, en el duty free, o la alta gradación alcohólica de un caro licor servido tras la comida, en el vuelo, sean las mayores aventuras que pueda hoy vivir un ciudadano en tránsito.

Mientras deambulan por la terminal,  cuando toman asiento en la zona wi-fi, o ya en el útero metálico de la aeronave, sorprendemos a los viajeros inmersos en silenciosos soliloquios interiores, como ajenos a toda señal de vida que les rodee. Ayudan, a esta introvertida individualidad, los mil y un artefactos de que hoy disponemos para ponernos en contacto con el mundo. Me refiero a las "tabletas", smartphones y demás ingenios. Porque...¿quién desea perder el tiempo departiendo con otro viajero en tránsito si tiene al alcance de su mano el mundo todo, en la pantalla más o menos luminosa de un mecanismo portátil?

Me relatan estos días, con todo lujo de detalle, la epopeya que vivió mi abuelo, a lomos de un borriquillo, mientras atravesaba agrestes caminos con la intención de reunirse, ya en la ciudad, con su familia. Eran tiempos de confrontación nacional, lúgubres días de pasear el miedo por los pedregosos senderos de una tierra hostil en siembras y en libertades. Años de guerra, pesarosos calendarios de hambre y miedo.
Tuvo la mala fortuna, mi abuelo, de verse detenido por un comando de guerrilleros que le aliviaron la fuga acercándole en militar furgón a su destino soñado. No soñaba, claro, el abuelo, que sería internado por desconocidos motivos (no eran precisos los mismos para imponer leyes no escritas) en la cárcel provincial de la ciudad donde la familia ansiaba su pronta aparición.

Peripecia fue el viaje y peripecias trufaron los días que sobrevivió mi abuelo, al calor del hacinamiento y la carencia de bocado, hasta poder poner pie en la calle y acercarse a aquella calleja oscura en que la famélica familia aguardaba su regreso. Todo el perfume que portó su piel ajada fue el de la mugre y la indecencia. El único licor que degustó su requemada garganta fue el de la sed y la queja reprimida.
Afortunadamente, dada su vocacional locuacidad, entabló el abuelo conversación y trato con todo el que le rodeaba, fuese éste compañero de infortunio o carcelero a sueldo del enemigo. Y digo afortunadamente porque fue su ánimo comunicativo el que, a la postre, le facilitó la salida de prisión al haberle tomado aprecio uno de los militares encargados de mantener el orden en las celdas de aquella vetusta cárcel. Fue este militar bondadoso del que desconocemos nombre y paradero el que sorteó las trabas burocráticas que separaban a mi abuelo del abrazo familiar.

Afortunadamente corren tiempos de alegría en los aeropuertos, y no se ven los viajeros obligados a sufrir calamitosos viajes, más allá de la fobia que puedan tener al hecho de despegar del suelo y surcar los cielos dentro de un aparato cuyo funcionamiento no comprenden. Pero no estaría de más que, amén de proveerse de chucherías en el duty-free y de licores durante el vuelo, intentasen entablar conversación con cualesquiera de los otros viajeros. Nunca se sabe si el avión que los desplace tendrá que aterrizar en una ciudad no prevista. Por razones meteorológicas, un suponer. En tal caso quizás encuentren ayuda en ese otro pasajero con que han entablado conversación horas antes. Al menos encontrarían compañía y eso es mucho en estos tiempos que, más que correr, vuelan.

sábado, 7 de abril de 2012

ángeles caídos


Van decidiendo, los nuevos gobernantes de esta nuestra bendita tierra, eliminar, sustituir, cambiar nombres de calles, plazas e incluso, como en el caso que de inmediato paso a explicar, teatros. Sí, resulta que el nombre de Rafael Alberti, con que decidió inaugurarse hace años un teatro municipal, se ha caído de su fachada como cayeron los ángeles del poeta y, como a estos, tendremos que buscarlo a partir de ahora “en el insomnio de las cañerías olvidadas, en los cauces interrumpidos por el silencio de las basuras”.
A ningún ciudadano medianamente al tanto de los placeres y los días que desbaratan estos tiempos que vivimos se le escapará el motivo político, ideológico, rencoroso quizás, y de seguro cobarde que lleva a las flamantemente inaugurales autoridades a eliminar el nombre del laureado poeta de los andamios visibles de esta cultura que ya vemos desmoronarse. Como si así silenciasen los versos. 
¡Infelices! Ya lo intentaron otros, antes que ellos, con feroz fuego de fusil y órdenes de busca y captura de por medio. Señores gobernantes, les recuerdo: jamás palabra que anida los corazones será silenciada por redoble de grueso tambor de infantería.

Es así que pienso en mi novela recién publicada y recién silenciada, Los Cuadernos del Hafa, a la que desde este rincón, de tanto en tanto, aludo. 
Como todo aquel que escribe, intuyo, lo hago yo por la soberbia creencia de tener “algo que decir”. Pero no se ahuyenten. Quien algo tiene que decir sabe a ciencia cierta que alguien existe dispuesto a escuchar sus verdades, sus desvaríos e incluso, ¡ay!, sus engalanadas mentiras. Se escribe para que otros lean. Escribo para que otros sientan, por no descubrirme solo en mi Valhalla de punzadas sensoriales. En igual medida todo escritor, creo, aunque los haya que afirmen hacerlo sólo por sacar a flote los restos del naufragio nocturno de sus pesadillas. 

Pero resulta que me reconozco pueril al comprender que la literatura, como toda arte o sensibilidad, hoy en día, no es más que una nueva posibilidad de lucro con alharaca de Iphones, HD televisions, deportivos automóviles y casa en el campo con solícito servicio y guardarropía de postín. Ya pasaron los tiempos de la literatura como aterciopelada cueva en que esconder, cual desquiciado Diógenes, los restos de stock del almacén de fantasías de la memoria. Llegaron los días de cifra y mercado, y ser autor novel, ahora lo comprendo, es no ser y no llegar y no conseguir siquiera estar a disposición de aquel que aún atesora el gusto por la palabra escrita. Algunos pueden dar fe: encontrar mi libro, en cualquiera de los establecimientos que a su venta deberían dedicarse, es tarea enajenada e infructuosa.
Claro, me dicen, es que tu libro no vende. Claro, digo yo, pero al menos pónganlo a la venta.

Resulta que a Rafael Alberti le ocurre, al fin, lo mismo que a mí. Eso es al menos lo que afirma el endomingado gobernante que ha decidido eliminar el verso libre de su nombre de la utilitaria fachada de ese teatro de provincias. Evaporando suspicacias ideológicas ha asegurado el potentado que se elimina el nombre del poeta porque, sencillamente, no vende. Qué tranquilidad me producen sus explicaciones, por momentos temí que hubiese alguien dispuesto a revivir añosas rencillas políticas. Pobre amado poeta. No vende. Pero…déjenle al menos intentarlo. Igual que me consta que hay quien gusta de leer mis inocuos arsenales de palabra y temblor, no dudo que el bardo gaditano siga acunando, con su murmullo de verso y escalofrío, las aciagas noches de algún que otro desorientado soñador. Quizás sólo que ya no lo reeditan. ¿Para qué? Ya hay otros ángeles de flamígera espada como cifra bursátil sobrevolando el cielo tormentoso de la literatura.

Al menos me sirve esto para sentirme, hoy, par del poeta y, como él, caído ángel que aún no pudo emprender vuelo. Cada uno se consuela como buenamente puede...

miércoles, 4 de abril de 2012

vista al frente

Días de alzar la vista al cielo, al salir de casa. Ya te has asomado a la ventana antes de vestirte, por comprobar si llueve o no. Pero aún así pisas el espejo sucio del asfalto recién mojado y, de manera instintiva, fuerzas tu cuello a una incómoda posición que te permita observar el rebaño de nubes negras que rumia el forraje celeste de la atmósfera.

Tiene su aquél, mirar el cielo. Breve ejercicio al que sometemos nuestra musculatura cervical sólo por ver si la lluvia comienza de nuevo su danza vertical, jaleada por los tambores inconstantes de la tormenta.

Nos pasamos la vida mirando al frente, cada cual a la altura de lo que su talla le permite, ni más abajo, ni más arriba, sólo de frente. Y así paseamos la existencia creyendo que, al mirarla de frente, la afrontamos, damos la cara, la enfrentamos. Pero resulta que hemos desperdiciado los mínimos pasos de baile del gato callejero, demasiado a ras de suelo, o el zurcido exacto con que la cigüeña, en su vuelo, remata la geometría de siglos de la torre del campanario, demasiado en lo alto. Tienen que llegar días de lluvia, atmosférica inestabilidad que nos obliga a mirar el cielo y también, claro, el suelo, por no pisar los charcos. Y es de agradecer porque, tras el fastidio inocuo de portar el paraguas para después olvidarlo en cualquier esquina, tras el incómodo zigzageo que evita hundamos nuestros pies en los residuos de lluvia crecidos al amparo de la irregularidad exacta del pavimento, se esconde un brote de mirada nueva y observación innovadora. Descubrimos pues, merced a la lluvia, que la vida no hay que embestirla sólo de frente, que existen charcos en que naufragar el alma y cielos a que abandonar el vuelo de cometa loca de nuestros anhelos.

 Vivimos tiempos de enaltecer y admirar al hombre recio, el de firme porte y recto caminar, el que encara la vida de frente y establece su campo visual, su objetivo, su camino, en la escueta foto frontal de los días soleados. Lo lamento pero siento crecer en mí, con el paso del tiempo, la desconfianza hacia aquellos que orientan el dardo alegre de su mirada en el centro de la diana que la horizontalidad visual les ofrece, los que desafían la existencia con la seguridad asesina de tener frente a ellos todo lo necesario para seguir adelante. Vengo yo, hoy, aquí, a reivindicar la dubitativa mirada del que no tiene tan claro dónde comienza el camino, el que lo busca en los alredededores de su caminar inexacto, orientada su vista hacia el suelo. Vengo hoy, también, a defender la soñadora mirada del que se pierde en los sueños y los busca en un caótico y abigarrado almacén de nubes, fija su mirada en los cielos.

Hay una posibilidad de lluvia, hoy, ensuciando con sus dígitos de nube los volubles perímetros del cielo. Salgamos a la calle y alcemos la vista al cielo. Llueva o no llueva, quizás descubramos algo nuevo.

lunes, 2 de abril de 2012

god is young

Nos informaban, ayer, de que en la fecha inaugural e iniciática de esta semana festiva en que nos adentramos, algunas cofradías religiosas se han visto obligadas a no desfilar con sus religiosas imágenes, debido a las fuertes lluvias.
Lástima. Enternece ver los rostros compungidos de los cófrades, algunos al borde del llanto o decididamente a él entregados. Todo un año transcurrido en espera de ese momento en que su fe iba a ser motor de la procesión que pasearía por la ciudad la ancestral escultura de esa virgen, ese Cristo. Pero resulta que el hogar de dichas divinidades, ese cielo algodonoso que circunda nuestras vidas, ha decidido teñirse de negro y lanzar sobre el empedrado de la piadosa urbe un grosero ejército de aguacero que promete deslucir los actos religiosos.
Comprendo la tristeza de los penitentes que han de permanecer a cubierto, observando la lluvia como las vacas observan el paso del tren, renegando de ese cielo inmisericorde que les impide pasear la imagen del Divino Hacedor por las calles vetustas de la ciudad insomne.

Es lo que tienen los dioses, a veces son traicioneros.

Decidí apagar la television, cancelar la pena de los desconsolados nazarenos apretando el botón de off y sumergirme en la eléctrica marea de acordes de la guitarra de ese otro dios, Neil Young, al que venero en igual medida que los cofrades a su vírgen. Durante un par de horas mis pabellones auditivos fueron recolectores de siembra fresca y emocionante que repta por mis venas con el sigilo ruidoso de la electricidad arrebatada. Se instalaban, sí, cada uno de los acordes que a su instrumento arrebatan los dedos del divino guitarrista, en un punto inconcreto de mi cuerpo que podríamos considerar lo que algunos han dado en llamar "alma". Durante esas dos gravitaciones completas del minutero, el mundo se difuminó ante mis ojos y transmutó en algo muy similar al soñado paraíso de los creyentes (de todos los creyentes, aunque quizás mejor el de los musulmanes). Imagino el cruel martirio que supondría verme privado, en el futuro, de escuchar la guitarra del "joven Neil" y, como decía, comprendo a los llorosos cófrades abatidos por la intempestiva y brutal aparición de la húmeda tempestad. Pero nunca llueve a gusto de todos, dicen. Y es cierto que si mañana ya no pudiesen mis oidos recoger el magma sagrado que escupe la guitarra de Neil Young, habría, de seguro, cientos de oídos otros que pudieran disfrutar su aguacero de melodía y electricidad.

Neil Young, cortesía de "la red"

Ha llovido también en los campos resecos. El agua ha recorrido los senderos de la siembra, lúbrica y libidinosa, fornicando con los agonizantes brotes vegetales, dispuesta a que estos alumbren, tras la violencia salvaje del subterráneo coito, frutos y recolecciones que nos darán alimento. Sonríen, alzando al cielo tormentoso una mirada inundada en chubasco mirífico, los campesinos que, hasta ayer, maldecían su adversa fortuna ante la expectativa de cosecha perdida. Resulta que, ante el mismo acto divino (esta tormenta), unos sonríen y otros sollozan. Al final resultará que Dios es joven (*) y, como tal, juguetón y caprichoso.

He inaugurado el día, hoy, queriendo prolongar el gozo nocturno escuchando de nuevo a Neil Young. Pero mi sistema de sonido de alta fidelidad ha decidido, justo hoy, como tantos trabajadores nacionales, tomarse unas vacaciones. Creo que está averiado. Quiero llorar, como los cófrades. Mientras maldigo mi suerte recibo la llamada de un amigo al que mucho hablé de los parabienes sónicos del viejo guitarrista. Me llama, entusiasmado, sólo para darme las gracias. Al fin se ha decidido a escuchar Ragged Glory, y me asegura que jamás imaginó que la música de mi adorado guitarrista pudiese colocarle en tal estado de beatitud y belleza. 

Lo dicho, será que Dios es antojadizo y travieso, será que God is Young (*)...