viernes, 23 de marzo de 2012

harén literario

Popularizaron los gerifaltes del Imperio Otomano el término harén para designar aquellos lugares en que confinaban, sumisas, dóciles y dispuestas a los delicuescentes deseos del sultán, a las más bellas y cultivadas de entre las mujeres del Imperio. Sí, he dicho cultivadas, no sólo de sexo vivía el monarca. Quiere decir esto que el harén turco suponía lugar de esparcimiento, no sólo sensual sino también intelectual, de aquel que dirigía, con férrea disciplina, los designios de la gran nación. Y, a pesar de haber instalado, los otomanos, en el imaginario colectivo, imágenes de suntuosas orgías, delineadas fronteras de piel resbalando en la lubricidad refulgente del exceso, no fue invento suyo el harén, sino que el reservado recinto ya había sido utilizado por los antiguos griegos y egipcios, los musulmanes de la India y los señores de Al-Andalus. El Gran Sultán otomano, ya digo, fue quien embadurnó tales impúdicos recintos con un barniz de deliciosas erudiciones, confinando allí a las mujeres no sólo en virtud de sus talentos amatorios sino, además, de sus capacidades intelectuales. Concedamos pues a estos antiguos emperadores el beneficio de la duda, antes de recluirlos en la lóbrega mazmorra del crimen.

Cuando niño, a temprana edad, comencé a cultivar yo la huida como iniciática expedición. Jugaban los compañeros, en la arboleda ruidosa del recreo, a perseguir la elipse furiosa de un balón de cuero. Yo huía de aquellos juegos. Mi fuga me orientaba a transitar las amarillas páginas en que Holden Caulfield trocaba los infantiles pasatiempos por filosóficas charlas con el profesor Spencer, o tiernas intimidades con Sunny, la joven prostituta. Escabullía yo, pues, los juegos de la niñez, por pasar un rato sintiéndome El Guardián entre el Centeno. Por jugar a la vida, no al fútbol. Como Brian Jones en Los Cuadernos del Hafa.
Cada nuevo día me veía ignorando las atropelladas escaramuzas deportivas de mis compañeros, y me guarecía entre las páginas de un libro en que Emil Sinclair aprendía a comprender que en todo Dios conocido debe habitar un Diablo, que el amor no es coto cerrado para los adolescentes, sino luminosa fuente de conocimiento brotada de los brazos tallados en sueño de Frau Eva. Me guarecía yo, sintiéndome Demian, en las refriegas emocionales de una vida más real que la de la escaramuza balompédica.

Es así que paseé mi adolescencia por entre los suntuosos salones de mi particular harén literario. Buscaba goce, sensualidad, volptuosa concupiscencia, no lo niego. Pero, a la par, anhelaba aprehender los ritmos aciagos del conocimiento y la duda.

Igual los sultanes del extinto Imperio Otomano. No hallaban en el harén, únicamente, el goce sensorial que las odaliscas extraían de sus miembros aletargados. Disfrutaban también el espiritual deleite de una canción susurrada, unas líricas líneas dulcemente declamadas, una pugna dialéctica apenas murmurada. El harén como huida y refugio de una vida que no lo era, una vida de absurdas batallas de las que debía emerger un absurdo vencedor. Como en el fútbol.

Hoy, aún, existen, aunque sean otros, los sultanes. Se disfrazan de demócratas defensores de la igualdad femenina, y confinan a la hembra en cárceles sin barrotes, disfrazando su encierro con ropas, vestidos, perfumes, cremas y afeites. Nunca más la mujer recluida en un inmundo harén. Liberación e igualdad. Ya incluso puede la mujer jugar al fútbol, esa vida falsa.

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