martes, 28 de febrero de 2012

simulacro de fiesta

Se suceden en diversos lugares de la geografía patria unos orquestados simulacros en que intervienen diversos cuerpos de seguridad. 
En uno de estos ensayos, los agentes de la autoridad, persiguen y neutralizan a un supuesto terrorista dispuesto a volar por los aires un edificio de viviendas. En otro, se hacen con el mando de la situación en un complejo fuego cruzado de disparos entre bandas rivales de narcotraficantes. Muy edificativo todo. Muy preparados los agentes del orden, oiga. Y además buenos actores. Sí, cualquiera podría decir que han elegido para los citados simulacros a los más apuestos, más altos, fuertes y machos integrantes de los cuerpos de seguridad del Estado. Y disculpen por el término "macho", porque cierto que hay también mujeres entre los agentes/actores, pero su porte y maneras adecuan perfectamente al calificativo. Y esto imagino que me obliga a pedir disculpas nuevamente. Así sea.

El caso es que las espectaculares maniobras congregan, en los alrededores, a un no poco nutrido grupo de ciudadanos que corean las acciones más espectaculares y aplauden a los agentes, que ni por esas esbozan al menos una tímida sonrisa. La violencia como edificante espectáculo, o sea.

Fue en Cusco (sí, con "s", así citan a esta gloriosa ciudad sus habitantes), el pasado año, durante las celebraciones del Corpus Christi, que pude asistir, perplejo, a diversas procesiones religiosas que pretendían glosar tan señalada fecha. El caso es que las procesiones de Cusco distaban mucho de parecerse a las que en nuestro país se desarrollan. Eran, aquellas, más romerías carnavalescas que doloridas muestras de pasión. Tanto que los cófrades de las distintas congregaciones religiosas que habían tomado el centro de la ciudad vestían colores de fiesta y portaban, amén de diversas figuras del santoral y los evangelios, instrumentos musicales a los que arrancaban sonidos cercanos a la milonga, la bachata o el vals peruano. No encontraron mis oídos símil alguno con los ténebres tañidos de la religiosidad hispana. 
Pude, al calor de esta algarabía jaranera y colorida, comprobar que numerosos extranjeros acudían con sus cámaras digitales prestas a inmortalizar tan vertiginoso desfile. Ellos, imagino, ignoran el significado último de los pasos religiosos. Pero yo, que lo conozco, no pude menos que gozar aquella marcha como una celebración de la alegría en vez de como una glosa del sufrimiento, que sería el fin último de toda procesión piadosa. Esto es, asistí entusiasmado a un simulacro de júbilo.

Recuerdo aquellas celebraciones cusqueñas e imagino que ocurriría de convertir, los cuerpos de seguridad del Estado, sus terroríficos simulacros en algo más amable, más cercano. Descubrir públicamente el truco del trilero, sorprender al carterista con una billetera de gominola, beberse lo que reste en el cartón de vino del dipsómano mendigo que incomoda a los viandantes, amarrar a un caballito del tiovivo al chiquillo que asusta a ritmo de petardos a quienes pasean la feria, y en este plan. Claro, que eso no da miedo, y resulta pueril, poco hollywoodiense, e impediría a los agentes de la autoridad hacer gala de su buen hacer y sus dotes interpretativas.
Y, lo peor, para qué engañarnos, es que dichos simulacros congregarían poco público.

¿Acaso habíais olvidado que vivimos en la sociedad del espectáculo?

domingo, 26 de febrero de 2012

ya no te ajunto

Recuerdo, cuando niño, aquellas pequeñas rencillas que surgían, cada cierto tiempo, en el seno de todo grupo de amigos. Efectivamente, antaño, los niños de un mismo barrio iban juntándose unos a otros en virtud de afinidades más o menos evidentes. Salían finalmente, los pequeños grupúsculos de chicuelos, a la calle en busca de aventuras y diversiones. La amistad, en la niñez, es un término laxo que precisa de los volubles lazos del tiempo y la confidencia para comenzar a tomar cuerpo. Por eso, en ocasiones, una simple disputa por la posesión de una pelota, el dictámen acerca del ganador en algún juego de difusa normativa o la muda batalla por hacerse con la comandancia del grupo derivaban en una mirada agreste, una mueca despectiva y una frase escupida a la cara del que, en aquel momento, suponía el enemigo inmediato: "ya no te ajunto". Era la forma infantil y errónea de poner fin a una amistad que aún ni había comenzado a existir. Pero no importaba la amistad. Lo primordial era la exhibición, ante el grupo, de capacidad suficiente para expulsar a uno de los miembros de la pandilla.

Es en la infancia, cierto, cuando comenzamos a comprender que la amistad es algo más que reunirse al calor de una hoguera o de una noche de lluvia para trazar planes y estrategias de juego. La amistad verdadera llega después, con el tiempo y la asunción de los propios errores, de las íntimas querencias, de las particulares carencias. Es entonces que elegimos con quien deseamos pasar la porción más valiosa del tiempo que nos ha sido regalado. Ahí comenzamos a sentir que la amistad es una túnica sagrada que hay que saber vestir y no debemos portar con desgana, indiferencia y desinterés más propias de quien, con la ocasión de una fiesta de carnaval, pretende ser objeto de todas las miradas.

Asistir, hoy, al jolgorio de acusaciones cruzadas y posteriores palmaditas en la espalda, estrechamientos de mano e incluso abrazos con que festejan los dirigentes y políticos de distinto signo las actuaciones de unos y otros, nos provoca la desagradable certidumbre de que hemos entregado el devenir de los tiempos a un grupo de chavales juntados por necesidad de recreo, más que por responsabilidad y libre albedrío. Una cuadrilla de niños de la que, cada día, uno u otro puede ser expulsado ante la indiferencia del resto, con un simple "ya no te ajunto".
Pero aprendimos, de niños, que esa frase no era definitoria, y que el expulsado podría reintegrarse de nuevo a la disciplina del clan si sabía reír dos o tres gracias y hacer algún trabajo sucio encargado a otro de los miembros de la camarilla.

El problema surge cuando comprendemos que todos esos políticos que ansían dirigir nuestros destinos, pretenden investirse la corona de la amistad para dialogar con el pueblo. Se dirigen a la ciudadanía con la cercanía del amigo, consiguen hacernos creer que han llegado aquí para escucharnos, comprendernos, ayudarnos y celebrar nuestras alegrías tanto como acompañarnos en nuestras desilusiones. O sea, que pretenden ser nuestros amigos. Amigos de verdad, no de barrio, no compañeros de juegos. Y cuando hemos confiado en sus palabras, cuando ya nos atreveríamos a solicitar su hombro para desprender nuestros infortunios en forma de llanto, en el momento de la desesperanza, cuando ya queremos reclamar su compañía en la noche aciaga del éxito y la algarabía... es entonces que se apartan de nosotros, endurecen la mirada, nos espetan "ya no te ajunto" y nos convierten en exiliados sociales a los que sólo resta caminar, cabizbajos, al albur de la soledad y el desasosiego. Quizás llegué el día en que osemos pagarles con la misma moneda.

La amistad, ya digo, es algo más complejo que una simple reunión de la chiquillería.

miércoles, 22 de febrero de 2012

flor de una noche

El baobab es un espectacular árbol que crece especialmente en el África Subsahariana y que se convierte, en lugares como Madagascar, con su tremendo aspecto de arbusto invertido, en símbolo paisajístico y cultural. Asemeja, sí, el baobab, un ciclópeo árbol plantado al revés, con las raíces peinando la escueta brisa del ardor africano. Como un gigante que horadase la tierra a dentelladas, airea sus ramas como bulbos a la tórrida intemperie de la mañana subtropical. Es sólo en la noche, al amparo del opaco aleteo del murciélago, cuando el baobab florece. Sólo en la noche, únicamente durante unas horas, el colosal arbusto eyacula esplendorosos ramilletes de níveas flores, disfrazando así su árida corteza de fiesta y galanteo.

No es que pretenda ahora sumergirme en los misterios de la botánica, no. Pienso en esta especie vegetal y, más que en ella, en los científicos que escalan su corteza, en la fugacidad del crepúsculo, sólo por gozar el milagro de su floración durante unos minutos. Es por ello que, aunque tildados de enajenados dichos estudiosos de la flora, los considero yo más cuerdos que al resto de la civilización.

Fue en Suwon, una pequeña ciudad de Corea del Sur, que asistí, hace tiempo, a una diminuta floración de la belleza comparable a la del baobab. Tras mucho deambular entre calles angostas en que la más absoluta modernidad copulaba violenta con la más ancestral tradición, decidí entrar, dispuesto a alimentarme, en un modesto local escondido en una enredadera de caminos sin asfaltar.

Mi aparición en el humilde restaurante alarmó a quien supuse el dueño del negocio: un venerable anciano de andar pausado que, imagino, veía a un occidental, cara a cara, por vez primera. Sin saludar apenas, alterado por mi presencia, corrió hacia la cocina, enredando la atmósfera con pequeños gritos de sorpresa. Al momento apareció una joven coreana de tez marfileña y sincera sonrisa que, en un inglés de andar por casa, me invitó a tomar asiento. Así lo hice, y dispuso la mesa como si de la de un rey se tratase. Lamentablemente, su inglés, del que tan orgullosa parecía sentirse, no alcanzó lo suficiente para explicarme la composición de las viandas. Pasamos largo rato mirándonos, sonriéndonos e intentando explicarnos el uno al otro. Demasiado tiempo si estás hambriento como yo lo estaba. Finalmente conseguí hacerle saber que me parecía bien cualquier cosa que trajese a mi mesa, que comería con gusto lo que a ella le pareciese más adecuado.
Imagino que cualquier viajero hambriento hubiese abandonado el local y corrido en busca del primer Mc Donalds. Yo tuve la fortuna de esperar, deleitarme con los platos servidos y, sobre todo, encontrar entre mis manos, creciendo como una flor maleable, la suavidad de las de la joven cuando abandoné el local, mientras escuchaba de sus esculpidos labios un "come back, please" que apetecía seguir escuchando de por vida.

Quiero decir que, en ocasiones, merece la pena esperar, esforzarse, sólo por gozar unos instantes de la belleza de un gesto, sea una sonrisa fugaz, una solícita caricia, una palabra susurrada, o una flor que nace a la luz apagada de la noche sólo para morir instantes después.

Los investigadores botánicos que se desplazan hasta Madagascar, recorriendo kilómetros de polvo, alimentándose durante días sólo de vegetales y enlatada manduca, para escalar en la noche la corteza agreste del baobab, y asistir durante un instante a su floración milagrosa, me comprenderán. Estoy seguro de que saben que la belleza es flor de un día...o de una noche.

lunes, 20 de febrero de 2012

criterio artístico

Con motivo de la clausura, ayer, de ARCO, la Feria de Arte Contemporáneo de Madrid, la televisión pública nos regala unos minutos promocionales en los que se cuela, además, el fomento de un curioso negocio y de sus ideológos. Resulta que en esta edición de la citada Feria, y dando un paso más en el filantrópico deseo de acercar el arte al común de los mortales, los organizadores han puesto al servicio del público asistente a una serie de asesores artísticos. No, no se trata de personas orientadas a desarrollar las capacidades artísticas de la concurrencia. Los indicados asesores guiarán a los inversores emergentes (así denominan a aquel que quiere hacerse con una obra de arte como inversión a futuro) por los diversos pasillos de la muestra, a efectos de conseguir que lo que adquieran responda a unos supuestos cánones de calidad y valía que les aseguren futuros réditos. Vamos, que les dicen lo que tienen que comprar, lo que es arte del bueno.
Con ese hábito televisivo que pretende la simpatía o comprensión del espectador a través de la opinión de otro ciudadano de a pie, asistimos a las dudas de una joven pareja inversora, suscitadas por una simpatiquísima y sofisticada asesora.

Comentaba yo hace no mucho, ante un nutrido grupo de amigos, mis dudas ante la libertad real de elección  que tenemos, a día de hoy, en cuanto a los productos que denomino de consumo espiritual. Esto es: literatura, música, cine...

Se basan mis dudas en la incómoda certeza de que atravesamos la vida bombardeados por un sinfín de opiniones que más parecen imposiciones. Se nos dice lo que debemos leer si queremos disfrutar del grato placer de sumergirnos en las páginas de un libro. Se nos indica lo que debemos escuchar si queremos estar al día de las nuevas y buenas tendencias melódicas. Se nos guía en la difícil elección de película (más dados los precios actuales de una sesión frente a la gran pantalla) para que no quedemos obsoletos en nuestras cinefilias. Podría continuar y ampliar hasta la extenuación, pero no lo considero necesario. Creo que es obvio que vivimos tiempos en que el propio criterio se convierte en un arduo ejercicio de autoafirmación al que pocos, creo, podemos entregarnos. A posteriori se tilda al populacho de carente de principios, valores o libre decisión. Claro, ya nos han impuesto antes las vestiduras de la normalidad.

Recuerdo cómo se formaron mis gustos literarios, por ejemplo, más al albur del propio instinto y al masivo consumo de páginas impresas que guiados por recomendaciones extirpadas de las numerosas listas de "las 100 mejores novelas del siglo XX", "los 100 libros que hay que leer antes de morir", y en ese plan. He de afirmar que no me ha ido mal. No suelo coincidir con los gustos masivos, cierto, pero continúo disfrutando enormemente de la lectura.

Imagino que la pareja que pasea los corredores abarrotados de arte contemporáneo, en compañía de la intrépida asesora artística, tendrán sus propios gustos. Quiero pensar que albergarán alguna duda frente a las sugerencias de la profesional que cobra por abrirles paso entre la borrascosa jungla del mercado del arte, que podrán, al fin, imponer al de ella su propio criterio. La bufanda fucsia firmemente anudada al cuello del hombre de dicha pareja, en una estancia que supongo bien caldeada, me indica que el tipo lleva el arte en sus venas, y que al final serán su corazón y su buen gusto los que dicten la resolución final acerca de la obra con cuya adquisición entrarán, por la puerta grande, en el mercado del coleccionismo artístico. No todo está perdido, pues.

sábado, 18 de febrero de 2012

in memoriam

Se me equivoca el grato sabor del café de la mañana con la áspera noticia de la muerte del músico Enrique Sierra. El que fuese componente de Kaka de Luxe, Klub y, especialmente, Radio Futura ha fallecido a temprana edad y, me temo, apenas será glosado ni recordado por los medios de desinformación nacionales. Al fin y al cabo, para muchos, sólo sería un tipo extremadamente delgado que gustaba de coronar su cráneo con una cresta capilar de reminiscencias contestatarias, mientras deslizaba sus dedos por el mástil de una guitarra rosa chicle.

Radio Futura (cortesía de "la red")
Para todos aquellos que apuramos la alta gradación de noches que no tenían fin, que quisimos vivir al límite del exceso aferrados a vasos de tubo, cigarros insomnes y caderas fugaces que venían a enredarnos el deseo en noches de música, carcajada y sustancias tóxicas, los acordes de la guitarra de Enrique significaron mucho. Tanto como para hacernos olvidar por un instante glorioso que el mundo no nos pertenecía y que la vida estaba en otra parte. Se retorcía la guitarra del desaparecido músico momentos antes de que la voz sudorosa y macho de Santiago Auserón nos desvelase los misterios ocultos tras la mirada granítica de la Estatua del Jardín Botánico. Radio Futura fue y es, para muchos, el amanecer de una conciencia múltiple, la identidad de la rebeldía y el buen gusto, la quintaesencia del pop patrio y, a pesar de haberse disuelto el grupo hace años, la brisa insolente de sus canciones nunca ha dejado de navegar los vientos de la ensoñación.

Ando estos días intentando hallar una pizca de sosiego tras las frenéticas jornadas en que la promoción de mi novela, Los Cuadernos del Hafa, me ha tenido inmerso. Multiplicarme en las redes sociales, esparcir la buena nueva de la publicación de mi obra, extender los pabellones auditivos presto a que acudan a ellos comentarios, recomendaciones, consejos. Todo con el ánimo insensato de obtener al menos un breve ramillete de opiniones, un volátil puñado de veredictos, una mínima explosión de reconocimientos. No puedo ni quiero competir con la fama insomne de aquellos escritores catapultados a la fama por la danza de talonarios e ingresos que imponen los mercados. Sólo pretendo que, un día, alguien a quien quizás nunca llegue a conocer se acomode en su butaca favorita y acaricie las páginas de mi novela aislándose del mundo. Sólo añoro multiplicar con mis palabras las vidas de un puñado de lectores anónimos. No más. Y, de momento, tras haber recolectado una pequeña colección de palabras amistosas y un breve murmullo de cariño, comienzo a sentirme satisfecho...regalos que nos hace la vida, en ocasiones.

Hay quienes luchan, ruidosos y grandilocuentes, en pos de una fama que les disfrace de lujo y oropel. Los hay que simplemente aspiran a colocar sus sentimientos en la carretera secundaria de la creación para mantenerse a salvo de su propia locura. Creo pertenecer a este segundo grupo (el tiempo dirá) y me satisface. Enrique Sierra lo mismo, pienso. Así es que su fallecimiento pasará desapercibido entre los llantos globales por la muerte de esa cantante negra de sonrisa de laboratorio y talento a medio hacer que, sí, quizás sólo buscaba la fama. La ha tenido. La tuvo. Descanse en paz.
Enrique, creo, buscaba algo distinto. La creación o sea. Y lo consiguió, doy fe, yo lo he sentido.

jueves, 16 de febrero de 2012

punk's not dead

Los feroces redobles de tambor de "los mercados" nos enderezan y uniforman a muchos (demasiados), prestos a hacernos avanzar, en torpe remedo de marcha militar, hacia un futuro teñido de nada y desasosiego. Asistimos perplejos a tribales danzas de cifras incomprensibles de las que lo único que podemos descifrar, quizás, sea el colérico y punzante mensaje: no hay trabajo, no hay salario, no hay futuro.
Ya lo previó la desaforada hornada punk que asoló medio mundo allá por los años 70 del pasado siglo: NO FUTURE! Claro que, quienes esto proclamaban formaban parte del batallón de reserva, el de la juventud, y se atribuyó su proclama más a la rebeldía insensata de la tierna edad que a la clarividencia prístina del que aún no ha sido dañado por el signo de los tiempos. Es así que la juventud ha sido, y es, vilipendiada y acusada de falta de experiencia. Como si la experiencia lo fuese todo y sólo pudiese llegar a nosotros con el transcurso del tiempo.
Me gusta recordar como paseaban aquellos jóvenes las calles tortuosas del extraradio y el descontento. Ante la invisibilidad a que les sometía la sociedad, oponían ellos frontal batalla visiténdose con restos de retazos de ropas desechadas, redecorando sus cuerpos gloriosos con cicatrices e imperdibles, afrontando la pretendida limpidez del ciudadano civilizado con brochazos de mugre y deterioro. Caminaban libres y acariciaban así, sin saberlo, el futuro que aseguraban jamás alcanzarían.

Pasó el tiempo. Se hizo visible el futuro para muchos de aquellos jóvenes. Otros quedaron en la insensata cuneta de la autopista del tiempo. Pero a ninguno de ellos se le perdonó que mancillaran la esperanza social con el agravio del descontento. Los supervivientes se incorporaron a los procesos de consumo que hoy día nos colocan, nuevamente, al borde del precipicio, desde donde les miramos con cariño, y esbozamos una sonrisa amarga pensando que tal vez tuviesen razón y que ni entonces, ni ahora, hubo ni hay futuro posible.

Hoy, ahora, en las mismas ciudades, en los mismos agrestes territorios, asistimos (algunos de manera más activa) al pasear indolente del que ha perdido su puesto de trabajo: pausado caminar del que no tiene rumbo fijo, indolente deambular de aquel que no tiene prisa. Al contrario que los alevines del movimiento punk, destacan en este nuevo batallón desocupado rostros mancillados ya por el paso del tiempo, expresiones esculpidas por el implacable cincel del futuro. Sí, el futuro ya está aquí. El futuro ya llegó para muchos desempleados cuya edad ya ha rebasado el ecuador de la vida, y en vez de imperdibles y ropas prestadas, salen a la calle a pasear sus mejores vestimentas e, incluso, la más esperanzada de sus sonrisas. Pasean sonrientes, bien vestidos, debidamente perfumados, y entran en los centros comerciales, en los cines, en las tiendas de ropa globalizada y uniformizante, desperdiciando los pocos recursos económicos que les restan sólo por mantenerse en la ilusión de continuidad, por mantener la esperanza en que el futuro inmediato les vestirá de nuevo de horario laboral inmenso y tedioso, y podrán reintegrarse a la corriente normalizada del consumidor orgulloso que con ferocidad y autosuficiencia devora a bocados un futuro que no existe.

Yo prefiero pasear sin dinero en el bolsillo, redescubrir la ciudad y observar los rostros que me rodean.

Pienso en los jóvenes punks y, de no ser por el pánico que el más mínimo dolor me provoca, entraría en la primera tienda de tattoos y me haría grabar en la frente un NO FUTURE en gótica tipografía, y atravesar mis labios con un imperdible oxidado, para que quedasen sellados y mis palabras no traicionasen nunca más mis pensamientos.

Afortunadamente, aunque prefiramos ignorarlo, el punk no ha muerto.

martes, 14 de febrero de 2012

la correcta libertad

En una cadena televisiva estadounidense asistimos a un violento incidente. Pretendiendo sumar, entre la audiencia, apoyos al mundo animal, presentan en antena a un dogo argentino que ha sido salvado, por un fornido bombero, de morir ahogado en las aguas congeladas de un lago, en Denver. Aguarda el público asistente al plató de televisión, y el que desde sus hogares ha sintonizado el receptor con dicha programación, las sumisas muestras de cariño del can para con sus salvadores. Es cuando la presentadora del programa, una de esas rubísimas norteamericanas de sonrisa eterna y agudo tono vocal, al acercarse al animal con tierno afán de carantoña, recibe de éste un mordisco que le secciona el labio inferior.

Es de agradecer el sentimiento amoroso que, hacia los animales, sienten muchos humanos. Más hacia los perros, esos fieles cobertores de nuestras más elementales carencias afectivas. Pero quizás olvidemos, demasiado a menudo, su bravío instinto natural. Igual hacemos, en demasiadas ocasiones, con nuestros congéneres. 

Tras revisitar anoche el reconfortante y turbador documental Un día con Panero, en que los músicos Carlos Ann y Enrique Bunbury, viven una jornada en compañía del insigne poeta, compruebo nuevamente la insolencia con que en tantas ocasiones pretendemos encerrar los naturales instintos tras la cárcel de la normalidad y la corrección "humanas". Leopoldo María Panero, devastador ventrílocuo del desgarro vital, poeta visceral que embadurna en sucios estigmas la belleza de la palabra y el sueño, reside por voluntad propia, desde hace ya muchos años, en un hospital psiquiátrico de Las Palmas de Gran Canaria. Al haber ingresado en dicho centro guiado por su libre albedrío, tiene permiso temporal para pasear la ciudad, de tanto en tanto. Y así lo hace, en compañía de los citados músicos, durante una jornada inolvidable. Pero es la frase final que pronuncia el supuesto demente, aferrados los garfios de sus dedos a la verja que le separa de "el mundo real", la que recorre incansable las circonvoluciones inexactas de mi pensamiento: "sois vosotros los que estáis en la cárcel, yo no". Eso dice el poeta, con franca y soberbia sonrisa, desde dentro del manicomio, a quienes quedan afuera, al albur de la vida que suponemos libre.

Leopoldo María Panero (cortesía de "la red")
Escucho una y otra vez la voz de Panero, y creo que, de poder hablar el perro agresor (bautizado Gladiator Maximus por su orgulloso dueño) del que antes comentábamos, quizás sus palabras se harían eco de las del poeta. ¿Amamos a los animales? ¿O simplemente nos limitamos a redecorar su vida con todo aquello que a nosotros se nos antoja imprescindible? Quiero decir que el perro podría haber muerto en las aguas heladas de ese lago estadounidense si el valiente bombero se hubiese limitado a contemplar su inmersión desesperada. Pero no. Debía poner en juego la propia vida el aguerrido salvador para poder catapultarse a la fama en el programa televisivo que ofrecería al público los pormenores de su hazaña. Y la presentadora debía demostrar a dicho público la bondad innata del animal para así glosar con mayor gloria la proeza del bombero. 
Olvidaron que el perro es libre, por mucho que pretendamos encerrarle en la voluble cárcel de nuestros pretendidos sentimientos fraternales, y que no se guía por estos sino por otros más salvajes, más certeros, menos falsos. 

Olvidamos todos, muy a menudo, que lo correcto no es siempre lo que como tal consideramos.

domingo, 12 de febrero de 2012

avería y redención

inspirado por la canción homónima de Quique González


Confeccioné tullidas pajaritas con el papel de regalo en que envolviste tu corazón

Amamanté los deformes retoños concebidos a la sombra de nuestras horrendas disputas

Corregí las profundas huellas de tus besos con la quimérica saliva de otro amor

Quise despedazar la luna que habitaba el charco en que se desangraron tus llantos
 
Inventé nuevos itinerarios en que colisionar el bólido infame de mis deseos

Pasaron minutos, meses, años, vidas.

Regresé, sin remedio, a la guarida fresca de tu abrazo, para lavarte los pies con la lluvia ácida de mi derrota.



viernes, 10 de febrero de 2012

la fe mueve montañas

A finales del próximo mes de marzo, el Papa Benedicto XVI visitará el estado de Guanajuato, en México. Una más de las paradas de ese Never Ending Tour en que el máximo mandatario católico está inmerso y que, lamentablemente, promete ser más longevo que el que diese comienzo Bob Dylan allá por finales de los '80 del pasado siglo. Supongo que los seguidores de tan magna institución no pueden ni desean evitar las acometidas insoslayables de la fe.

Bob Dylan (cortesía de "la red")
Yo tengo fe en Bob Dylan. Efectivamente, el bardo estadounidense acuñó la expresión Never Ending Tour para una gira que tuvo inicio pero no pretendía tener fin. Dylan, aparte la música y los réditos que esta le proporcionan, parece amar la carretera, la eléctrica sensación de la música en directo, pero ante todo, con el inicio de esa gira sin fin, parece querer apuntalar la voluble base de sus composiciones, y proclamar a los cuatro vientos que cada una de sus canciones admite diversas lecturas: tantas como ocasiones en que se interpreten. Quizás sea esa característica la que convierta a Dylan en un mito y la que permita que cada uno de sus recitales sea un acontecimiento, independientemente de que se repitan de manera puntual: él nunca interpreta una canción de la misma manera que en la anterior ocasión, varía los acordes, las letras incluso, hasta hacerlas irreconocibles, y eso nos agrada, nos gusta porque podríamos, de ser él inmortal, pasar el resto de nuestras vidas asistiendo a sus conciertos, con la certeza de que cada noche experimentaríamos diferentes sensaciones. Finalmente, podemos concluir, Dylan permanece pero su mensaje varía, y a mí, personalmente, se me antoja más deseable una fe basada en la contradicción, la duda y el cambio que otra aferrada con uñas y dientes a dogmas inmutables. Como humano que soy, dudo, ¿qué le vamos a hacer?

Igualmente el Papa de Roma, que, a pesar de los años transcurridos, parece ser siempre el mismo. Pero al contrario: en el caso del máximo mandatario de la Santa Sede, es el personaje el que cambia y el mensaje el que permanece inalterable. Y es eso lo que nos sorprende: la supuesta validez eterna del mensaje vaticano. Hasta tal punto que, en Guanajuato, diversas bandas de narcos han exigido el cese de las hostilidades durante la visita del santo padre. Mientras el Papa recorra tierras mexicanas, estas dejarán de germinar cactus a la sombra ensangrentada de las víctimas del crimen organizado. Habrá paz. Benedicto XVI tartamudeará, nuevamente, su mensaje de concordia, y podrá comprobar que resulta efectivo. ¿Por qué cambiarlo, entonces, cuando es sabido que el público asumirá como suyo dicho mensaje y proclamará la reconciliación y armonía entre los hombres a los cuatro vientos de la intemperie mexicana?

El viejo Dylan no se preocupó en exceso de la satisfacción de su público, más bien de la suya propia, y así creó su inconfundible estilo, basado en la fugacidad de lo distinto. Dylan comprendió que el mensaje era él, y así lo asumió. También la Santa Sede. Hace tiempo asimilaron, sus altos cargos, que el mensaje era la propia figura vetusta de un sonriente anciano pulcra y ricamente vestido que no tiene reparos en agacharse a pie de jet privado para besar el asfalto del aeropuerto en que acaba de aterrizar. Imagino que a los encargados de redactar los discursos papales, seguros del triunfo, les resulta tedioso variar el mensaje. Al fin y al cabo (damos fe) tienen asegurado el éxito: la paz reinará en Guanajuato, antes aún de escuchar la homilía.

Me pregunto por qué el Estado Vaticano, ante tamaño éxito, no se plantea clonar al Sumo Pontífice y colocar una copia en cada uno de los lugares conflictivos de la geografía mundial. No sería preciso el discurso. El mensaje sería él, y la paz dejaría de ser una quimera.  

The answer, my friend, is blowin' in the wind.


miércoles, 8 de febrero de 2012

sexo urgente

Recordamos aquella noche eterna en que nuestros labios se enredaron en besos y enfebrecidos recorridos que pretendían agotar la piel de quien nos acompañaba. Lo recordamos sí, pero la nebulosa de un sueño nos equivoca la memoria y sólo conservamos fogonazos, destellos, imágenes que eternizan en nosotros la sensación de haber vivido, aquella noche, los momentos más intensos de nuestra vida.
Recordamos con mayor claridad el camino, paso a paso agotado, hasta llegar a esa noche perfecta en que nuestros cuerpos fueron uno sólo. Las breves zancadas del galanteo, las huellas frescas del enamoramiento, quedaron por siempre impresas en nuestra sangre, y aún las hacemos viajar, de tanto en tanto, por entre los circuitos locos de nuestra melancolía.

El amor, con suavidad y ternura, lo vamos alimentando día tras día. Son esos momentos los que jamás olvidaremos. 
La pasión, el deseo encabritado, la flama insensata del sexo, dura lo que un latido, lo que un beso que se pierde entre los pliegues tiernos del cuerpo amado. El sexo como arritmia violenta del sentimiento amoroso, ya digo. Y está en nuestra naturaleza el olvidar la arritmia, la irregularidad, el éxtasis, por potente e intenso que este sea. Es el camino recorrido hasta llegar a tal momento, el que jamás arrinconaremos en la lóbrega esquina del olvido.

Quise durante muchos años cultivar el amor, el cariño, sembrar y ver florecer los brotes tiernos de la amistad y el abrazo, el florecer silencioso de la caricia y el beso. Ayer todo el cuidado que, mejor o peor, presté a muchas personas, el que ellas me regalaron a mí, brotó en un sonoro estallido de afecto que dibujó de primavera la gélida noche madrileña. 

Quiero decir que fue en la tarde de ayer cuando presenté de manera oficial mi novela, Los Cuadernos del Hafa, y que, aunque el bombardeo de sensaciones a que me ví sometido pueda pasar a formar parte algún día de mis olvidos, jamás olvidaré todo el camino recorrido hasta llegar aquí. A pesar de que me falle la memoria al intentar recuperar alguno de los mágicos momentos que ayer todos me regalásteis, jamás desterraré al olvido el cariño que, con el transcurso de los años, me habéis y os he profesado, ese amor serena y cálidamente cultivado. Anoche sólo fue la culminación tangible del amor que por todos vosotros siento, el momento de pasión, el estallido del deseo, como en el sexo ya digo. 

A la noche que culmina la senda tortuosa del deseo, sigue inevitablemente el reguero sensato y sereno del amor verdadero. Así, hoy sólo espero que al día de ayer suceda el afianzar los lazos que a todos vosotros me unen.

Es con la urgencia airada del deseo, aún enredándome el entendimiento, que os doy las gracias: gracias siempre por lo que ya me habéis ofrecido, gracias anticipadas a todo lo que aún, mutuamente, nos regalaremos.


domingo, 5 de febrero de 2012

en construcción

Mal día han elegido los vecinos de arriba para emprender unas obras de reacondicionamiento en su hogar. Malo para mí. Imagino que para ellos será óptimo. Pero justo hoy que tenía en mente dar punto final a uno de los relatos del volumen que preparo en la actualidad, los golpes, la caída de azulejos, la acerada indigestión sonora de la broca abriéndose paso a través de las diversas paredes, me impiden la concentración.
Desafortunadamente, la vida tiene sus arquitecturas propias, y nos deja fuera, a la mínima de cambio, de sus planes y estadísticas. O sea: ¿cuántas posibilidades hay de que la reforma de mis vecinos me afecte y desbarate mi concentración en día tan señalado? Las hay, pero a la vida, y especialmente a la de los vecinos, le trae sin cuidado.

La vida en comunidad tiene estos pequeños inconvenientes y de nada nos sirven el enfado y la indignación. Es en momentos de este tipo cuando soñamos con exiliarnos a un pueblito de la cordillera cantábrica, un suponer, y dedicar nuestros días al bucólico solaz en prados y veredas en que la mayor contaminación sónica provendrá, posiblemente, del mugido de una vaca, el ladrido apagado de un perro pastor o el claxon de la furgoneta del repartidor de pan. Ansiamos alejarnos del mundo e incluso llegamos a proclamar nuestro odio a la humanidad.
Ya puedo, hoy, mientras el martillo ejecuta su sinfónica disonancia de percusiones, imaginarme al borde de una acequia, con mi cuaderno de anillas y mi boli Bic, paseando la mirada por el verdor dictatorial de los prados, dando forma a frases gloriosas y párrafos imperecederos. Pero, claro, si estuviese yo en un valle perdido entre gigantes de piedra  y rebaños de nubes, ¿qué inspiración acudiría a mi mente?, ¿de qué escribiría? Por supuesto no podría hacerlo de las reformas estructurales que los vecinos ejecutan en su hogar, no, me faltaría la imagen, la inspiración, la musa. Aún así algún tema acudiría al borde tierno de mis dedos de escritor frustrado, me digo. Pero, ¿y después?, ¿con quien compartíría el placer de haber dado fin a uno mis articulillos?, ¿con la vaca que mira las vías del tren como queriendo descubrir el secreto de la vida eterna?, ¿con el perrito que juega escondite entre las patas de las ovejas?

Quiero decir que, al fin, somos todos animales sociales, y pocos están preparados para emprender la aventura del ermitaño, aunque muchos lo sueñen en ocasiones. Necesitamos alguien con quien compartir aunque sea nuestras frustraciones, nuestro ocio y tiempo libre, nuestro aburrimiento, y es por ello que en tantas ocasiones nos descubrimos trabando relación con personas desconocidas, bien sea con el ánimo de compartir unas horas de solaz, bien con el de sentirnos escuchados al menos por unos minutos.

Aparco definitivamente la redacción del relato al que deseaba hoy dar punto final y, amparado en el silencio repentino que me anuncia una tregua temporal en la casa de los vecinos, tomo unas cervezas de la nevera, salgo de casa, y me acerco hasta su puerta, por ver cómo van las obras, por saludarles y ofrecerles un receso en su dura tarea de reacondicionamiento estructural.

Tomamos las cervezas mientras me narran, con ilusión cercana al éxtasis, los planes de remodelación de su casa. Sonríen imaginando cuánta luz van a ganar una vez derribados ciertos tabiques, cuánto espacio obtendrá la chica que les ayuda con las labores domésticas con esta nueva y acrecentada cocina. Consumidas ya las cervezas, se interesan por mi nueva novela, me preguntan cómo avanza su redacción. Les explico que está aún en construcción, como su casa, como nuestras vidas, como nuestra relación que aún no traspasa el correcto umbral de la vecindad y las buenas formas.
Me despido y me agradecen la invitación, prometiéndome que la siguiente correrá de su cuenta y regresando al golpeteo incesante que conseguirá me desespere cuando, regresado a mi habitación, intente reanudar la escritura.

Voy a aprovechar para barrer mientras pienso en todo lo que me han comentado los vecinos. Quizás me salga un relato mejor que el que dejo inacabado.

jueves, 2 de febrero de 2012

cada cosa a su tiempo

Me sorprende de continuo la cantidad de actividades que, de manera equívoca, dedicamos a momentos que no son los adecuados.
Me explico:
asistes a un concierto de rock y un grupo de personas que, como tú, han abonado el importe de la entrada, se dedican a comentar y festejar en alta voz (compitiendo con la del cantante del grupo protagonista) sus últimas correrías
esperas cruzar un paso de cebra y al punto estás de ser atropellado por un conductor que acelera quizás estimulado por el estruendoso volumen de la música en el interior de su vehículo
te afanas por finalizar un importante informe para tu superior laboral y al solicitar ayuda de tu compañero le descubres navegando por la red, colgando insípidas anotaciones en su facebook, lanzando tweets al ciberespacio...
y la preferida: preparas un largo viaje y nunca olvidas colocar, entre los materiales que te acompañarán, un libro, a más grueso mejor. Sí, el viaje, en excesivas ocasiones parece ser el momento idóneo para la lectura. Y entonces... ¿para qué viajas?

El caso es que cada cosa tiene, o debería, su tiempo, y nosotros lo equivocamos mezclando y mixturando sensaciones que, así, raramente nos producirán el efecto deseado.

Viajar en Metro, acomodarse en la fragancia sudorosa de cuerpos ciudadanos, en el subterráneo, es quizás, para muchos, la coartada perfecta para la lectura. Pero el viaje en Metro es viaje al fin y al cabo y, como tal, debiéramos prestarle la misma atención que a esos que realizamos allende las fronteras patrias. ¿Deberíamos, digo? Perdón, sólo es sugerencia, y mal ejemplo soy yo mismo cuando tantos kilómetros de tinta han devorado mis pupilas al amparo de los kilómetros suburbanos. De hecho, esta misma mañana, he entrado al vagón de metro libro en ristre, dispuesto a devorar palabras que hiciesen menos doloroso el amanecer apócrifo del transporte subterráneo. Pero, afortunadamente, mi deambular visual se ha detenido, herido y enamorado, en la figura que ocupaba el asiento ubicado frente al mío. Sí, frente a mí, una joven mulata dibujaba un rosado bostezo prolégomeno del sueño. Me he sentado, he cerrado el libro dejándolo reposar en mi regazo y, seguro de no ser observado, me he deleitado en observar a la muchacha, que ya se acurrucaba, indolente, entre los brazos de Morfeo. Las estaciones se han sucedido y mi bovino mirar ha permanecido, mientras, abrevando en los labios de esa frágil ninfa de sueño y ébano, en el sombreado milagroso de su piel de incandescencia, en el dibujo niño de sus músculos durmientes. Han pasado estaciones, minutos, vidas, y yo he olvidado mi destino y el motivo de mi desplazamiento. Intuyo que ella también. Llegados a la estación postreara de la línea 1 ella continuaba dormida y yo, impertérrito, acomodado en el eco oscuro de su respiración entrecortada.

Cierto: el viaje (sea en avión, a pie, o en Metro) no es momento dedicado al sueño, ni a la lectura.

Así que, por un instante, he pensado despertar a mi oscura ondina, indicarle que estábamos en el final de la línea, en lo más profundo de este lago de piedra insomne y dolorida que es el suburbano. Pero, disculpadme, yo respeto mucho el descanso ajeno y, además, hoy no tenía ganas de leer, prefería seguir viajando.

El vagón ha iniciado su camino de regreso con nosotros dos como únicos pasajeros.