miércoles, 30 de noviembre de 2011

viaje al futuro

Pasé una tarde completa revisionando y ordenando fotografías tomadas en mi viaje a Corea del Sur, hace ya casi dos años. Ha sido uno de los más largos, en cuanto a tiempo y distancia, que he realizado, y al recordar las intensas emociones que electrificaron mis neuronas durante aquellos días, rememoro nuevamente esa contradictoria sensación de desarraigo que me invade siempre que, tras unos días de viaje recorriendo un país ajeno al propio, he de regresar a "casa". 
Con vistas a evitar una recaída en peligrosos estados melancólicos, decidí emplear unas horas de la noche disfrutando en la televisión de un concierto de Nick Cave & The Bad Seeds, grabado en los estudios londinenses de la BBC, hace algunos años, cuando el aguerrido bardo australiano ya era una institución intocable en el olimpo del rock. Cierto es que ni las melodías ni las palabras de Cave podrían considerarse las más adecuadas para calmar un acceso violento de nostalgia ilocalizada. Más bien ayudarían a potenciarla. Pero me gusta acentuar sentimientos, qué le voy a hacer. 

Nick Cave (cortesía de "la red")
Durante dos horas permanezco hipnotizado por los movimientos de Cave, por su deambular animal alrededor de los músicos, por lo sedoso de su voz de gruta, su mirar de felino acorralado, su estampa de predicador apocalíptico y, especialmente, por el movimiento espasmódicamente impecable de su corbata negra. Asevero: nadie viste un traje en escena como él lo hace, con esa elegancia de montaraz a medias domesticado.
Casi finalizado el concierto, instantes antes de que el tronar de los aplausos permita a la banda salir de nuevo al escenario tras haberse despedido con un sobrio "thank you, and good night", contemplo anonadado como un par de personas abandona el gremio enfervorecido del público para dirigirse a la salida del local. Efectivamente, se marchan antes de tiempo, y ya no podrán asistir a la celestial embestida de "The weeping song". Sí, se han perdido lo mejor del concierto. ¡Los bises! Me pregunto si será el primer concierto al que hayan asistido esos dos individuos, si no les ha gustado, si estaban cansados, aburridos...Algo de eso debe haber. En caso contrario, tras haber asistido a un recital de tal brutal calibre, sería imposible moverse un centímetro del lugar que ocupes salvo para saltar, gritar y pedir más.

Tal vez los conciertos de rock sean un modelo dañino. Quizás hayan conformado mi esquema mental en la seguridad de que toda experiencia de exacerbada intensidad no concluye allí donde en un principio se pronuncia la palabra fin, sino después, magnificada en los bises. 
Igual con los viajes, creo. Y así es que cada vez que llega la fecha señalada en el billete de avión de regreso, en ese momento en que ya he adoptado como mías costumbres ajenas, cuando me muevo con seguridad y desapego por caminos ayer desconocidos, miro hacia atrás seguro de perderme los bises, lo mejor del viaje.
Melancolía, añoranza, morriña, saudade (perdonad, tenía que hacerlo, tenía que incluir esta bella palabra)...
Nostalgia de futuro no vivido, de experiencias no apuradas, no debe ser más que eso.





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