miércoles, 30 de noviembre de 2011

viaje al futuro

Pasé una tarde completa revisionando y ordenando fotografías tomadas en mi viaje a Corea del Sur, hace ya casi dos años. Ha sido uno de los más largos, en cuanto a tiempo y distancia, que he realizado, y al recordar las intensas emociones que electrificaron mis neuronas durante aquellos días, rememoro nuevamente esa contradictoria sensación de desarraigo que me invade siempre que, tras unos días de viaje recorriendo un país ajeno al propio, he de regresar a "casa". 
Con vistas a evitar una recaída en peligrosos estados melancólicos, decidí emplear unas horas de la noche disfrutando en la televisión de un concierto de Nick Cave & The Bad Seeds, grabado en los estudios londinenses de la BBC, hace algunos años, cuando el aguerrido bardo australiano ya era una institución intocable en el olimpo del rock. Cierto es que ni las melodías ni las palabras de Cave podrían considerarse las más adecuadas para calmar un acceso violento de nostalgia ilocalizada. Más bien ayudarían a potenciarla. Pero me gusta acentuar sentimientos, qué le voy a hacer. 

Nick Cave (cortesía de "la red")
Durante dos horas permanezco hipnotizado por los movimientos de Cave, por su deambular animal alrededor de los músicos, por lo sedoso de su voz de gruta, su mirar de felino acorralado, su estampa de predicador apocalíptico y, especialmente, por el movimiento espasmódicamente impecable de su corbata negra. Asevero: nadie viste un traje en escena como él lo hace, con esa elegancia de montaraz a medias domesticado.
Casi finalizado el concierto, instantes antes de que el tronar de los aplausos permita a la banda salir de nuevo al escenario tras haberse despedido con un sobrio "thank you, and good night", contemplo anonadado como un par de personas abandona el gremio enfervorecido del público para dirigirse a la salida del local. Efectivamente, se marchan antes de tiempo, y ya no podrán asistir a la celestial embestida de "The weeping song". Sí, se han perdido lo mejor del concierto. ¡Los bises! Me pregunto si será el primer concierto al que hayan asistido esos dos individuos, si no les ha gustado, si estaban cansados, aburridos...Algo de eso debe haber. En caso contrario, tras haber asistido a un recital de tal brutal calibre, sería imposible moverse un centímetro del lugar que ocupes salvo para saltar, gritar y pedir más.

Tal vez los conciertos de rock sean un modelo dañino. Quizás hayan conformado mi esquema mental en la seguridad de que toda experiencia de exacerbada intensidad no concluye allí donde en un principio se pronuncia la palabra fin, sino después, magnificada en los bises. 
Igual con los viajes, creo. Y así es que cada vez que llega la fecha señalada en el billete de avión de regreso, en ese momento en que ya he adoptado como mías costumbres ajenas, cuando me muevo con seguridad y desapego por caminos ayer desconocidos, miro hacia atrás seguro de perderme los bises, lo mejor del viaje.
Melancolía, añoranza, morriña, saudade (perdonad, tenía que hacerlo, tenía que incluir esta bella palabra)...
Nostalgia de futuro no vivido, de experiencias no apuradas, no debe ser más que eso.





lunes, 28 de noviembre de 2011

quemar los días

Quedan, contoneándose alrededor de mis sienes, volubles volutas de humo espeso, nacarado por el efecto de la luz del mediodía que se cuela entre las rendijas de la persiana a medio bajar.

El cigarro ha sido definitivamente apagado, despedazadas sus hebras de muerte venidera contra la loza del cenicero recién inaugurado. Intento apreciar el dibujo con que la ceniza ha violado su inmaculada superficie, pero el humo parece sufrir un denso rigor mortis alrededor de mis pupilas.

Al igual que ante el cenicero en este momento, me siento ante la vida demasiado a menudo. Lo que vivo, lo que sueño, lo que anhelo, lo que tengo, se distribuye ante mí, en circular y diáfana disposición. Puedo apreciar los mínimos incendios domésticos, los volátiles fuegos de artificio de las ilusiones, la hoguera breve de los días no consumidos, las inevitables brasas del futuro que no termina de llegar, el cálido reguero de llamas del destino, la sucia fogata de las obligaciones, la incandescencia violenta del deseo... 
Pero fumo demasiado, no acierto a ver los recorridos de la ceniza, los caminos a tomar, los tropiezos que evitar. 

Fumo en exceso, ya digo, y una nube de humo moribundo se empeña en equivocarme las decisiones.


domingo, 27 de noviembre de 2011

ofrendas del Trópico




Levante bruñía tu piel mojada,
promesa jeroglifica en tu vientre

Pugna de seda y aridez, tornaba
el agosto en sonámbulos orientes

sábado, 26 de noviembre de 2011

ir de farol

Acostumbran a ocupar un espacio de mi memoria, en ciertas ocasiones, las partidas de póker de la adolescencia: cuatro chavales jugando cartas al calor de una lámpara baja, más por conseguir ese efecto (tan de celuloide negro) del humo de tabaco cercenando rostros que se escrutan en silencio, que por ocupar el momento en un sencillo pasatiempo. En cada una de esas reuniones, invariablemente, se escuchaba de labios de alguno de ellos esa frase que pretendía sembrar dudas o aclararlas ante el resto del grupo: "¡va de farol!"
Al escuchar la citada frase se alumbraba, en el entendimiento de los jugadores, la posibilidad de que una apuesta fuese demasiado arriesgada como para tener asegurada el éxito. La probabilidad del engaño reptaba entre las piernas de los jóvenes, enroscándose sigilosamente en sus nervios y haciéndoles descubrir, sin tomar verdadera conciencia de la gravedad del asunto, que la mentira campa a sus anchas hasta en las más inofensivas de las relaciones humanas.

Hace apenas unos meses regresé de Perú. Allí dediqué tiempo y esfuerzo colaborando con una pequeña ONG, proporcionando a niños en riesgo de exclusión social clases de apoyo para evitar que abandonasen la escuela, confiando en que el futuro pudiese vestirles de fiesta y no de harapos, como la situación precaria en que se desenvuelven sus vidas parece prometer.
El grupo de voluntarios del que formé parte se nutría principalmente de jóvenes europeos animados por un encomiable espíritu solidario, no lo niego. Pero en alguno de estos humanitarios muchachos advertí una excesiva avidez por acumular experiencias de todo tipo, aunque especialmente de ésas que colaboran activamente en lo que nuestros padres llamaban "labrarse un futuro". El futuro al que hacían referencia debía ser cómodo, estable, lo suficientemente generoso como para permitir que pongas los pies encima de la mesa del anfitrión. Considero oportuno sincerarme: creo que la ayuda humanitaria, la colaboración social, la solidaridad, suponen hoy un inmenso campo dispuesto a ser hollado por los labradores del neoliberalismo económico, con vistas a obtener, en el menor tiempo posible, opulentas cosechas. 
No se me malinterprete. No denigro la dura labor de tantas personas de buena voluntad que ponen su esfuerzo al servicio de aquellos a quienes consideran sus iguales, con la pretensión sola de que éstos puedan tener al alcance de sus manos los mismos beneficios que ellos gozan. Es sólo que, hoy que el muy corpóreo fantasma del desempleo y la muy real amenaza de la precariedad juguetean con mi vida como lo haría un niño con un mecano, he vuelto a prestar algo de atención a las noticias, y escuchar de nuevo frases que en boca de los dirigentes mundiales del despropósito, suenan huecas y lacerantes.

Cuando uno de los voluntarios aseguró en alta voz aquello de "lo principal son los niños", mientras remitía a su Universidad el documento de la ONG que certificaba su estancia en Perú, y rubricaba un currículum que le permitiría, en adelante, ubicarse en un solvente puesto de trabajo, pensé lo mismo que hoy al escuchar de labios de un laureado dirigente político esa elogiosa frase: "lo principal son los desempleados".

Difícil olvidar el rostro de los niños de Perú, especialmente la sombra que, tras su sonrisa de juguete, se deslizaba en el momento en que los voluntarios marchábamos para regresar a nuestra vida de comodidad y certezas.

Aquel niño que quedaba solo en la oscuridad de la escuela desocupada. Este desempleado que permanece solo ante la incertidumbre de un futuro lóbrego y cruel. Las cartas sobre la mesa.

Hoy quiero decir lo que pienso: ¡van de farol!

jueves, 24 de noviembre de 2011

todo incluido

Escuchar a Jonathan Wilson es como hacer un viaje al pasado reciente (60's) con todos los gastos pagados, una de esas excursiones de poco riesgo a algún lugar sintéticamente paradisíaco en que el hecho de portar una pulserita de color chillón te permite el acceso gratuito a un sinfín de consumiciones, productos y emociones. Y conste que nunca he realizado uno de esos viajes, creo que necesitaría drogas. Pero quiero imaginar que puede haber, efectivamente, auténticos deleites con que agasajar los sentidos en cualquiera de esos resorts que las agencias de viajes nos venden como el cúlmen de toda una vida de lujo y excesos.

Jonathan Wilson (cortesía de "la red")
Con Wilson susurrando sombrías nostalgias a través  de los altavoces, enredando su voz de sueño ácido con el rasgueo melancólico de una guitarra que suena como lo hace la madera recién cortada, alcanzarás a sentirte en ese paraíso musical que supuso la década comentada. Efectivamente: puedes soñar que portas en tu muñeca la pulserita de "todo incluido" y tomar un daiquiri junto a Carole King, pasear las calles de Ontario acompañado de los miembros de Buffalo Springfield, compartir el desequilibrio mental del Syd Barret de A saucerful of Secrets embriagándote de sus delirios cósmicos...y podrás hacer todo esto como si de un paseo por un parque de atracciones de rancias reminiscencias se tratase, o bien, si haces acopio de introspección y espíritu aventurero, llegues a convertir el viaje en una experiencia sensorial de la que te costará trabajo salir (si es que sigues deseándolo cuando la noria del vinilo haya dejado de dar vueltas).

Aún a riesgo de repetirme, expreso mi convencimiento de que hasta en unas vacaciones de resort caribeño hay, dispuestas a ser gozadas, experiencias más allá del garrafón de la pulsera de color imposible. Libar, quizás, densa leche fresca del más alejado de los cocoteros que parecen haberse dibujado en el fondo del decorado que supone la playa de acceso exclusivo para clientes, ése que adormece los murmullos de la brisa marina al compás de su respiración de arbusto grandullón y torpe, allí, a lo lejos, en ese punto en que la vigilancia del hotel, supuestamente de lujo, deja de escrutar sus dominios por hallarse ya éstos en desvanecida linde territorial con el pueblo de pescadores más cercano. Tú decides, eres libre: puedes quedarte en la apreciación superficial de Gentle Spirit (el disco de Wilson del que tan difícil me resulta salir últimamente) y considerarlo un apócrifo crisol de sonoridades añejas, o bien zambullirte en el paraíso de emociones inéditas que se esconde entre los surcos del vinilo.

Tuya es la elección pero...yo me quitaría la pulsera.



martes, 22 de noviembre de 2011

el paraíso en cualquier rincón

Las noticias de hoy (al menos lo que ya ocupa casi en su totalidad el tiempo dedicado por los "medios" a "informarnos" sobre la actualidad) destacaban, con gran despliegue de datos y sondeos a pie de calle, el hecho de que el "museo" de un determinado club de fútbol superaba ya en visitantes a las grandes pinacotecas de la capital. Uno de los enfervorizados visitantes entrevistados aseguraba encontrarse en el paraíso.

Creo que fue Jorge Luis Borges quien aseguró "siempre imaginé que el Paraíso sería algún tipo de biblioteca".
Esta mañana he peregrinado hasta la biblioteca municipal más cercana, a efectos de depositar de nuevo entre sus estantes esa ópera magna de Lobo Antunes, Esplendor de Portugal, y a conseguir hacerme con, al menos, un par de libros de relatos brotados de la pluma de algunos de los hoy considerados como jóvenes promesas de la literatura en español. Latinoamericanos (para más señas) de mi misma edad (esto lo indico sólo por vangloriarme de que quizás aún pueda seguir considerándome joven).

Deambular por los pasillos inmerso en el silencio apolillado por el moribundo halo de luz exterior que la arquitectura pretendidamente vanguardista de la sala permite irrumpir en la misma. Tropezar con nombres y apellidos idolatrados. Dar de bruces con pelotones de letras que forman escuadrones de promesas, indicios de un esplendoroso descubrimiento que pueda llevarme a la inmersión total en nuevas vías de comunicación. Topar con títulos, sinopsis, reseñas promisorias de inéditos conocimientos. La biblioteca como manjar de curiosidades. Vagabundeo del tiempo y la prisa. Irremisible pérdida de tiempo. Y sufrimiento al descubrir que cargas con volúmenes que no eran los que inicialmente deseabas tomar prestados. 
Regreso, a casa, portando en mi bolso un volumen de cuentos de Leopoldo María Panero, y una edición comentada de Tiempo de Silencio (sí, lo lamento, a pesar de conocer y amar hasta el delirio ambas obras no tengo en propiedad ninguna copia: el tiempo hace perezosos mis impulsos de posesión, ya me basta con leer, acumular en mi memoria maltrecha las palabras y no en mi hogar las páginas en que descansan éstas). Quiero decir que el paraíso (la biblioteca imaginada por Borges) es, inevitablemente, pérdida: todos los paraísos implican una ausencia de inocencia que los convierte en sufrimiento más que en goce, igual los que proclaman las grandes religiones: te impelen a perder la vida para poder gozar sus delicias...
 
Ya en casa enciendo la televisión (pequeña porción de masoquismo que me permito de tanto en tanto), y tomo cumplida cuenta del rostro embelesado, a la par que desorientado, de ese forofo que, dentro del museo del club de sus amores, duda entre adquirir todo producto de merchandising, por pueril o ridículo que pueda resultar, o destrozar las vitrinas en cuyo interior se exhiben los trofeos y robar alguno de éstos, dándose después a la fuga. El paraíso, ya digo.


lunes, 21 de noviembre de 2011

ahora que no quedan muros

Escribió Santos Diescépolo, allá por 1934, el inolvidable tango Cambalache que, ajeno a la imaginería clásica y macho del arrabal, nos ofrecía todo un catálogo de desviaciones y perversiones de eso que llamamos humanidad.
El bardo porteño utilizaba, en la canción, la expresión "Siglo XX". Pues bien, ya estamos en el XXI ... poco o nada ha cambiado. A Diescépolo bien podrían nombrarle sucesor de Nostradamus, tan límpida y serena fue su clarividencia.

Permitidme copiar unos extractos de Cambalache:

"Que el mundo fue y será una porquería ya lo sé...


Pero que el siglo veinte            ¡Siglo veinte, cambalache 
es un despliegue                       problemático febril!...
de maldá insolente,                  El que no llora no mama
ya no hay quien lo niegue.        y el que no afana es un gil                                                                                                                  
Es lo mismo el que labura, noche y día como un buey, que el que vive de los otros, que el que mata, que el que cura o está fuera de la ley..."

Esto me lleva a pensar, aparte lo profético de la letra, en el supuesto y últimamente tan cacareado deber del artista de comprometerse con los problemas sociales del momento que le toca vivir. Cierto es: nadie obliga a quien, en virtud de su arte, sea cual sea éste, se gana las habichuelas, a posicionarse de manera crítica y vanguardista respecto a los vaivenes históricos. Hubo otros, antes, que tampoco lo hicieron. Y los hubo que sí. No es mejor ni peor el producto de su sensibilidad, pero me permito pensar que fue distinta su validez para los consumidores del mismo (y fijáos: he dicho consumidores)

reminiscencias de "El Muro" (Berlín)
Otro cantautor laureado, utilizó la letra del argentino para componer su propio Cambalache. Luis Eduardo Aute, tuvo, ya digo, la sensibilidad suficiente para recoger el testigo de Diescépolo. No sólo eso: insatisfecho con el mensaje actualizado del porteño, se atrevió a cantar también, en tiempos convulsos y no tan lejanos, aquello de "ahora que no quedan muros ya no somos tan iguales, tanto compras tanto vales". Identidad pues, igualdad ... ¿de qué tipo?

He despertado hoy con la sensación de ser un poco más parecido al vecino del quinto...y al del cuarto, y al del tercero del portal C del edificio que se haya cinco manzanas a la derecha del mío, y al del semisótano del número cinco de la avenida principal de esa ciudad de provincias que se encontraría en las antípodas de la mía si pudiésemos convertir el mapa de esta península en una esfera...


domingo, 20 de noviembre de 2011

hoy como ayer

Vagabundear las callejuelas de la medina de Tánger y poder disociar en tu cerebro el aroma del hachís de esos otros, adheridos a la cal de las paredes, de cuero, menta, excrementos, pescado en descomposición, cilantro y agua de rosas. 
Es fácil, si es hachís lo que buscas, llegarte al Hafa guiado únicamente por el olfato.
Podríamos imaginar el café envuelto en una bruma de humo denso y fragante, separado, desgajado de la realidad circundante. Otra realidad, ya digo, un lugar aparte del mundo pero instalado en el corazón malherido de lo más mundano de este mundo.

No soy el único que entró en el Hafa buscando deliberadamente apartarse de la sociedad, no, ya lo dije. Incontables remesas de literatos, músicos y artistas de los más diversas disciplinas, han recalado ya, a lo largo de los años en alguna de estas maltratadas sillas que me rodean, aquí, entre incomprensibles murmullos y aguerridos silencios. Conocedor de este hecho, franqueé la frontera de un nuevo cosmos en que habitaban, entre otros, William S. Burroughs y Brian Jones, a partes iguales idolatrados y odiados, famosos, míticos drogotas, y les permití que entraran en la enredadera de sensaciones y sentimientos con que, poco a poco, deliberadamente, fui bosquejando Los Cuadernos del Hafa.

Habrá quien se pregunte de dónde procede la admiración hacia personajes tan insultantemente antisociales e intoxicados. Más aún, alguno llegará a preguntarse si no es el propio autor de estas líneas un irremediable drogadicto e incluso se atreva a aventurar que la obra toda la escribí bajo los efectos enervantes del cannabis. Ni niego, ni desmiento, ni pretendo defenderme de acusación alguna...¡qué pereza!
Por contra, con quijotesca pretensión de deshacer entuertos,  me gustaría esbozar un par de apuntes tendentes a desterrar, por siempre, de la mente de los bienpensantes, la preconcebida idea de que sólo el siglo pasado y sus excesos llevaron a convertir en ídolos a los que se hubiese debido considerar no más que inadaptados.


viernes, 18 de noviembre de 2011

añoranza de saliva

Es, ahora que la flama opaca de la noche me sopla el soplo que aún no siento, que mi corazón se asoma, dolido, al borde marchito del vetusto espejo. 

Ahora que me desea tragar el ogro nocturno de la medianoche, cuando comprendo y asumo y agradezco y añoro la dentellada tibia de tu recuerdo, pestilente como una raspa de moribundo pescado a la espera de la página, arrancada del noticiario, que la envuelva y la postre a los pies de la cama del asesino que hoy me siento.



jueves, 17 de noviembre de 2011

cielos plomizos

Hoy ha amanecido uno de esos días en que una plomiza procesión de nubes opone la fragosidad silenciosa de su silueta a la pretensión de luz de un sol somnoliento. 
Días como este son días de voltear en la cama y refugiarse bajo la nocturna fragancia del edredón, a la espera de mejor momento para abandonar definitivamente el abrazo sonámbulo de una noche que aún perfuma la habitación con jirones de sudor y brochazos de mal aliento. No hablo de volver a dormirse, sólo de permanecer en la cama.
Asusta abandonar el lecho en días como el de hoy. Seguro que al pretender encender el primer cigarro de la mañana, antes de ir a la cocina a recalentar el café de ayer, descubres que el único mechero que hay en casa ha sucumbido definitivamente. Un drama, o sea.
Si te sobrepones y consigues salir a la calle, es de suponer que tu camino hacia donde sea que conduzcan tus pasos hará que los cruces con los mismos rostros hastiados de cada día, que prendan fuego en tu pabellón auditivo las mismas frases hechas, idénticos saludos, nada nuevo, lo mismo de siempre. Esto adquiere ya visos de tragedia griega, la señora de la limpieza, el quiosquero y la joven panadera haciendo de coro a tu paso, hola, buenos días majete, buenos díaaaaaas, y en este plan.
Pero si te niegas y permaneces en la cama, náufrago de tus obligaciones, amarrado tu postrero esfuerzo al embozo de la sábana, podrás abandonarte al balanceo submarino de tus desvaríos y, lentamente, ir tejiendo redes en las que más tarde puedas retorcerte cual escualo estupefacto. Debieran ser estas las únicas tramas en que permitiéramos enredarnos: las fláccidas mallas del desvarío, endebles almadrabas del pensamiento.

A pesar de todo, y aún no teniendo obligación ninguna, hoy he salido de la cama y me he prometido escribir algo alegre. 

Llegada la tarde, asumida la derrota, he tomado asiento frente al ordenador con la única intención de garabatear estas frases, que si bien no consiguen ser festivas, tampoco considero en ninguna medida tristes o derrotadas, quizá sólo sea que se han maquillado con el mismo colorete con que lo hicieron esta mañana las nubes.


miércoles, 16 de noviembre de 2011

plegaria del día de Acción de Gracias


William S. Burroughs (cortesía de "la red")
"Gracias por el pavo salvaje y las palomas pasajeras, destinadas a convertirse en mierda en las sanas tripas americanas. Gracias por un continente para saquear y envenenar. Gracias por los indios, que proporcionaron un módico peligro y desafío. Gracias por las vastas manadas de bisontes para matar y desollar y dejar pudrir. Gracias por las recompensas por lobos y coyotes. Gracias por un sueño americano para poder vulgarizar y falsificar hasta que la mentira desnuda brille al trasluz. Gracias por el Ku-Klux-Klan, y los sheriffs que hacen una muesca en sus armas por cada negro muerto. Por las decentes y devotas señoras, con sus rostros mezquinos, tensos, amargos, malvados. Gracias por los stickers ‘Mate un maricón en nombre de Cristo’. Gracias por el sida de laboratorio. Gracias por la Ley Seca y la guerra contra las drogas. Gracias por un país donde a nadie lo dejan vivir su propia vida. Gracias por una nación de buchones. Sí, gracias por todos los recuerdos. ¡Está bien, presenten armas! Siempre fueron un dolor de cabeza, y aburridos, además. Gracias por la última y mayor traición del último y más grande de los sueños humanos"

William S. Burroughs

Poco que decir tras leer estas palabras. Poco que argumentar, explicar o añadir. 

Burroughs, sí, habita en mí, y es en parte debido a estas apocalípticas, proféticas, molestas, descarnadas, obvias frases que anteceden. Tras la lectura de la Plegaria del día de Acción de Gracias, Burroughs decidió entrar de lleno en mi Hafa y por tanto en la obra que, desde allí, escribí. Como dijera algún egregio emperador: vino, vió, venció. 
Sí, venció, lo aseguro, leed Los Cuadernos del Hafa si no me creéis.

martes, 15 de noviembre de 2011

comencemos a trazar mitologías


Es posible que haya llegado el momento de hablar del verdadero Café Hafa. 

El susodicho café se encuentra ubicado en una de las colinas de Tánger, en el barrio del Marshan y, lo aseguro, no será cuestión sencilla encontrarlo sin brújula o amable marroquí que acepté acompañarte (despreocupáos: encontraréis decenas que, más que aceptar sugerirán, con mayor o menor vehemencia, acompañarte a cambio de unos dirhams…devenir de los tiempos: países en vías de desarrollo en el punto de mira del turismo de masas y los menos afortunados de entre sus habitantes rebuscando en los bolsillos del visitante sus opciones de futuro)



Diré que el establecimiento se fundó en 1921, aunque lo comprobaréis en el cartel de la entrada. Diré también que este lugar fue, durante muchos años, no más que un sobrio y lúgubre cafetín en que los tangerinos gustaban de sentarse a examinar el vaivén calmo de las aguas del Estrecho de Gibraltar (en el horizonte: la costa gaditana), aderezando el festín contemplativo (el cielo, la mar, los barcos de pescadores, las gaviotas, el horizonte, la costa lejana) con el humo del hachís y el almíbar amargo del té a la menta.


lunes, 14 de noviembre de 2011

¿hay alguien ahí?

Retórica,  ridícula cuestión.
¿Quién habría de atesorar suficiente decisión, gana o desvarío para apoltronarse a la sombra fragante y sucia de este recién inaugurado blog?
Ya respondo yo, no desesperéis: ¡nadie! Y si alguien lo hace será por inconsciencia o simple casualidad fruto del abotargado deambular por "la red" en que todos, en mayor o menor medida, andamos hoy en día inmersos.
Ahora bien: habiendo ya recalado en este atracadero de pesadilla y esperanza que es el Hafa, mi Hafa, déjate llevar por los cantos de sirena que desgarran la noche ahí fuera, a mis pies, entre las olas.

El Café Hafa es un pequeño establecimiento 
situado en una de las colinas desde las que, 
en Tánger (Marruecos), 
podemos divisar esa lengua de mar en que se mezclan 
las aguas del océano Atlántico con las del mar Mediterráneo. 
Esa marea inconstante separa Europa de África y, 
para algunos, muchos de los que en este Café recalan, 
supone la frontera entre sueño y vigilia, ficción y realidad.

Hablaré del Café, más adelante.

Ahora quiero hablar de mi Hafa que, más que un lugar geográficamente definido, es un estado mental, una turbulencia de los sentidos, un temblor de la memoria.