martes, 26 de diciembre de 2017

volver al campo



Ya ha llovido desde que alguien decidió que la migración a las ciudades debería proveer todo lo necesario para la cómoda subsistencia. Pueblos, aldeas, pequeñas villas desconectadas de los relojes, comenzaron a ver cómo sus casas quedaban huérfanas de habitantes, y en sus paredes de piedra y antaño las ventanas bostezaban de sueño o de infarto. ¡Todos a la ciudad!, ¡a conquistar el éxito, la moneda, la apariencia y el flamante automóvil! Ha llovido desde entonces, ya digo (aunque ahora llueve poco... ¿no tendrán algo que ver, justamente, los automóviles?).

El caso es que, pasado un tiempo, la ciudad comenzó a revelar su verdadera faz de prisa por llegar pronto a nada, su indumentaria de polución y claxon, su pasear de sueldo vencido en la batalla del fin de mes. Mientras, más de una aldea, ante el temor a perder la última voz autóctona en el siguiente autobús de línea, ofrecía alojamiento gratuito a quien se instalase en sus dominios. No fueron pocos los que decidieron revertir el movimiento migratorio abandonando la ciudad, para aceptar dichas ofertas rurales. 

Confieso que, a pesar de urbanita irredento, me sentí tentado por la posibilidad de trocar el democrático griterío del comercio metropolitano por el trinar anarquista del pájaro agrario: irme al campo, o sea. Por contra, como para contrariar mi cobardía y desorientarla con un juego de maletas como manos de croupier subnormal, me marché a Bolivia. A mi regreso, años después, las migraciones habían alcanzado una nueva fase: pueblos que antaño adolecían de ciudadanía, comenzaban a rozar la sobrepoblación. Miles de ciudadanos hastiados de la vida en la gran metrópoli, habían invadido los campos en busca de una vida más llevadera. Pareciera que hubiese comprendido, la sociedad, que ningún movimiento migratorio más inteligente que el de esas aves que sólo buscan el sol que más calienta.

Pero, paseando Madrid, me sorprendían estanterías vintage sobre las que reposaba aquello que, antaño, fuese llamado “productos de la tierra”: vegetales con aroma a bosta, orines y zarzas, libres de pesticidas, embriones extirpados del interior de animales que campan a sus anchas sin verse sometidos a tortura ni engorde artificial, semillas acariciadas por la caricia de la mano labriega, traídos de tierras lejanas, en no pocas ocasiones, para mejora de nuestra salud y revitalización de nuestro necesario contacto con la madre tierra... sí, de esta manera el respetuoso consumidor sentía como propia esa Pacha Mama que, en Bolivia, por ejemplo, proveía quinoa hasta que nosotros decidimos comenzar a consumirla. Bueno, el altiplano sigue proveyendo. Pero ya sólo nosotros la consumimos. Los mercados mandan, y lo que el “primer mundo” reclama deja de ser asequible para el “tercero” que lo produce. Pero me enredo, y sólo quería decir que Madrid, sin perder el surtido de ofertas de buen vivir que ofrecen sus escaparates, había maquillado su urbanismo con el arrebol verde de los productos producidos (valga la redundancia) por aquellos que habían decidido volver al campo… también por aquellos que nunca lo habían abandonado.

¿Para qué marchar al campo si podemos traer el campo a la ciudad? Todo lo que la campiña ofrece puede ser adquirido en la gran urbe, algo deslucido por los brillos de la tecnología y los fulgores de la ropa made in menor de edad explotado, sí, pero con sus saludables propiedades intactas. Tal vez alguno piense que en el campo hay animales, que eso falta en la ciudad, y no le resulten suficientes zoológicos y sucedáneos. Por eso, la alcaldía de Madrid, ha dado un nuevo paso hacia la realidad rural, y las calles de Preciados y El Carmen, dos de las arterias por donde más y mejor fluyen las huestes del consumo, debido a estas fechas en que se celebra a un niño que nació en un pesebre rodeado de mula y buey (muy rural todo ello), han tornado de único sentido para quien en ellas se interne: hacia el Norte Preciados, hacia el Sur El Carmen (o viceversa, que no me enteré muy bien de la noticia y no me apetece comprobarlo). Más de uno puso el grito en el cielo, calificando la norma de dictatorial y cosas por el estilo. Pero las autoridades nos hicieron comprender que todo se hacía por el bien ciudadano, para mejorar nuestra experiencia de peatón feliz. Con esta norma se evitarían embotellamientos humanos con sus diversas y problemáticas consecuencias: latrocinios mínimos, violencias machistas, escarceos terroristas, etc. Hoy, ya inmersos en la vorágine navideña, pocos critican la norma, y los ciudadanos caminan ambas calles en el sentido indicado como rebaño bien adiestrado, crepitando billetes y tarjetas de créditos en bucólica melodía, cual sinfonía de cencerros. 

Vivimos tiempos de aburrimiento, y no pocos son los que buscan vivir experiencias extremas, por sentirse más vivos. El Ayuntamiento de Madrid lo ha comprendido y, para evitar la fuga de ciudadanos al campo, ha regalado a los mismos, con esta norma, una nueva experiencia campestre, más extrema que cualquiera de las que en el campo puedan desarrollarse: no ser pastor, no, que para eso sólo hay que luchar por un puesto directivo en la empresa; mejor que eso: ser rebaño. Ya tenemos tiendas ecológicas y vías peatonales, carriles bici y separación orgánica de los excedentes del consumo… sólo faltaba el bucolismo que proporciona, siempre, la cercanía de un rebaño bien dirigido. Además, de paso, revitalizamos el tejido comercial reduciendo las cifras gubernamentales del desempleo y permitiendo a los que, por estas fechas, salen de sus listas, subsistir un mes más con el salario de este único mes en que trabajarán a destajo.

No sé a ustedes, pero a mí me satisface plenamente esta nueva norma. Por lo pronto, he desechado definitivamente esa posibilidad de regresar al campo. Para qué, si cuando lo desee puedo ir de compras al centro urbano. Ya sólo me falta el dinero.

¡Felices fiestas! ¡Felices compras! ¡Feliz regreso al campo!

miércoles, 15 de noviembre de 2017

a su servicio

Un envoltorio de luna y dactilografía ebria para el caramelo agrio de mi alma. Una ventisca mentirosa que se cuela por la ventana proporcionando ilusión de máxima filosófica a los malos humos de mi tabaco y a la densidad de hollín de mi alma. La noche y las teclas. Las teclas que presiona la noche, cuando los fantasmas juegan escondite de niño travieso. La noche y mi batalla contra la botella y la página en blanco, que ni es página, ni es blanca, como no son blancas las octavas entre las que se mueven mis dedos cuando pretendo despertar sinfonías al piano sinuoso de tu piel, estropeando sólo el barniz musical de tu vientre y la placidez de tu sueño. Me he dejado los dedos y los ojos, cual restos de un festín caníbal, frente a una pantalla que sólo refleja mi propia soledad. He escrito demasiado. Y me pregunto: ¿para qué?, ¿quién será el destinatario de esta servidumbre nocturna y deshabitada a que me someto? Servidumbre...

El día me sorprenderá con la poca sorpresiva mueca de esas otras servidumbres a las que me pliego para poder alimentar a mi hijo, cada día. Y al salir del trabajo paseo las calles de una ciudad en ruinas. Asfixio mis ansias de fumar -esa ansiedad casi sexual- calzándome en la cabeza el plástico de la polución -esa fantasía casi sexual-. Persigo piernas como tijeras que recortan las esquinas, las baldosas y el botín de los mendigos. Piernas jóvenes, tal vez demasiado, lo siento, mi genética animal no entiende de correcciones políticas ni consignas de muro de facebook, me pierden esas piernas Lolita que juegan a la vida pisoteando las de miles de Humbert Humbert tan despreciables como yo mismo. Piernas que me conducen hasta las puertas de uno de esos mercados que no lo son... ya saben: carrefoures, mercadonas, ahorramases, lideles, hipercores y etcéteras. Una vez dentro, tus piernas nínfula driblan como las de un héroe balompédico, y te pierdo por los pasillos. Te pierdo, pero, afortunadamente, recupero la cordura: necesito cayena para el guiso de esta noche.

Paseo corredores de luminotecnia y oferta, a la busca del rincón donde habitan las especias. Hubiese preferido perder el tiempo en busca de esas piernas impúberes que, de seguro, habrán derrochado vértigo para dar con una botella de ginebra exótica, un suponer. Habría mostrado con mayor generosidad mi servilismo. Mejor servir a unas piernas que al dictado loco de la melopea, frente al teclado, en la noche. Pero me pierdo, ya digo, buscando el rincón donde habitan las especias, como si fuese a descubrir esas Indias que alguien quiso alcanzar surcando el globo terráqueo.

Por el camino he sorprendido, en un estante, la sorpresa inútil de los periódicos. Ya nadie los compra, eso lo sabemos, pero quedan bien en estos establecimientos, ayudan a disimular que no sabes moverte en su interior: tomas uno entre las manos, hojeas sus páginas como si vivieses en el pasado y aún soñases con encontrar un empleo bien remunerado entre sus páginas sepia. Pero la hojarasca del periódico que sostengo remueve un titular que asevera: la economía española recupera, gracias al sector servicios, el empleo y PIB perdidos durante la crisis. ¡Pues mira tú qué bien!

Abandono, en su repisa, el periódico. Camino pasillos que ya perdieron tus piernas. Pero encuentro la cayena, y me dirijo hacia la zona donde se ubican las cajas, obediente, servil, dispuesto a pagar. Sí, pasar por caja, en uno de estos establecimientos, sin siquiera haber intentado un mínimo latrocinio, refuerza mi condición servil. En la zona donde se ubican las cajas, tipos modernos y, al contrario que yo, nada serviles, muestran su autosuficiencia sirviéndose ellos mismos la factura de la compra, en máquinas de autopago, con mucha alharaca de bolsillos y tarjetas, con excesivo alarde de sabiduría cibernética. Pasan por caja, como yo. Pero en la suya no hay cajera alguna, y yo me pregunto por la recuperación del sector servicios.

Llego tarde, demasiado, a casa. Por el camino, hablo telefónicamente con un amigo, y le explico que quiero preparar un curry esta noche, y que me faltaba la cayena. Es uno de esos amigos poco dado al servilismo, y me explica que me hago líos, que él va a pedir comida a un nuevo restaurante vegano maravilloso, y que a una aplicación de tu smartphone te permite hacer el pedido, y te lo llevan a casa. De esta forma se ahorra el mal trago de ofender con sus inquietudes a la servidumbre, ya saben: el camarero, el friega platos, el sumiller, el personal de limpieza del restaurante. Servido en casa, y uno mismo haciendo las labores de tanto sometido, sin obligarles a laburar servilmente en sus serviles labores. Yo, nuevamente, me pregunto por la recuperación del sector servicios.

Me pregunto qué magia existe en ese crecimiento del empleo vía el sector servicios, y si no seremos nosotros lo que estamos empleados, a coste cero, con máxima ganancia para el empresario. Me pregunto si esto, en el fondo, no supondrá destrucción de empleo. Lo sé, suena a demagogia, y mi amigo me lo certifica explicándome que cuando inauguran una caja de autopago debe haber un empleado que te indique cómo hacer tu compra. No sé, llámenme antiguo, prefiero lo de antes. Llámenme antiguo, aún busco las páginas sepia en los periódicos. Antaño, cuando comía fuera de casa, agradecía hacerlo, justamente, por el servicio. Los platos, salvo que sean deconstrucciones de tortilla de patata que no me atrevo a elaborar por miedo a los químicos y el instrumental quirúrgico, me los puedo preparar yo a menos coste, en mi cocina. Pero, en tal caso, yo sería el camarero y, de vez en cuando, más cuando pasas la vida entre fogones y bayetas, mola que sea otro quien te sirva, y pagarle, gustoso, por su trabajo, por su servilismo infame. Ya ven, uno, al fin, tras una vida entera denunciando la explotación, va a resultar explotador potentado.

El curry no me ha salido mal. Cenamos con el ruido de fondo de tertulianos que defienden o denigran la tan cacareada recuperación económica patria. Sí, esa que vivimos gracias al sector servicios. Después tú vas a la cama y yo digo no me esperes, quiero escribir.

Y aquí me veo, escribiendo sandeces que a nadie importan, y sin saber aún para qué o para quién las escribo. Preguntándome si la recuperación de la economía no se deberá a tantos mentecatos que, como un servidor, pierden su tiempo realizando labores que nadie, ya, está dispuesto a pagar. Porque, al fin y al cabo, somos tan modernos que sabemos hacer de todo, desde cobrar nuestra misma compra en un supermercado, hasta leer o escribir o consumir música en streaming o pedir una camiseta de marca made in bangladesh vía internet o alojarnos en complejos hoteleros todo incluido en que beber hasta el hastío adulterado y tirar comida hasta la saciedad recalentada, pasando por hacer de camareros en nuestro propio domicilio.

Creo que me voy a pasar a los nuevos tiempos. Abajo la servidumbre. Esta noche, el placer, amor, me lo proporciono yo mismo, que lo otro queda demasiado machista y demodé.

viernes, 13 de octubre de 2017

aprendiendo a volar

You see you don't have to live like a refugee
Tom Petty

Lisboa derrumbándose hacia la Baixa, remembranzas de caudales venideros y terremotos que ya fueron, mientras nuestros pasos agigantados por el silencio de la nocturnidad en ciernes caminaban avenidas de negocios cerrados y apertura a lo oscuro. Negros, caboverdianos -supondríamos-, senegaleses -tal vez-, hacían piña de falsa rapiña, contabilizando la venta de productos de marca sin marca y CD piratas, ondeando entre los escombros de tan magra siembra la bandera de tibias y calavera de su hambre atrasada. Olía a hachís, ese sí, de verdad, de marca, y Luis, siempre ojo avizor a los extrarradios del comercio, se acercó a un grupo de manteros -magrebíes estos- y, tras vertiginosa transacción, regresó sus pasos al ritmo torpe que marcaban los míos susurrándome al oído: niño, hoy nos fumamos algo grande. 

Lisboa derrumbándose y yo desbaratando los relojes mientras apuro un porro de elixir marrón casi negro, como los ciudadanos de ninguna parte que se lo habían vendido a Luis por tan exiguo precio -para nosotros, Occidente, idiocia demócrata y servil empleo, siempre es exiguo el precio-. Se imponía una cerveza: azúcares escasos que remodelasen en realismo naïf el cubismo de nuestras pupilas. Así, entramos en aquella taberna irlandesa. Nuestro entendimiento mermado ya había mermado las ganas de encontrar lo autóctono, lo auténtico: nada más genuino en aquellos momentos que una pinta de Kilkenny, ya ven.

Hace tiempo que no regreso a la capital lusa. Dicen que ha llegado ya, también allí, el turismo de masas, y que hoy Lisboa se derrumba hacia la Baixa, como entonces, pero en este caso al dictado de la transacción monetaria y la pérdida de divisas que implica la popularidad. ¿Hay, acaso, divisa mayor que la propia cultura? Me cuentan, amigos y colaterales, del magma de Starbucks, McDonalds y variantes que está desordenando la rima asonante de las calles de Lisboa. Dicen de hordas extranjeras que imponen su abecedario con estruendo de desafortunada onomatopeya. Hablan de franquicias y platos de arroz caldoso preparados en microondas. Y yo recuerdo. Y me recuerdo; entrando en una taberna irlandesa, yo, tan ciudadano del mundo, ignorando esputos de vinho verde y manteles de cuadros en las tabernas de la Alfama. Cualquier tiempo pasado fue... fue una fotografía con que preservar la memoria de lo que nadie ya reconocerá como cierto, mañana, en ese futuro inmediato con que hacemos pajaritas de horas perdidas e ilusiones rotas.

Así las ilusiones de un tiempo mejor y una vida agradable: rotas, como las patas del gato vagabundo, como los corazones de los amantes... como el corazón de Tom Petty, que ha decidido dejarnos hace tan poco que ya es hace demasiado. 

Tom Petty, cortesía de "la red"
Pero aquella noche nuestros corazones brincaban ritmos de la vida por delante, y en la taberna irlandesa se ganaba moneda, aplauso y brindis un músico guitarra en ristre que, cuando irrumpimos en el local, se marcaba una deliciosa versión de Wish You Were Here. La camarera repartía cerveza y sonrisas como quien desconoce la traición, y a Luis le traicionó el entendimiento la espuma de sus labios cuando pronunciaban outra cerveja después de recordarnos su nombre... por eso de las propinas. El cantautor, al poco, se arrancó con una versión de Free Fallin' que nos hizo aplaudir y desbaratar el cristal de su voz con la pedrada de nuestra melopea. Nada de fados, tan de la tierra, solamente "¡another one of Tom Petty!". Así exclamábamos, y el cantante, todo sudor y maestría, nos disparó I Won't Back Down. El recital se alargó, el corazón de Tom Petty siguió marcando el ritmo de una noche que acabó demasiado tarde: averiguamos que el joven músico era belga, trasegamos más cerveza de Irlanda, Luis nunca llegó a obtener más que sonrisas por parte de una camarera que nos confesó su origen francés, y yo, a la salida, de regreso al hostal, decidí fumarme otro porro de hachís magrebí, edificarme un sueño que aún me acompaña y en que tengo la certeza de que Tom Petty actuó en Lisboa, una noche ya lejana, y que nosotros fuimos sus únicos espectadores.

También, quizás, fuimos los pioneros en desbaratar con nuestro turismo primitivo los arcaicos folclores de toda una cultura. Ahora no queremos regresar a Lisboa, por miedo a encontrarla contaminada de consignas globales. Tampoco queremos ya vivir en Madrid, hacer hogar bajo sus cielos de polución y mentira, pasear sus avenidas de turismo low-cost. Ese Madrid en que, hace siglos, Luis y yo escuchábamos a un todavía desconocido Quique González que, para finalizar su recital decidía versionar a Tom Petty, una noche de vidrios confusos, cuando en el Honky Tonk aún se podía fumar de todo, cuando todavía se fumaba en los bares y la voz del cantante adquiría guturalidad de Ducados mientras los dedos de los músicos equivocaban acordes al enredarse a un tercio de Mahou. "Un cantautor con querencias roqueras... habrá que seguirle la pista". Y ahora a ver quién es capaz de seguírsela, en su fulgurante carrera hacia la gloria, que ya hasta graba en Nashville, tan lejos, bravo por él, sin duda. 

Es ahora, decía, que ni queremos regresar a Lisboa ni deseamos permanecer en Madrid, cuando nos acurrucamos en esta patria que nos construyó Tom Petty con la magia translúcida de su guitarra, con su voz de arcángel, con sus arpegios de esperanza y beso adolescente en la calle del domingo que ya casi amanece. Y celebramos que el bardo estadounidense no quedase perdido en algún cruce de caminos yanqui, apegado a las raíces, a la propia cultura, como tantos otros músicos cuyas melodías no alcanzaron la fama global. 

Tantos años denigrando el turismo y dándomelas de viajero consecuente para descubrir que lo global, ese monstruo, me permite soñar que un día asistí a un concierto de Tom Petty. Un día que nunca existió... en una ciudad inventada.

martes, 19 de septiembre de 2017

jugando a la guerra en los campos del Señor

Comulgábamos frente a frente, en el altar silencioso de una caricia. Un temblor de labios que no saben qué pronunciar y escupen salmos de palabras procaces... nuestro única plegaria. Culminar la impecable eucaristía de tus piernas con la ostia deforme de mi sexo, como una prédica alargada en exceso. Y tu cuerpo alzado a los cielos por la fantasía espesa de mi esperma... unos cielos desde los que nos contemplaban las ruinas de Machu Picchu, silenciosas de sacrificios falsos u olvidados, quién sabe. Machu Picchu nos esperaba y nosotros dilatábamos la espera dilatando cuerpos cavernosos y demás vocabularios fisiológicos en una misa que, lejos de ser negra, proporcionaba luz de hogar al cuartucho miserable de aquella pensión del pleistoceno. Sí, el pleistoceno, la edad de oro inca, y los tiempos modernos, todo en uno, como en los detergentes o en las revisiones de coche de gasolinera de extrarradio. Y todo revestido de ese sentimiento religioso que esculpías tú a cada momento, aunque sólo de caminar se tratase.

Después te alejas. Te alejaste. Me marché. Dijimos adiós y en esa última palabra revestimos de eternidad nuestros abrazos: a-dios. ¿Qué dios?, me pregunto hoy, ahora, ya, cuando intento encontrar el temblor de tu placer entre los dientes y lo único que encuentro es la peligrosa danza de uno de ellos. ¿Qué dios?

Olvido que un diente se me mueve. Si insisto, tomaré conciencia de que no sólo es uno. Luego me ensuciarán el sueño imágenes en que mi sonrisa desdentada sea payaso lúgubre que asusta a mi hijo, como en esas películas tan taquilleras. Así que recurro a los noticiarios. Con ánimo de olvidar, primero. Con ansia de conocer, al rato. Porque aparte los tremendismos con que nos azuzan los voceros del desastre, presentando una España/Cataluña de odio y adevenediza limpieza étnica, existen otras voces más capacitadas, más informadas, que nos hablan de limpiezas étnicas reales. Lamentablemente, siguen aplicando el adjetivo étnico a genocidios que, en verdad, son religiosos. Sólo eso puedo lamentar de las noticias que algunos nos intentan traer desde Birmania. ¿Alguien sabe dónde está Birmania? No, no está en el Ampurdá, por eso nada sabemos de lo que allí ocurre. Aunque tal vez si diga Myanmar, les suene más... pudiera ser.

Por resumir, para quienes no tengan interés en buscar, de esa manera tan fácil que proporciona "la red", el caso es que en Birmania/Myanmar lleva años habitando una minoría musulmana, los rohingyas, considerados por las propias Naciones Unidas como un pueblo sin Estado. Tal es su orfandad de Estado que en la tierra que mayormente habitan, Birmania, ni siquiera tienen derecho, los integrantes de dicha minoría, a poseer tierra ni hacienda alguna. De ahí su carácter viajero, dicen. Por eso ahora muchos de ellos corren despavoridos hacia la cercana Bangladesh. De ahí que ahora anden huyendo, para evitar ser masacrados a manos del ejército birmano, que ejecuta una estudiada acción de tierra quemada que les permita sentirse libres, al fin, de tan maléfica población. Al mando del Gobierno birmano y, suponemos, de estas vejatorias acciones que incluyen asesinatos, torturas y violaciones (ya saben, lo clásico en estos casos), está la premio Nobel de la paz Aung Sang Suu Kyi... una luchadora por la libertad, ya ven. Pero no culpemos de esto a los jurados del grandilocuente premio, que ya tuvieron bastante tras otorgar a Bob Dylan el de literatura. El caso es que esta mujer enjuta se ganó las simpatías de medio mundo, hace unos años, con sus discursos de paz y amor, en la mejor tradición budista, religión que ella y la mayoría de su población practica de manera estricta. La religión de la paz y el amor, ya ven, todo muy de clases de yoga high-tech, como tanto nos gusta en Occidente.

Qué cruda es la realidad, a veces, qué incomprensible. Resulta que asistimos a la barbarie porque un grupo de budistas paz y amor ha decidido exterminar a un grupo de musulmanes terrorismo y crueldad o, al menos, expulsarlos de sus dominios.

Incomprensible, ya digo. Incomprensible que nos digamos tan avanzados y sigamos exterminándonos en virtud de no sé qué santo y seña que implica más de santo que de seña. Porque santo, santo, santo es el señor, dios del universo, llenos están el cielo y la tierra de su gloria, etc. ad nauseam.

Comentan algunos que los incas practicaban sacrificios humanos. Que tuvieron que llegar las progresistas huestes de una España católica para educarles en el amor y el mercado, sobre todo este último, que es el único que ha demostrado hacernos a todos más libres. Otros hablan de atrocidades cometidas por una banda de bandoleros siniestros. Yo no sé, sinceramente, quién pueda tener razón. Sólo me consta que lo que denominamos hoy, tan alegremente, etnias, se constituye alrededor de una serie de creencias que, más bien, son religiosas. Fijénse, si en Cataluña tienen hasta una Virgen negra. la Moreneta la llaman. Lo mismo hasta resulta que esta otra nación sin Estado se erige en creencias religiosas, más que mercantiles o políticas (la misma cosa son).

Seguirán aconteciendo los atentados terroristas perpetrados por fanáticos musulmanes. Acontecen ya los genocidios perpetrados por simpáticos budistas. Los que, a lo largo de la Historia, han cometido los progresistas cristianos, de sobra son conocidos. Los judíos... bueno, de estos sólo decir que han inaugurado varios parques de atracciones en que cada cliente, por el módico precio de 115$, puede experimentar la maravillosa sensación de disparar contra todo aquel que aparente palestino... Calibre 3 se llama el más famoso de estos parques recreativos, y sus propietarios aseguran recibir una media de 20.000 turistas anuales, en su mayor parte judíos norteamericanos.

El mundo sigue adelante, ya ven. Y yo, hoy, sólo lamento no estar devorando tus entrañas bajo las ruinas de Machu Picchu, ofreciendo a algún dios voraz, uno de tantos, las vísceras de latido y miel de tus orgasmos. Lo lamento, puedo parecer frívolo, pero otros muchos sueñan con el nuevo iPhone y nadie les critica por ello.

Buenas noches y... ¡con dios!