jueves, 1 de septiembre de 2016

a por el mar

A por el mar. A por el mar que ya se adivina. 
A por el mar. 
A por el mar, promesa y semilla de libertad.
Luis Eduardo Aute

Como en la canción de Aute, llegan las hordas de turistas que reverdecen la economía española, a sus costas. Y, como en la canción de Aute, en ellos y sus pellejos escarnecidos por las mareas patrias, ven nuestros gobernantes la promesa de libertad (más bien liberalismo económico) que ansían. Verano: España encabezando las cifras del turismo internacional, y sus gobernantes haciendo bandera pirata de las del desempleo que tanto y tan bien combaten. Claro que el desempleo, como el oleaje que baña las costas hispanas, va y viene, y es redundante en su miseria de algas frías y cifras inhumanas. O sea, que sin haber finalizado la temporada veraniega, el número de desempleados se ha incrementado ya en más de 30.000. ¡Salud!

Vengo de esconder naufragios terrenales en las celestiales mareas del Mediterráneo. No es importante. Lo verdaderamente relevante es que vengo, también, de ver a mi hijo resbalar en su piel oleajes y arenas, relojes y cadenas.
Y un suicidio de algas, pintándole al niño los pies, las uñas, con esmalte de sangre verde. Verde y azul, enredados frente a la danza loca de las algas como se enredan los amantes frente a la seguridad del precipicio. Y al niño no le importa. No le molestan las algas. ¡Qué sucia está hoy la playa!, claman las madres del domingo, al introducir el pez feo de su caminar en el estertor de la marea. Para qué vienen al mar, me pregunto. El mar necesita algas que le peinen sus cabellos de espuma, y disimulen el teñido que le pintan a sus olas los aceites bronceadores y los protectores solares. Pero el niño no entiende de aceites ni algas, de suciedades ni peinados demodé. Al niño le peinan, las olas, ese vello que le oscurece las piernas y aún no le averguenza... todo llegará. El niño sólo se ríe y grita y, de tanto en tanto, inesperadamente, sorprende al fragor de las olas con un "mamá" en alarido. Aunque mamá no esté cerca el niño la nombra, imagino, porque en la humedad del mar ha recuperado el fluir de néctar en que le bañaba su madre, antes de nacer.

El niño nos recuerda que fuimos líquido, marea, agua, mar. Que no existía en nuestra naturaleza la solidez fea y fugaz de la carne. Y digo fea. Y digo bien. Porque como al niño el mar le reconcilia con su pasado, al adulto con su futuro, y descubre, paseando las playas levantinas, que los cuerpos gloriosos dejan de serlo mucho antes de lo deseado, justo cuando el niño deja de serlo, bien entrada la adolescencia. Y es que la carne se arruga, tostada de sol falso como cafetal invasor en las tierras de Cuba, por ejemplo. Y pensamos en Cuba y en mulatas que, lo sabemos, sólo habitan nuestros sueños delincuentes. Porque las que soñamos semejan la Lolita de Nabokov, pero en negro xerocopia. Luego, pasada la adolescencia, engordan, ofendiendo la lírica exacta de las mareas con su polifonía de carnes echadas a perder. Lolita debe quedar por siempre en pura literatura, que corren malos tiempos para la lírica.

El niño entra en el mar con idéntico jolgorio al mío cuando entraba en ti, hace siglos, soñando con suicidar al adulto, con nacer al niño. Nació, al fin, y hoy se aferra a mi mano para profanar la santidad redundante de un mar que le pertenece. Y me alegro de que así sea. Disfruto sabiendo que un día será, esta misma mano que sostiene la suya -minucia de piel de nube-, la que aborrecerá y despreciará por adulta, palurda, vieja, fofa y descolgada como las bañistas del Levante, por muy de fuera de la patria que vengan. Que la edad no entiende de nacionalidades. Hoy agarra mi mano, insisto, y entra en el mar, sumergiéndonos a ambos en el fluido que nunca debimos abandonar. Porque los sueños están hechos de agua salada, y maldito el día en que dejamos de soñar y desbaratamos la vida pensando que había de ser dulce. Nunca debimos pisar esta tierra que sólo sabemos pisar como si estuviese creada para sostenernos. Qué equivocados estamos, hijo, qué equivocados. Gracias por recordármelo. Y no me sueltes la mano. Que el mar, como la soledad, me aterra. Por absurdo, por redundante... como la soledad.

Y comprendo que igualmente aterra, al camarero del chiringuito, ese crepúsculo que los turistas celebran entre suspiros de cerveza y gafas de sol low cost. Porque cada nuevo crepúsculo, aparte hundir al sol entre algas y mareas, dibuja el contorno militar de los ejércitos del desempleo.

Turismo feo, este que engorda en euros y negocio turbio los bolsillos de unos pocos, mientras descose de esperanza truncada y futuro sin nombre los de unos muchos. Pienso que es porque son norteños, pálidos de piel, los turistas. Y sí, lo sé, las cubanas también engordan. Las frutas tropicales también se estropean, expuestas en exceso al calor. Pero no por eso dejan de ser tropicales. No dejan de ser negras, ajenas, exóticas, distintas. Y a mí, al contrario que al niño, el mar me parece una majadería redundante, aburrida y peligrosa. A mí ya sólo me queda buscar lo distinto, evadir la repetición. El niño repite de corrido la nana marina que su madre le cantaba al oído, cuando aún flotaba en sus mares de miel y saliva. Igualmente, repiten los próceres de la patria la nana enervante de las cifras del desempleo. Pero ellos, al contrario que el niño, desafinan.

Yo, hoy, hijo, aparte mi desempleo laboral, decido desemplearme del mundo sólo por verte reír cuando no puedes atrapar las olas. Y es que, aunque no todo en la vida vaya a ser el pájaro en mano no dejes nunca de ir a por el mar, hijo, amor... a por el mar.