jueves, 25 de febrero de 2016

lo real

Mobile World Congress Barcelona 2016 es, según la propia página web del evento, la mayor muestra de telefonía móvil, Internet móvil, y aplicaciones móviles... así de redundante. Y mucho movimiento es el que se registra en el interior del recinto que acoge tan magno evento. Al contrario que en el exterior, donde la movilidad se ve incomodada por una huelga de trabajadores del Metro de la ciudad. O sea, que las personas llegan a la asamblea de lo móvil como en cámara lenta, inmovilizadas como se hayan en distintos puntos de la ciudad por carecer de la fluidez habitual uno de los principales medios de transporte.

No me han quedado claras las reivindicaciones de los trabajadores del suburbano. No presto mucha atención últimamente a las noticias, me parecen en exceso envenenadas, sepan disculparme. Me han quedado más claros, eso sí, muchos de los trepidantes avances expuestos en tan frenético congreso. Tal vez, sólo sea que los noticiarios han prestado mayor atención a estos que a aquellas. O, muy probablemente, que ando yo estos días torturado por el látigo de tu ausencia. Y es que cuando la vida se detiene como corazón infartado, o el corazón se desentiende de la vida, poco o nada importan las reivindicaciones de las masas obreras, seamos sinceros (aunque obreros, también). Me faltas, ya digo, estos días, y el motivo se me antoja tanto o más difícil de comprender que las reivindicaciones de los subterráneos trabajadores barceloneses.

Y cuando la realidad duele, nada mejor que instalarse en lo virtual. Por eso memorizo con facilidad los mil y un parabienes que oferta el citado congreso móvil. Y es que a partir de ya -desembolso económico por medio- podremos confeccionarnos una realidad al antojo de nuestros deseos, gracias a los avances tecnológicos, cuando la realidad deseada se revele imposible por medios naturales. Realidad virtual, lo llaman, y es el futuro, aseguran. Además, tendremos cámaras de vigilancia que desplazaremos por los distintos rincones del hogar desde la pantalla de nuestro teléfono móvil, para que luego algún miembro del gobierno se ponga dramático, en televisión, advirtiendo a las adolescentes que si su novio les espía el móvil no le dejen, que eso es violencia machista. También podremos convertir nuestros teléfonos en cámara fotográfica, y sentirnos artistas o informar de la realidad mejor de lo que lo harían muchos de los reporteros gráficos que ponen fondonas las listas del desempleo. Y, si no nos va lo fotográfico, tranformaremos el móvil en un equipo de música, para que las autoridades puedan seguir cerrando salas de conciertos, que ya nos la guisamos y comemos cada uno desde el interior de nuestro teléfono. Y el último grito: móviles con geolocalización multisensorial interna, que permite ubicarse en el interior de cualquier establecimiento cerrado sin miedo a equivocarse. Entre sus beneficios, defienden los comercializadores de la cosa, el de que un paciente pueda orientarse en un hospital sabiendo hacia dónde dirigirse en caso de luxación para no acabar desmembrado en un quirófano que practica cirugías regeneradoras. Esto permitirá, también, ahorrar puestos de trabajo en el interior del propio hospital y, de paso, unos pocos millones de euros al asegurar que cualquier anciano, de esos que consume en demasía pastillas y presupuestos, quede varado a las afueras del hospital por no disponer de móvil, no saber utilizarlo o no encontrar personas encargadas de guiar sus frágiles huesos por entre la cirugía de formol y bisturí del centro hospitalario.

A mí, lo real, estos días, se me hace tan doloroso que desearía poder teletransportarme a Barcelona y hacerme con uno de esos ingenios de realidad virtual. Una realidad donde el dolor sólo sea un nuevo aluvión de refugiados a la deriva, y las lágrimas el corrector de dioptrías de una madre africana que ve (de nuevo) morir a su hijo. Aunque, al hilo de esto, seamos justos y no hagamos demagogia: en el citado congreso se ha anunciado también la decisión de los operadores de telefonía móvil de "reducir la brecha de género en el uso de la telefonía móvil, especialmente en los países en vías de desarrollo". De esta forma, aseguran, podrán permitir que muchas mujeres se integren socieconómicamente pudiendo realizar, con el móvil, todo tipo de transacciones comerciales. No explican cómo podrán disponer de dinero con que pagar a través del móvil, dichas mujeres. Pero lo que importa es que podrán comprar. Lo importante es comprar, ya saben... y a mí la demagogia es que me revienta las costuras, qué le vamos a hacer.

Fabuloso y prometedor todo este mundo virtual en que podremos movernos con despreocupación y soltura. El problema es que el Congreso finaliza, salimos de la realidad virtual, y entramos en lo real, donde nos espera una huelga de trabajadores de Metro que nos impedirá llegar a casa a la hora de la cena. La realidad, por tanto, es la huelga. Aunque desconozcamos los motivos de la misma.

Y a mí, afuera de esta realidad virtual que me proveo golpeando el teclado, me espera tu cuerpo en huelga. Huelga de brazos caídos de su propio abrazo. Huelga de labios cerrados a sus propios besos. Huelga de hambre que ningunea el líquido elemento que exuda mi piel y del que, hasta ayer, te alimentabas, golosa. Afuera, ya digo, me esperas tú. Y estás ausente, en huelga. Y tu huelga, hoy, es mi única realidad, aunque aún no comprenda los motivos de la misma. Debe ser que no los dieron en televisión. O que cuando lo hacían yo no prestaba atención, y andaba pensando en sentarme frente al teclado para seguir añadiendo ladrillos a esta realidad virtual que hoy se me desmorona para descubrirme el desolado solar de tu ausencia.

...como una escena del viaje de Chihiro...

lunes, 1 de febrero de 2016

lo raro

Revuelta en un colegio patrio. Los padres de un puñado de alumnos han llevado a cabo el escrache más doloroso en lo que llevamos de "democracia". Y tal vez no haya ocupado los titulares, este escrache, por no ser poderosa ni famosa su víctima. También, porque se trata de un escrache inverso, en que los que lo llevan a cabo se esconden, en vez de acudir en masa a las puertas del hogar del asediado. Sí, lo sé, eso se llama huelga, pero huelgo utilizar tal término por hallarse ya en desuso. Me explico: en el citado centro escolar recibía clases un niño con "necesidades educativas especiales". Sus compañeros de clase se han declarado en huelga, siguiendo directrices paternas, para lograr que el citado chaval sea expulsado del centro "educativo". Así como lo leen, no me invento nada.

Recuerdo las películas de David Lynch. Recuerdo desear -pero ni poder intentarlo- huir de la martilleante pesadilla de Eraserhead. Recuerdo la ruleta rusa de escalofríos que jugué con Blue Velvet, cada disparo una bala, ora una oreja seccionada en que hacían banquete las hormigas, ora Dennis Hopper aullándonos la bienvenida al mundo de la jodienda. Recuerdo a Marilyn Manson como el personaje más vulgarmente corriente de la desquiciada Lost Highway, y Bowie lamentándose, en los créditos, de lo desquiciado que se encuentra. Recuerdo descubrirme aterrorizado y enfebrecido en lujuria mientras contemplaba el coito de carne y pesadilla que perpetraban Naomi Watts y Laura Elena Harring, en Mulholland Drive. Recuerdo, cómo no, un enano que baila como nadie debería hacerlo, un gigante con el cráneo rapado, un pájaro que aúlla su nombre y una grabadora que registra nuestros miedos, en Twin Peaks. Recuerdo, al fin, los comentarios de amigos y amantes: estás fatal, ¿de verdad te gusta esto? ¡No es normal! Es una tomadura de pelo. Creo que, de haber sabido lo que significaba el término, hubiesen hecho escrache cada vez que yo les invitaba acompañarme al cine. Escrache inverso, claro. Y es que Lynch no era normal. Al menos cuando aún no estaba de moda. Lynch debía ser subnormal, necesitado de "educación especial" o algo por el estilo y, como tal, no debería ser admitido en clase. Pero resulta que permanece en clase, y de profesor, ¡fíjense!, gracias a las loas de más de uno de entre quienes, en sus inicios, denigraron su obra inclasificable y vehemente.

David Lynch, cortesía de "la red"
Antaño, los engendros que la mente de Lynch decidía aferrar al celuloide con garras de espanto y carcajada, eran poco menos que anomalías. Hoy, ahora, ya, en este momento histórico en que hemos dejado de denigrar a Freud y sus acólitos, en estos tiempos en que asumimos que nuestro interior tiene más de engranaje defectuoso que de alquimia mirífica, es que reconocemos el genio de Lynch por haber inmortalizado en la pantalla del cine el aura de los fantasmas que, hasta ayer, sólo se proyectaba en la pantalla inversa de nuestras pesadillas como espejos.

Si llevamos a nuestros hijos al colegio, aparte para lograr que no nos arrebaten la franja horaria que dedicamos a ganar la economía que nos permita sostenerlos, es para vivir tranquilos sabiendo que están siendo bien educados. Así que no permitiremos que la corrección política imponga a nuestros descendientes el acompañarse durante tantas horas de un niño subnormal, por ejemplo. Pero resulta que ese niño sólo es un diseño humano desbaratado por la pedrada envidiosa de un dios imperfecto. El niño habitaba el confort afelpado de un útero amante. Nadaba, se zambullía, chapoteaba en los cauces rosa y latido del vientre materno subiéndose, de tanto en tanto, a ramajes de arteria benévola por querer ver de cerca los pajaritos del futuro. Y en esto que la envidia de un dios descreído de su propia creación decidió lanzarle una pedrada para hacerle bajar del árbol, hiriéndole el entendimiento de por vida, dejándole en un limbo de pájaros afónicas, luciérnagas sin luz y escarcha de primavera. Así nació aquel niño defectuoso. Y aunque él, seguro, hubiese preferido permanecer varado en la marea felpa y carmín con que le acariciaba su madre, llegó aquella otra madre más cruel: natura, a imponer sus ciencias y calendarios: el niño descubrió la luz del paritorio, entre llantos, como quien se asoma a un holograma de tinieblas.

Hoy el niño acude a clase junto a otros niños. Pero no puede jugar con ellos. Estos también le lanzan piedras. Los propios padres las han depositado en sus manos para alejar el fantasma del miedo a lo distinto, para asegurar a sus descendientes un futuro normal, lejos del posible contagio de lo raro, lo anormal. El niño subnormal, o sea. Por eso proporcionan piedras a sus hijos. Para que asusten a ese fantasma con forma de niño cuyos juegos no entienden. Porque ese niño no juega normal, o su juego tiene unas normas demasiado libres que aún nadie les ha explicado (ni lo hará) en clase. Y es que lo anómalo asusta, por su cercanía, no vaya a ser que una improbable ósmosis envenene al resto de la sociedad.

A ciertas edades, los niños deben estar ya programados para un futuro de cifras y normas. No pueden seguir jugando en su palacio interior de gorriones y guirnaldas. Por eso hay que expulsar al niño defectuoso, para que no envenene al resto desbaratando su futuro de economías y ganarte el pan con el sudor de tu frente. El niño subnormal, como las criaturas de Lynch, asusta. Tal vez porque, como aquellas, porta en su interior el juego que perdimos cuando decidieron hacernos adultos. Así que mejor expulsarlo de clase, alejarlo de la manada. En el fondo, creo, hacen bien los padres del resto de chavales... que la manada, ya sabemos, hace jauría y asesina cuando huele la sangre fresca.

Antes de resbalar por el terraplén del pesimismo, me acomodo en el sofá, enciendo la tele y me dispongo a visionar de nuevo Rabbits, esa teleserie de Lynch en que los protagonistas tienen cabeza de conejo. Sus orejas, de grandes, recuerdan las de burro que colocaban antaño, en clase, a los niños distintos, para hacer mofa de su natural torpeza, proporcionando así ejemplo al resto de alumnos.

Y perdonen si he llamado subnormal al niño en cuestión. Sé que no es políticamente correcto. Mejor sería decir niño con "necesidades educativas especiales"... y expulsarle del colegio.