lunes, 26 de diciembre de 2016

vuelve a casa, ¿vuelve?

Crece a diario el número de españoles que ven anidar en sus carnes las muy diversas modalidades de mordida que propina la voracidad de unos gobernantes insaciables. En esto se podrían resumir las lamentables noticias con que vamos abandonando este año nefasto. Bueno, tal vez podrían unirse al resumen una masa, aún más amplia, de ciudadanos de otros países. Más si tenemos en cuenta la creciente y -en boca del nuevo Ministro de Exteriores patrio- amplia de miras, movilidad exterior de gran parte de los habitantes de este planeta. 

Y es que los titiriteros han decidido renovar su corral de tragicomedias sustituyendo algún que otro títere del anterior Gobierno por nuevos, más lustrosos y de apellido más desconocido (salvo por sus familiares). Así la cartera de Exteriores, que porta hoy un nuevo y flamante depredador, pero en cuyo interior anidan aún los restos del anterior banquete.

Últimamente fumo demasiado. Sí, a pesar del precio. Y sólo tabaco, advierto, justamente por el precio. Tabaco de liar, que se supone menos dañino y, a la par, menos gravoso para la salud. El caso es que siempre quedan, finalizando el paquete, unas hebras de tabaco que no dan para liarse un nuevo cigarro. Así que las trasvaso al nuevo. Y ahí quedan, me temo, hasta el siguiente cambio de paquete, en que repito idéntica maniobra. Al final, pienso, hay unas hebras de tabaco que siempre quedan sin fumar. Lo mismo son infumables, si me permiten el estúpido juego de palabras. Debería dejar de fumar... en fin.

El caso es que algunos de los muy y mucho españoles que andan merodeando geografías lejanas, tienen por costumbre, si la economía lo permite, volver a casa por Navidad, abrazar a los familiares y amigos, ensuciar el mantel de Nochebuena con lamparones de melancolía retenida largo tiempo en vasijas de lágrima huérfana. Dice el citado Ministro que no es grave eso de dejar familia y amigos. Y hemos de darle la razón: el abandono de lo propio no es enfermedad que socave los escasos recursos de la sanidad pública. O sea, que de hacer nueva vida lejos de casa nadie se muere... y si lo hacen ocurre lejos, fuera, y sin cargo alguno para nuestros bolsillos. Uno, que ha vivido largo tiempo en el extranjero, sabe de lo que habla. Pero me asaltan las dudas al respecto de esta certeza gubernamental de que los que salen del propio país (aunque este, no lo olvide el Ministro, en numerosas ocasiones, se reduzca a la geografía carnal del abrazo amigo y materno) lo hacen porque son intrépidos, altos de miras, aventureros... y no dudo por los conciudadanos exiliados, no: lo hago por los naturales de otros países que guardan en su interior idéntico espíritu viajero, ya saben: sirios, afganos, subsaharianos, magrebíes, sudamericanos, toda esa indómita caterva de irreductibles salvajes con ansia de crecer en sabiduría y conocimiento haciendo lo único que resta a su alcance: viajar, conocer nuevas sociedades... perder países, que dijese mi amado Pessoa.

Hay quien habla de la necesaria Revolución. Hay quien asegura que deberíamos comenzar demoliendo los cimientos que tan mal nos sustentan para poder edificar nueva sociedad. No seré yo quien lo ponga en duda. Pero quizás, tal vez, deberíamos comenzar por exigir al Ministro que abrace a todos los exiliados que su correligionario de Interior ametralla con pelotas de goma (o de vaya usté a saber qué otros armamentos fabricados por su antiguo correligionario de Defensa) en la frontera de Melilla, por ejemplo... sí, las concertinas esas, y tal. Al fin y al cabo, hablamos de ciudadanos abiertos de mente, ansiosos por recorrer geografías inhóspitas... como los españoles que emigran, o sea.

Sinceramente, pienso en esto y se me va la cabeza. Miro a Munay dormido, afortunadamente alimentado, y valoro si puedo o no pasar, esta noche, sin abrir esa latita de sardinas en aceite que me alimente a mí -como a él la tortilla- los sueños. Luego pienso si no sería mejor regresarme a Bolivia, que tanto me abrió la mente, señor Ministro. De ahí, no puedo evitarlo, mi discurrir cerebral entra en barrena, y acabo pensando que tal vez no era yo uno de esos jóvenes españóles intrépidos y despegados que hacen vida en cualquier rincón con el único ánimo de ser emprendedores, abiertos de miras... y es que ya no soy tan joven, y parte de mi juventud la quemé lejos de los míos. Sinceramente, señor Ministro (disculpe que no diga su nombre, pero a mí, tan español, me resulta demasiado ajeno, como noruego o así), tal vez tenga razón, pienso, porque el retorno, si no es por Navidad, te descubre que los que se proclamaban amigos no tienen noción de dicha cualidad, y que los familiares sólo se preocupan por ver quién trincha el pavo. Eso sí: deje entrar, de una vez, en España, ese fulgor nacarado de una sonrisa negra destrozada a dentelladas de hambre, ese ondear de banderas escritas en árabe que ansía alimentar a los suyos con la única lengua que conoce, porque ellos también son aplaudidos por los gobiernos que les someten, cuando deciden poner fin a su tormento de pan que no llega y salario que nos comemos, nosotros, entre las migajas de su crujientes de su coltán y su aceite de palama. Se van. Dejan familia y amigos. Viajan con amplitud de miras. Son emprendedores.

Y no se sienta atacado, señor Ministro, por el equívoco que han generado sus declaraciones. Tiene usted la suerte de poder decir lo que le plazca en televisiones y Congresos. Tiene usted la suerte de la sopa cinco estrellas y el jamón pata negra. Y tiene usted el apoyo del resto de títeres. Me explico: tenemos una Ministra de Defensa que para defenderse de quién sabe qué duplica el gasto militar mientras encomienda la vida de nuestros militares a dioses y vírgenes, y un Ministro de Cultura que ha danzado alegremente durante toda su juventud al ritmo de Leonard Cohen, y un Presidente de la cosa que cuenta por kilómetros de caminata matutina el número de familias que esta Navidad sólo podrán soñar con el regreso de los suyos mientras calientan el pollo relleno de nada a la luz de una vela dibujada en una postal navideña.

Así que: Feliz Navidad, señor Ministro... pero tenga cuidado con la cena de Año Nuevo, no vaya a ser que algún español viajero y alto de miras haya decidido envenenar su Möet Chandon con chicha boliviana, por ejemplo (le aseguro que puede resultar nociva en cantidades no tan excesivas... cuando a uno sólo le apetece beber para olvidar).


Vuelvo a pasar los restos de tabaco al siguiente paquete. Como los Ministerios se pasan la cartera dejando en su interior lo inservible. Quizás este tabaco sea infumable y deba tirarlo a la basura. Quizás igual los Ministerios, y esas pequeñas hebras de ignominia que pasan de cartera a cartera. Quizás en esos restos de tabaco quepa toda la Revolución que aún no llega y, por tanto, le permite a usted, señor Ministro, aullar en el Congreso lo que el titiritero le susurra al oído.

jueves, 1 de diciembre de 2016

negra actualidad

Demasiado tiempo desconectado de la realidad. Porque la realidad, no se engañen, nos vigila tras los barrotes de píxel de la pantalla portátil de cualquier otro artefacto de los que preferimos para "estar informados". El caso es que reconozco que, últimamente, sólo me he asomado a los noticiarios para bailar mis lágrimas hasta el final del amor con Leonard Cohen, a quien, todo hay que decirlo, la prensa generalista patria dedicó menos espacio que al último acontecimiento futbolístico... marca España, o sea. Lo dicho: intento regresar a la realidad. Y entre la hojarasca de latrocinios políticos que a nadie ya parecen molestar, entre los ladridos de perro que corean la voz de su amo, rescato el naufragio mínimo de esas "noticias" que sólo tienden a llenar el vacío profesional de los periodistas y el existencial de los lectores. Para muestra, un botón: "la modelo senegalesa Khoudia Diop triunfa en las redes sociales por su gran valentía". Así, más o menos, rezan los titulares que ilustran esta noticia de la que no puedo dejar de hacerme eco, dada mi debilidad por la piel... más si esta hace pareja con el color de mi alma.

Resulta que la citada modelo es negra. Pero muy negra. "Negra, negrísima", al decir de algunos de los textos que nos explican la valentía de esta modelo. La senegalesa, gracias a su exacerbada negritud, ha sido la afortunada que comande una campaña reivindicativa del respeto a los diferentes tonos de piel. El caso es que miro las fotos de la citada modelo y su piel, amén de negra, me resulta bellísima y me provoca una ebriedad más oscura que cualquier verso de Dylan Thomas. Pues eso, que la modelo es negra, muy negra, pero me pregunto yo si quien la ha convertido en reclamo publicitario (que, al fin, eso son todas estas campañas de igualdad con que pretenden entretenernos de la realidad) ha visitado, en alguna ocasión, Senegal, su país de origen. De haberlo hecho, no le habría sorprendido el tono de piel de Diop, estoy seguro, porque es el que comparte con la gran mayoría de sus paisanos. Así que la modelo negra es muy negra. Y eso es algo muy valiente, ¡bravo por ella! 

Pueden comprender que mi vista se ha fatigado enseguida, y he decidido sacarla a pasear las calles, a que se refresque en el regato tierno de lo cotidiano. Camino callejas y avenidas y me sorprendo sorprendiendo con pupila de numismático la piel de toda mujer de ascendencia africana con que tengo la fortuna de cruzarme. Por ver si es tan negra como la modelo, no sean mal pensados. Al final, resulta que la información manipula, debe ser eso. Subo a un autobús que me regrese al hogar y, en su interior, una señora de mediana edad y demediado aspecto gesticula profiriendo insultos en alta voz. Los destinatarios son un grupo de jóvenes marroquíes que explican a la mujer que tienen el mismo derecho que ella a entrar en el autobús, que ellos también son españoles, que nacieron en este país. La mujer, a punto de colapso nervioso, los ojos sierpes y escopetas las venas del cuello, les espeta que hablen, entonces, en español. El joven junto al que he tomado asiento me informa de que los chavales estaban hablando marroquí antes de subir al autobús, en la misma parada en que esperaba la iracunda mujer, y esta se sintió ofendida pensando que se dirigían de manera ofensiva a su propia persona. Así ha comenzado el circo.  Así inician todos los circos desde que existen: con un público entregado y dispuesto a ver cómo el trapecista magnifica, con su caída, el Pollock de hemoglobina que ya habían delineado, sobre la pista, unos leones hambrientos.

La mujer del autobús hubiese hecho bien en llegar lo antes posible a casa, como fue mi caso, encender la televisión y descubrir que un joven español de origen paraguayo ha sido deportado al cumplir la mayoría de edad y no encontrarse contribuyendo con su esfuerzo a alimentar la maquinaria laboral. Tenemos una Ley de Migración tremendamente eficaz, podemos sentirnos orgullosos. No basta con residir de forma legal en el país. Hay que trabajar, ser alguien de provecho, esas cosas, ya saben. La mujer del autobús, creo, se hubiese sentido refrendada en sus pensamientos. Porque el muchacho habla español, pero seguro que se le notaba el acento de allá. Ah, olvidaba el dato: el joven paraguayo llevaba residiendo en España 14 de sus 19 años de vida.

Seguro que alguno de ustedes piensa que todo esto es injusto. No se preocupen, nos queda la prensa combativa que, cualquier día, reivindicará la valentía de los jóvenes magrebíes por ser muy magrebíes al seguir comunicándose en la lengua de sus ancestros, o la del joven paraguayo por reivindicar su nacionalidad de hambre y ayer y no ser apto para encontrar trabajo una vez cumplida la mayoría de edad. No estamos lejos, ya han reivindicado la valentía de esa modelo negra por ser muy negra y no haber permitido que su piel tome un tono más claro y azulado al chapotear en las aguas del Estrecho de Gibraltar, por ejemplo. Yo confío en la prensa y les invito a seguir mi ejemplo y perderse en esos versos sueltos con que van componiendo, sin prisa pero sin pausa, la épica de los tiempos actuales.

martes, 18 de octubre de 2016

¿qué es poesía?


Cada vez que amenaza tormenta pienso en Bob Dylan.



Los cielos engordan de gris y Dylan desinfla en mis oídos el pronóstico de esa lluvia que caerá para limpiar los retales de inmundicia con que hemos zurcido esta cárcel que habitamos y llamamos sociedad.



Después, cuando el aguacero ya equivoca los paraguas, burla los paseos transeúntes y desquicia las fachadas de los edificios, pienso en ti, claro, como siempre que llueve… de hecho pienso en ti antes que nada, y la lluvia venidera ya es metáfora, materia poética de tu ausencia, metáfora… como la canción de Dylan, en quien también pienso cada vez que llueve. Pero pienso antes en ti, insisto, lo de Dylan llega más tarde, cuando las calles cantan la tormenta con sus gorgoritos de óxido y charco equivocando el clamor de los semáforos. Pienso en ti. Te pienso, te recuerdo, y lamento que tus manos no se aferran ya a mi cintura, que no masticas ya más mis besos… que el mundo es feo… y sucio: necesita un chaparrón atroz que arrase los desperfectos. Esa lluvia va a llegar, como predijo Dylan, como cantó Dylan, como escribió Dylan en la vasta memoria colectiva y en la memoria mínima de tus abrazos que hoy, mientras llueve, andan sumergidos en latitudes distintas de las que limitan mi cuerpo… pero eso es otra historia.



Bob Dylan, cortesía de "la red"
Y es que diluvia y te recuerdo mientras llovía en Madrid, sobre las calles de Madrid, desde los cielos de Madrid, y no sé muy bien si llovía en la ciudad o era la ciudad quien llovía en nosotros para hacernos seres acuáticos surcando las profundidades del deseo… y tus piernas se hacían aguacero mientras mis labios sembraban nubes en tu garganta, para que pronunciase húmedos abecedarios de amor, salvia, saliva y quédate a mi lado no me dejes nunca te quiero huyamos del mundo… pero eso es otra historia, ya digo. O quizás no lo sea tanto. Porque hoy llueve en Madrid, y el fantasma de tu lengua arrastra cadenas como versos susurrados con la voz nasal de Dylan, y me entero por la prensa de que al bardo le han otorgado el Nobel de Literatura, y me alegro y me digo bien por Bob, bien por los académicos suecos, bien, porque Robert Zimmerman lleva más años que la vida diluviando sobre las avenidas de esta sociedad en ruinas su voz de cristal quebrado y sus versos de borrasca azul y breve, narrando historias que bien pudieran ser las nuestras, la mía, la tuya, amor, cuando te desnudabas con mis manos y te acariciabas con mi saliva cosida a los dedos…



Así que a Bob Dylan le han otorgado el Nobel de Literatura, y ha llovido en las redes sociales un mezquino aguacero de reproches y envidias, quejándose de a dónde vamos a llegar cualquier cosa ya es literatura dónde quedaron los grandes autores a quienes nadie lee salvo cuando les dan el Nobel… recuerdo aquella deliciosa película cubana, Fresa y chocolate, cuando su protagonista clama, dolorido, “¡ahora resulta que hasta las putas son críticos de arte!”… pues eso.



[se abre la veda: ya pueden comenzar a insultarme, en Facebook y aledaños, por misógino y derivados, todos aquellos que no han visto la película, ni lo desean -ni lo harán, por más que esté disponible en la red para los adalides del arte, siempre que este sea gratuito y su disfrute no haya de retribuirse al artista- pero se sientan, triunfantes, en la mullida ilusión de sus 15 minutos de fama, jaleadas por sus “seguidores” sus incendiarias opiniones, aplaudidos en sus revoluciones de teclado y café caliente -¿dónde ya los adoquines?-, y pueden incluso –no sería la primera vez- denunciar mi texto ante los jueces del ciberespacio… su cobarde contribución a hacer de este mundo un lugar más justo]



Decía que a Bob Dylan le han otorgado el Nobel de Literatura. Y le imagino urdiendo tormentas, escondido, silencioso. Como te imagino a ti, escondida, silenciosa, urdiendo chaparrones entre los pliegues de tus piernas. 


Llueve. Dylan ya tiene el Nobel de Literatura. Tú sigues lejos. El sol se ha escondido, como se eclipsó el día en que falleció Bécquer, a quien nadie duda en proclamar poeta sólo porque dejó escrito qué es, en realidad, eso que llamamos poesía. Llueve.



Llueve y tú no estás. Por eso intento abstraerme de tu recuerdo felicitando a los miembros de la Academia sueca. No merece el poeta más felicitaciones ni enhorabuenas. Las merecen ellos, que parecen haber comprendido, al fin, qué es poesía. Ahora sólo me queda recordarles que Leonard Cohen aún está vivo, y recomendarles leer a Bécquer. Así obtendrá el Nobel de Literatura, algún día, el desfallecimiento de tus piernas tras el amor, tras nuestro amor… aquellos tímidos versos que goteaba tu vientre para evidenciar que la poesía puede evadir la cárcel de los libros.



Quería hablar del flamante nuevo Nobel de Literatura pero, lo siento, una vez más, reincido en ti y sólo de ti acabo hablando. Y sigue lloviendo. Así que me tumbo en la cama, desnudo, y contemplo mi cuerpo. Te tomo prestados los labios y las manos, para acariciarlo mientras susurro

 

And it's a hard, it's a hard,
it's a hard, it's a hard,
It's a hard rain's a-gonna fall


jueves, 1 de septiembre de 2016

a por el mar

A por el mar. A por el mar que ya se adivina. 
A por el mar. 
A por el mar, promesa y semilla de libertad.
Luis Eduardo Aute

Como en la canción de Aute, llegan las hordas de turistas que reverdecen la economía española, a sus costas. Y, como en la canción de Aute, en ellos y sus pellejos escarnecidos por las mareas patrias, ven nuestros gobernantes la promesa de libertad (más bien liberalismo económico) que ansían. Verano: España encabezando las cifras del turismo internacional, y sus gobernantes haciendo bandera pirata de las del desempleo que tanto y tan bien combaten. Claro que el desempleo, como el oleaje que baña las costas hispanas, va y viene, y es redundante en su miseria de algas frías y cifras inhumanas. O sea, que sin haber finalizado la temporada veraniega, el número de desempleados se ha incrementado ya en más de 30.000. ¡Salud!

Vengo de esconder naufragios terrenales en las celestiales mareas del Mediterráneo. No es importante. Lo verdaderamente relevante es que vengo, también, de ver a mi hijo resbalar en su piel oleajes y arenas, relojes y cadenas.
Y un suicidio de algas, pintándole al niño los pies, las uñas, con esmalte de sangre verde. Verde y azul, enredados frente a la danza loca de las algas como se enredan los amantes frente a la seguridad del precipicio. Y al niño no le importa. No le molestan las algas. ¡Qué sucia está hoy la playa!, claman las madres del domingo, al introducir el pez feo de su caminar en el estertor de la marea. Para qué vienen al mar, me pregunto. El mar necesita algas que le peinen sus cabellos de espuma, y disimulen el teñido que le pintan a sus olas los aceites bronceadores y los protectores solares. Pero el niño no entiende de aceites ni algas, de suciedades ni peinados demodé. Al niño le peinan, las olas, ese vello que le oscurece las piernas y aún no le averguenza... todo llegará. El niño sólo se ríe y grita y, de tanto en tanto, inesperadamente, sorprende al fragor de las olas con un "mamá" en alarido. Aunque mamá no esté cerca el niño la nombra, imagino, porque en la humedad del mar ha recuperado el fluir de néctar en que le bañaba su madre, antes de nacer.

El niño nos recuerda que fuimos líquido, marea, agua, mar. Que no existía en nuestra naturaleza la solidez fea y fugaz de la carne. Y digo fea. Y digo bien. Porque como al niño el mar le reconcilia con su pasado, al adulto con su futuro, y descubre, paseando las playas levantinas, que los cuerpos gloriosos dejan de serlo mucho antes de lo deseado, justo cuando el niño deja de serlo, bien entrada la adolescencia. Y es que la carne se arruga, tostada de sol falso como cafetal invasor en las tierras de Cuba, por ejemplo. Y pensamos en Cuba y en mulatas que, lo sabemos, sólo habitan nuestros sueños delincuentes. Porque las que soñamos semejan la Lolita de Nabokov, pero en negro xerocopia. Luego, pasada la adolescencia, engordan, ofendiendo la lírica exacta de las mareas con su polifonía de carnes echadas a perder. Lolita debe quedar por siempre en pura literatura, que corren malos tiempos para la lírica.

El niño entra en el mar con idéntico jolgorio al mío cuando entraba en ti, hace siglos, soñando con suicidar al adulto, con nacer al niño. Nació, al fin, y hoy se aferra a mi mano para profanar la santidad redundante de un mar que le pertenece. Y me alegro de que así sea. Disfruto sabiendo que un día será, esta misma mano que sostiene la suya -minucia de piel de nube-, la que aborrecerá y despreciará por adulta, palurda, vieja, fofa y descolgada como las bañistas del Levante, por muy de fuera de la patria que vengan. Que la edad no entiende de nacionalidades. Hoy agarra mi mano, insisto, y entra en el mar, sumergiéndonos a ambos en el fluido que nunca debimos abandonar. Porque los sueños están hechos de agua salada, y maldito el día en que dejamos de soñar y desbaratamos la vida pensando que había de ser dulce. Nunca debimos pisar esta tierra que sólo sabemos pisar como si estuviese creada para sostenernos. Qué equivocados estamos, hijo, qué equivocados. Gracias por recordármelo. Y no me sueltes la mano. Que el mar, como la soledad, me aterra. Por absurdo, por redundante... como la soledad.

Y comprendo que igualmente aterra, al camarero del chiringuito, ese crepúsculo que los turistas celebran entre suspiros de cerveza y gafas de sol low cost. Porque cada nuevo crepúsculo, aparte hundir al sol entre algas y mareas, dibuja el contorno militar de los ejércitos del desempleo.

Turismo feo, este que engorda en euros y negocio turbio los bolsillos de unos pocos, mientras descose de esperanza truncada y futuro sin nombre los de unos muchos. Pienso que es porque son norteños, pálidos de piel, los turistas. Y sí, lo sé, las cubanas también engordan. Las frutas tropicales también se estropean, expuestas en exceso al calor. Pero no por eso dejan de ser tropicales. No dejan de ser negras, ajenas, exóticas, distintas. Y a mí, al contrario que al niño, el mar me parece una majadería redundante, aburrida y peligrosa. A mí ya sólo me queda buscar lo distinto, evadir la repetición. El niño repite de corrido la nana marina que su madre le cantaba al oído, cuando aún flotaba en sus mares de miel y saliva. Igualmente, repiten los próceres de la patria la nana enervante de las cifras del desempleo. Pero ellos, al contrario que el niño, desafinan.

Yo, hoy, hijo, aparte mi desempleo laboral, decido desemplearme del mundo sólo por verte reír cuando no puedes atrapar las olas. Y es que, aunque no todo en la vida vaya a ser el pájaro en mano no dejes nunca de ir a por el mar, hijo, amor... a por el mar.

martes, 19 de abril de 2016

make it rain!


Abril inició su andadura con una promesa de primavera desordenándole los labios. Los días vertían licor de luz y las calles de Madrid ya olían a espuma de cerveza, las terrazas de los bares dispuestas y preparadas a saciar la sed ciudadana. Pero resulta que abril se ha desarrollado al margen de mis (nuestras) apetencias, y un incómodo mohín de tormenta ruborizó su semblante.

De nuevo cerrar las ventanas. Apoyar la frente en ellas, para contemplar la lluvia, afuera. Igual la ventana de los días, aún cerrada a tu caricia, tu sonrisa y tu deseo, que surcan la memoria como las nubes, hoy, este cielo de plomiza ausencia. Pero la ventana, decía. Apoyo mi frente en su cristal, y el vaho me permite dibujar, con las manecillas del reloj que construyo entre mis manos, algo parecido al corazón de un niño.

Llegó la primavera con su aspaviento de color y brotes tiernos. Lienzo inútil, por lo repetitivo. Y ahora, abril, que no entiende de cromatismos, la emborrona de lluvia. Llueve, hoy, en Madrid. Y yo me asomo a la ventana, por ver si de repente llegas, de nuevo, por detrás, a sostener el arpegio de tabaco rubio de tus dedos en el pentagrama erróneo y negro de mi cintura. Llueve, hoy, en Madrid. Y, mientras mi piel se envenena de tu ausencia, la casa se infecta de Tom Waits y su poesía de taberna caduca.

Suena Tom Waits. Su voz de promesa quebrada inaugura el lodazal en que se suicidan mis recuerdos.

Tom Waits, en la foto de contraportada del álbum "Mule Variations"
Make it rain, aúlla el genio de Pomona, y pienso en dichos populares: ya ha llovido desde entonces, 19 de abril de 2008, Teatro degli Arcimboldi, cuando tú aún no existías, 8 años ya. Sí, en Milán, excesos del exceso de sueldo y tiempo libre que me permitieron excederme en aquel teatro italiano, vibrando con cada uno de los acordes en que enredaba su lírica ebria un cantante que decidió entonar como si nunca hubiese tenido voz, como si acabase de ver la luz tras abandonar una platónica caverna. Tom Waits decidía visitar Europa, en 2008, al albur de constelaciones y papel moneda, y yo soltaba el mío para asistir anonadado a su teatro de sombras. Decidí marchar a Milán, para ver a Tom Waits y, de paso, embriagarme de Navigli, aperitivi, albahaca y Campari, vino barato y hachís, todo preparado para el gran recital, un par de caladas más antes de entrar al teatro, unos cuantos tragos extra, no había sustancia que me fuese vedada cuando me disponía a embriagarme de la sustancia que, quebrada, brota de la voz caverna de Tom Waits para recordarnos que, a la salida, seguro, quedará alguna cantina abierta, cerca, en cualquier lugar, al albur de cualquier esquina enmarcada en orín de gato y vómito de mal de amores.

Recuerdo mucho de aquel concierto. Pero recuerdo, especialmente, aquel tema, Make it rain, y cómo, sobre el escenario, una lluvia de confetti dorado coreografió los espasmos neandertales del cantante estadounidense. Y su voz de fin del mundo, lamentando la pérdida del aquel mundo que fue hasta que ella decidió salir de su vida. Nada más. Otra canción de amor. Sólo eso.

Caminé, después, hacia el hostal, entre exclamaciones italianas (ya saben: mamma mias, aspavientos, ¿capiscis? y toda la parafernalia latina que tan torpemente, aún, seguimos intentando imitar los hispanos), apurando un nuevo porro, pretendiendo adivinar por qué el cantante reclamaba la lluvia, como quien reclama el tiro de gracia, para olvidar a la amada que ya no. Después, años después, llegaste tú, y comprendí que tal vez eso pretendía Waits en su canción: congregar tormentas y estaciones que humedezcan y hagan fluido el paso de los años. Que se sucedan las tormentas y las estaciones. Que el tiempo pase para desordenar el recuerdo de lo que fue y ya no.

Hoy, Madrid, lluvia, subo el volumen y grito: make it rain!

Llueve en Madrid, y este loco suicidio de gotas que entristece mi ventana contiene el sabor de un beso, aunque hoy sólo sea metáfora de los que suicidaste tú, valiente y eterna, contra el vidrio de mis labios. Porque en cada gota de lluvia anida la gota de deseo que humedecía tus labios cuando los postrabas ante mí. Y recuerdo, ¡ay!, cómo llovía tu vientre entre mis dedos, antes de hacerlo entre mis labios, cómo naufragaba en tu tormenta el salmón inconsciente de mi lengua, cada vez que te agotaba y me agotaba, a tus pies, desnudo de ropa y mortalidad, vestido únicamente con la seda niña de tu piel de latido y siempre.
Llueve en Madrid. Abril ha vuelto a equivocarse. O, al contrario, sólo ha cumplido a rajatabla las normas no escritas de los refranes, en abril aguas mil, y cuestiones del estilo. El caso es que Madrid se moja y mis dedos están secos por más que buscan la humedad de aquella lluvia que me regalabas para hacerme comprender por qué gritaba cada vez que escuchaba a Tom Waits cantando Make it rain.

Hoy dudo si aquellas lluvias provocaron besos o sólo metáforas. Las cerraduras me miran con sarcasmo. Por eso prefiero darles la espalda, y asomarme a la ventana recordando que las obstruías con candados de juguete, para acercarte hasta mí y besarme, segura de que nadie abriría la puerta de aquella habitación. Tampoco la de este futuro que es ya, y que no habitamos juntos. Yo no te lo dije nunca, pero ahora sé que te cantaba, descosidos mis labios por el punzón de los tuyos: make it rain!

miércoles, 23 de marzo de 2016

los libros suicidas

La prensa informaba, hace unos días, del cierre de la biblioteca municipal de un pequeño pueblo catalán. El alcalde afirma que no más de 5 lectores ingresaron en la sala de lectura, durante el tiempo que permaneció abierta. Así que han decidido emplear el inmueble en labores más modernas, con más seguimiento (suponemos), y lo han reconvertido en espacio de coworking

Pues una biblioteca menos. Tampoco es tan grave, si somos realistas. Lo que indigna es saber que los miles de volúmenes que languidecían en sus estantes han sido depositados en el contenedor de reciclaje. El alcalde defiende esta medida por las recomendaciones que recibió de "varios expertos", que le hicieron ver el "escaso valor" de los volúmenes enviados a reciclar. O sea, que entre los expertos, el alcalde, y los vecinos que nada objetaron, en un pequeño municipio han decidido suicidar unos pocos miles de libros. Porque estoy seguro de que quien se suicida sólo espera encontrar en su definitiva ausencia una migaja del pan de vida que creyó negado hasta el fatídico momento. Igual los libros, en el contenedor de reciclaje, esperando encontrar, en los nuevos papeles que reconviertan su grafía de literaturas que a nadie interesan, una página en blanco en que otro imbécil literato pretenda insuflar vida a sus lamentos. Un suicidio, o sea. Inducido, pero suicidio.

Pienso ahora si es lícita mi primeriza indignación tras leer dicha noticia. O la del grupo de la oposición consistorial, que se ha alzado en defensa de la cultura y, de paso, de los pocos réditos que tal protesta pueda acarrearles, en las urnas, cuando arrecie el período de elecciones. Y me cuestiono la licitud de esta indignación al recordar que uno mismo se ha pasado la vida suicidando palabras, cigarros, botellas, nostalgias, caricias y, ¡ay!, también besos, muchos, demasiados.

La idea del coworking, o sea, la reconversión de la pequeña biblioteca catalana en espacio de colaboración entre emprendedores, no es tan mala. Que no están los tiempos para literaturas, y libro no leído es libro muerto, y libro no publicado es libro que no existe, y libro no distribuido es libro que nunca fue, y demasiadas páginas inservibles asfixian las estanterías de librerías y similares. Hemos creado un mundo en que emprender significa obtener rédito económico. Escribir no es emprender, creo que entienden el silogismo.

Y es que uno escribe a sabiendas de que a nadie interesa este burdo tropel de metáforas y verbos con que cumplimento la hoja en blanco de los días. Y uno comprende que escribir, hoy, sin mayor ánimo que el de poner grapas al descosido loco de las estaciones, es un acto suicida. Luego pienso que no estoy solo. Que hay muchos otros que secundan (con mayor tino y maestría) mi desatinado empeño. No está mal, saberlo. Pero no alivia, a qué engañarse, este mal de muchos que consuela mis horas más idiotas. Al fin y al cabo, ya digo, es más grave recordar todos los suicidios de vidrio y papel de fumar que he cometido, todas las pistolas con que he encañonado la diana voluble de un beso, un amor, para contemplar, después, desperdigados sobre el piso, sus vísceras de eternidad y su celofán de promesas.

Pero, por restar dramatismo al asunto, pienso que amores, alcoholes y drogas (creo que antes sólo mencioné el tabaco... pues miren por dónde, esto también), sólo toman vida para suicidarla entre los labios de quienes no sabemos utilizarlos. Por eso escribimos, y tal vez no me preocupe tanto que tiren libros a la basura, o los reciclen en papel moneda, sino el hecho de que consideren estos de "escaso valor". Porque eso me lleva, una vez más, a cuestionarme los motivos de mi enferma batalla contra el teclado. Porque no es con el teclado -la batalla-. Es contra éste. Y quizás también, al fin, uno mismo escriba contra el lector. Y comprenderlo duele, qué le vamos a hacer. 

Permítanme, pues, mis escasos lectores, que hoy abandone la escritura y me dedique a suicidar tabacos y licores... besos o caricias, qué le vamos a hacer, no encuentro esta noche.

jueves, 25 de febrero de 2016

lo real

Mobile World Congress Barcelona 2016 es, según la propia página web del evento, la mayor muestra de telefonía móvil, Internet móvil, y aplicaciones móviles... así de redundante. Y mucho movimiento es el que se registra en el interior del recinto que acoge tan magno evento. Al contrario que en el exterior, donde la movilidad se ve incomodada por una huelga de trabajadores del Metro de la ciudad. O sea, que las personas llegan a la asamblea de lo móvil como en cámara lenta, inmovilizadas como se hayan en distintos puntos de la ciudad por carecer de la fluidez habitual uno de los principales medios de transporte.

No me han quedado claras las reivindicaciones de los trabajadores del suburbano. No presto mucha atención últimamente a las noticias, me parecen en exceso envenenadas, sepan disculparme. Me han quedado más claros, eso sí, muchos de los trepidantes avances expuestos en tan frenético congreso. Tal vez, sólo sea que los noticiarios han prestado mayor atención a estos que a aquellas. O, muy probablemente, que ando yo estos días torturado por el látigo de tu ausencia. Y es que cuando la vida se detiene como corazón infartado, o el corazón se desentiende de la vida, poco o nada importan las reivindicaciones de las masas obreras, seamos sinceros (aunque obreros, también). Me faltas, ya digo, estos días, y el motivo se me antoja tanto o más difícil de comprender que las reivindicaciones de los subterráneos trabajadores barceloneses.

Y cuando la realidad duele, nada mejor que instalarse en lo virtual. Por eso memorizo con facilidad los mil y un parabienes que oferta el citado congreso móvil. Y es que a partir de ya -desembolso económico por medio- podremos confeccionarnos una realidad al antojo de nuestros deseos, gracias a los avances tecnológicos, cuando la realidad deseada se revele imposible por medios naturales. Realidad virtual, lo llaman, y es el futuro, aseguran. Además, tendremos cámaras de vigilancia que desplazaremos por los distintos rincones del hogar desde la pantalla de nuestro teléfono móvil, para que luego algún miembro del gobierno se ponga dramático, en televisión, advirtiendo a las adolescentes que si su novio les espía el móvil no le dejen, que eso es violencia machista. También podremos convertir nuestros teléfonos en cámara fotográfica, y sentirnos artistas o informar de la realidad mejor de lo que lo harían muchos de los reporteros gráficos que ponen fondonas las listas del desempleo. Y, si no nos va lo fotográfico, tranformaremos el móvil en un equipo de música, para que las autoridades puedan seguir cerrando salas de conciertos, que ya nos la guisamos y comemos cada uno desde el interior de nuestro teléfono. Y el último grito: móviles con geolocalización multisensorial interna, que permite ubicarse en el interior de cualquier establecimiento cerrado sin miedo a equivocarse. Entre sus beneficios, defienden los comercializadores de la cosa, el de que un paciente pueda orientarse en un hospital sabiendo hacia dónde dirigirse en caso de luxación para no acabar desmembrado en un quirófano que practica cirugías regeneradoras. Esto permitirá, también, ahorrar puestos de trabajo en el interior del propio hospital y, de paso, unos pocos millones de euros al asegurar que cualquier anciano, de esos que consume en demasía pastillas y presupuestos, quede varado a las afueras del hospital por no disponer de móvil, no saber utilizarlo o no encontrar personas encargadas de guiar sus frágiles huesos por entre la cirugía de formol y bisturí del centro hospitalario.

A mí, lo real, estos días, se me hace tan doloroso que desearía poder teletransportarme a Barcelona y hacerme con uno de esos ingenios de realidad virtual. Una realidad donde el dolor sólo sea un nuevo aluvión de refugiados a la deriva, y las lágrimas el corrector de dioptrías de una madre africana que ve (de nuevo) morir a su hijo. Aunque, al hilo de esto, seamos justos y no hagamos demagogia: en el citado congreso se ha anunciado también la decisión de los operadores de telefonía móvil de "reducir la brecha de género en el uso de la telefonía móvil, especialmente en los países en vías de desarrollo". De esta forma, aseguran, podrán permitir que muchas mujeres se integren socieconómicamente pudiendo realizar, con el móvil, todo tipo de transacciones comerciales. No explican cómo podrán disponer de dinero con que pagar a través del móvil, dichas mujeres. Pero lo que importa es que podrán comprar. Lo importante es comprar, ya saben... y a mí la demagogia es que me revienta las costuras, qué le vamos a hacer.

Fabuloso y prometedor todo este mundo virtual en que podremos movernos con despreocupación y soltura. El problema es que el Congreso finaliza, salimos de la realidad virtual, y entramos en lo real, donde nos espera una huelga de trabajadores de Metro que nos impedirá llegar a casa a la hora de la cena. La realidad, por tanto, es la huelga. Aunque desconozcamos los motivos de la misma.

Y a mí, afuera de esta realidad virtual que me proveo golpeando el teclado, me espera tu cuerpo en huelga. Huelga de brazos caídos de su propio abrazo. Huelga de labios cerrados a sus propios besos. Huelga de hambre que ningunea el líquido elemento que exuda mi piel y del que, hasta ayer, te alimentabas, golosa. Afuera, ya digo, me esperas tú. Y estás ausente, en huelga. Y tu huelga, hoy, es mi única realidad, aunque aún no comprenda los motivos de la misma. Debe ser que no los dieron en televisión. O que cuando lo hacían yo no prestaba atención, y andaba pensando en sentarme frente al teclado para seguir añadiendo ladrillos a esta realidad virtual que hoy se me desmorona para descubrirme el desolado solar de tu ausencia.

...como una escena del viaje de Chihiro...

lunes, 1 de febrero de 2016

lo raro

Revuelta en un colegio patrio. Los padres de un puñado de alumnos han llevado a cabo el escrache más doloroso en lo que llevamos de "democracia". Y tal vez no haya ocupado los titulares, este escrache, por no ser poderosa ni famosa su víctima. También, porque se trata de un escrache inverso, en que los que lo llevan a cabo se esconden, en vez de acudir en masa a las puertas del hogar del asediado. Sí, lo sé, eso se llama huelga, pero huelgo utilizar tal término por hallarse ya en desuso. Me explico: en el citado centro escolar recibía clases un niño con "necesidades educativas especiales". Sus compañeros de clase se han declarado en huelga, siguiendo directrices paternas, para lograr que el citado chaval sea expulsado del centro "educativo". Así como lo leen, no me invento nada.

Recuerdo las películas de David Lynch. Recuerdo desear -pero ni poder intentarlo- huir de la martilleante pesadilla de Eraserhead. Recuerdo la ruleta rusa de escalofríos que jugué con Blue Velvet, cada disparo una bala, ora una oreja seccionada en que hacían banquete las hormigas, ora Dennis Hopper aullándonos la bienvenida al mundo de la jodienda. Recuerdo a Marilyn Manson como el personaje más vulgarmente corriente de la desquiciada Lost Highway, y Bowie lamentándose, en los créditos, de lo desquiciado que se encuentra. Recuerdo descubrirme aterrorizado y enfebrecido en lujuria mientras contemplaba el coito de carne y pesadilla que perpetraban Naomi Watts y Laura Elena Harring, en Mulholland Drive. Recuerdo, cómo no, un enano que baila como nadie debería hacerlo, un gigante con el cráneo rapado, un pájaro que aúlla su nombre y una grabadora que registra nuestros miedos, en Twin Peaks. Recuerdo, al fin, los comentarios de amigos y amantes: estás fatal, ¿de verdad te gusta esto? ¡No es normal! Es una tomadura de pelo. Creo que, de haber sabido lo que significaba el término, hubiesen hecho escrache cada vez que yo les invitaba acompañarme al cine. Escrache inverso, claro. Y es que Lynch no era normal. Al menos cuando aún no estaba de moda. Lynch debía ser subnormal, necesitado de "educación especial" o algo por el estilo y, como tal, no debería ser admitido en clase. Pero resulta que permanece en clase, y de profesor, ¡fíjense!, gracias a las loas de más de uno de entre quienes, en sus inicios, denigraron su obra inclasificable y vehemente.

David Lynch, cortesía de "la red"
Antaño, los engendros que la mente de Lynch decidía aferrar al celuloide con garras de espanto y carcajada, eran poco menos que anomalías. Hoy, ahora, ya, en este momento histórico en que hemos dejado de denigrar a Freud y sus acólitos, en estos tiempos en que asumimos que nuestro interior tiene más de engranaje defectuoso que de alquimia mirífica, es que reconocemos el genio de Lynch por haber inmortalizado en la pantalla del cine el aura de los fantasmas que, hasta ayer, sólo se proyectaba en la pantalla inversa de nuestras pesadillas como espejos.

Si llevamos a nuestros hijos al colegio, aparte para lograr que no nos arrebaten la franja horaria que dedicamos a ganar la economía que nos permita sostenerlos, es para vivir tranquilos sabiendo que están siendo bien educados. Así que no permitiremos que la corrección política imponga a nuestros descendientes el acompañarse durante tantas horas de un niño subnormal, por ejemplo. Pero resulta que ese niño sólo es un diseño humano desbaratado por la pedrada envidiosa de un dios imperfecto. El niño habitaba el confort afelpado de un útero amante. Nadaba, se zambullía, chapoteaba en los cauces rosa y latido del vientre materno subiéndose, de tanto en tanto, a ramajes de arteria benévola por querer ver de cerca los pajaritos del futuro. Y en esto que la envidia de un dios descreído de su propia creación decidió lanzarle una pedrada para hacerle bajar del árbol, hiriéndole el entendimiento de por vida, dejándole en un limbo de pájaros afónicas, luciérnagas sin luz y escarcha de primavera. Así nació aquel niño defectuoso. Y aunque él, seguro, hubiese preferido permanecer varado en la marea felpa y carmín con que le acariciaba su madre, llegó aquella otra madre más cruel: natura, a imponer sus ciencias y calendarios: el niño descubrió la luz del paritorio, entre llantos, como quien se asoma a un holograma de tinieblas.

Hoy el niño acude a clase junto a otros niños. Pero no puede jugar con ellos. Estos también le lanzan piedras. Los propios padres las han depositado en sus manos para alejar el fantasma del miedo a lo distinto, para asegurar a sus descendientes un futuro normal, lejos del posible contagio de lo raro, lo anormal. El niño subnormal, o sea. Por eso proporcionan piedras a sus hijos. Para que asusten a ese fantasma con forma de niño cuyos juegos no entienden. Porque ese niño no juega normal, o su juego tiene unas normas demasiado libres que aún nadie les ha explicado (ni lo hará) en clase. Y es que lo anómalo asusta, por su cercanía, no vaya a ser que una improbable ósmosis envenene al resto de la sociedad.

A ciertas edades, los niños deben estar ya programados para un futuro de cifras y normas. No pueden seguir jugando en su palacio interior de gorriones y guirnaldas. Por eso hay que expulsar al niño defectuoso, para que no envenene al resto desbaratando su futuro de economías y ganarte el pan con el sudor de tu frente. El niño subnormal, como las criaturas de Lynch, asusta. Tal vez porque, como aquellas, porta en su interior el juego que perdimos cuando decidieron hacernos adultos. Así que mejor expulsarlo de clase, alejarlo de la manada. En el fondo, creo, hacen bien los padres del resto de chavales... que la manada, ya sabemos, hace jauría y asesina cuando huele la sangre fresca.

Antes de resbalar por el terraplén del pesimismo, me acomodo en el sofá, enciendo la tele y me dispongo a visionar de nuevo Rabbits, esa teleserie de Lynch en que los protagonistas tienen cabeza de conejo. Sus orejas, de grandes, recuerdan las de burro que colocaban antaño, en clase, a los niños distintos, para hacer mofa de su natural torpeza, proporcionando así ejemplo al resto de alumnos.

Y perdonen si he llamado subnormal al niño en cuestión. Sé que no es políticamente correcto. Mejor sería decir niño con "necesidades educativas especiales"... y expulsarle del colegio.

lunes, 11 de enero de 2016

¿hay vida en Marte?

Te sorprendió que yo comentase que David Bowie era el único hombre por el que me sentía atraído. No te sorprendió porque Bowie fuese el único, sino porque me atrajese uno, entiendo. En la noche, al albur de maullidos urbanos y basuras de todo lugar, entré en ti con la terquedad del ludópata que se resiste a abandonar su última partida. Tú te atreviste a decirme algo así como que lo mismo preferías a Bowie. Qué torpe, de verdad, qué torpe. No te lo dije, pero el orgasmo postrer casi que me lo dispuse yo solito. Y no, no pensaba en ti. Que en el amor se comparte o se combate, y a mí no me van las batallas. Eramos jóvenes e imbéciles, pero quizás mi único rasgo de inteligencia, entonces, era estar enamorado de Bowie. Han pasado los años. Muchos. Tal vez demasiados. Anoche eras otra, afortunadamente. Una otra que me conoce y respeta y, tal vez, ojalá, me ama. Una otra que dispuso el mantel de su vientre sólo para recojer sobre él las migajas de mis besos más desordenados. Dormí profundo. Momentos antes había estado escuchando Blackstar, la última genialidad de Bowie. Reconozco que cierta pesadumbre acompañaba cada compás, y tu amor supuso bálsamo de algo oscuro que se inquietaba en mis adentros.

El café de la mañana, por un instante, se ha disfrazado de arsénico al descubrirme leyendo que David Bowie había muerto. He acudido a la prensa y no he encontrado noticia. El móvil se ha colapsado con mensajes de condolencia de amigos y conocidos. En las redes sociales alguien aseguraba que era bulo. He decidido creer a quienes se equivocaban (algo muy mío, por otra parte). Cuando muere un ser querido la negación de los hechos es nuestra primera arma de defensa. Luego descubres la pólvora mojada, y un arma que no sirve para disparar, mucho menos para defenderte de la realidad. La noticia era cierta... Bowie ha muerto mientras yo pensaba en que, llegada la noche, volvería a naufragar en los resquicios, requiebros y desquicies de su última obra maestra, ese Blackstar que venía consumiendo sin control desde hace un par de días. Bowie ha muerto y yo, en casa, asimilado ya lo inevitable, he comenzado a acariciar todos los CD's en que habita su música, como jugando a una ruleta rusa en que cualquier canción que elija contendrá el proyectil letal. Así que he decidido no escuchar ninguna, no escuchar hoy su música, vivir hoy sin tu voz... 

Portada de "Blackstar", última obra musical de David Bowie
Pero tu voz me acompaña desde hace ya demasiados años, tu música ya hizo nido en mi pecho como pájaro primigenio, mis músculos ya ejercitan sus acordes para mantenerme en pie, obligándome a caminar los senderos intolerables de esta vida. 

Ahora sólo me apetece llorar. Porque ha muerto una parte imprescindible de mi vida. Se ha ido un amigo culpable, en gran medida, de que yo, hoy, sea lo que soy... por poco que eso signifique. Un amigo de los que a muchos lleva una vida encontrar, y muchos otros jamás tienen la suerte de conocer. Lloro por eso. Lloro por mí -tremendo egoísta-, no lo hago por él.

Pero por un momento me siento menos egoísta al comprender que mi llanto, también, es por todos los que están condenados a vivir en un mundo sin David Bowie, que ni escucharán su voz ni siquiera llegarán a conocer su nombre, que jamás tendrán su amistad y pasarán por la vida preguntándose si hay vida en Marte... o si el nuevo iPhone viene con detección de personas afines, que al fin es lo mismo.

Así que el hombre de las estrellas ha continuado travesía. A los terrícolas nos queda la responsabilidad de mantener su nombre vivo y permitir que otros sepan que hubo un día un alienígena que vino a salvarnos del tedio y la mediocridad con su voz, su música, su elegancia, y su manera de estar en el mundo: sublime, como pocos llegaron a hacerlo. A quienes aquí quedamos, después de haberte conocido, nos queda la obligación de enseñar a esos que vivirán en un mundo sin ti que tu sexualidad es sólo tuya, que la única moda existente es la que tú decidas marcar, no la que te dicten, que las convenciones sólo están hechas para los convencionales, que si tienes algo valioso deberías compartirlo, que la generosidad no es de débiles ni cobardes, que la creatividad es alimento para el alma, que héroes no son los que juegan al fútbol ni aniquilan ejércitos, sino los que deciden defender sus convicciones contra el imperio de los uniformes, que lo negro es bello y lo indefinido seductor, que la curiosidad no mató al gato sino que le afiló las uñas de arañar estereotipos, que estarse quieto no ha de suponer sentirse cómodo, que se puede ser feliz sabiéndose diferente, que el atrevimiento siempre es positivo, que la provocación ha de ser arte y no exabrupto, que ninguna norma se hizo por justicia sino por ansia de someter, y que es justo y necesario saber destrozarlas a dentelladas con los labios pintados de carmín, que lo extraño es bello si nos cambiamos las gafas de mirar de lejos, que en el animal habita la elegancia, que un hombre puede bailar con más armonía que todo un ballet de femeninas féminas, y que la música (como todo arte que de tal se precie) no es cuestión de estilos sino de estilo. 

No sé cómo lo haremos, a partir de ahora. Pero fuera de impúdicas condolencias públicas (como esta), sólo nos queda la labor de recordar, a quienes vivirán en un mundo sin ti, que al fin y al cabo, quienes te conocimos y amamos, no somos tan mala gente, y que algo de culpa tendría tu música y el grandilocuente y lindo envoltorio en que nos la decidiste regalar.

Cielo de lluvia sonrojada y cobarde esta noche. Y, como novedad, desde hoy, una estrella negra desordenando el orden celeste. Y es más bella que las otras... es distinta, ya empezaba a causar hastío la dictadura refulgente de los astros, al menos a mí, que nunca me han importado mucho, que nunca me he preguntado si hay vida en Marte, que he preferido cuestionarme acerca de las miserias de este planeta que has decidido abandonar, amigo.

Por mi parte, para empezar, intentaré mañana la heroicidad de volver a escuchar tu voz sin regalar una nueva lágrima al suelo. Y tal vez pueda ser héroe... aunque sólo sea por un día.