miércoles, 11 de noviembre de 2015

el tiempo vuela

Te has acercado a mí mientras leía las noticias en la pantalla del ordenador. Me has derramado en el cuello el tintero en que tus labios mojan sus mejores versos. Saliva azul tatuando meandros en mi pecho. Al instante, sin previo aviso, has marchado a hacer no sé qué cosa. Contrariado, he regresado a las noticias. Mal escritas, alevosas, cicateras, dañinas. He decidido liarme un cigarro. El paquete de papel de fumar avisa, en su lomo: flying paper, papel volando -según me explica el traductor de Google-. Pues vaya, si lo sé no acudo a Google, que a esa conclusión me permite llegar mi desnivelado nivel de inglés. Liado el cigarro le he aplicado el soplo azul de una llama. De fósforo, que queda muy Bogart abandonado por la mujer que ama. Y es que así me siento, pero con menos estilo que Bogart. Al aplicar una profunda calada al cigarro se ha desprendido un escueto pedazo de papel, a media combustión, que ha ejecutado promiscua danza, a lo Nijinsky, en la atmósfera célibe del cuarto en que trabajo, tornando a cada momento más oscuro y leve, con sus piruetas de acróbata microscópico.

Al entrar tú, de nuevo, en la habitación, el flying paper ha decidido suicidarse, desde las alturas de una gravedad equívoca, contra el piso vertical de tu axila derecha. Allí, ha regalado opacidad a una gota de sudor que te buscaba las cosquillas. Mi lengua la ha exiliado de tu cuerpo, y mi paladar se ha envenenado de ceniza y deseo. Pero ha vencido la ceniza. Tú, de nuevo, has abandonado la estancia, marchando a hacer no sé qué otra cosa.

Entre masturbarme o seguir fumando, en esta ocasión, he elegido lo segundo, y seguir leyendo las noticias. Una, la más pequeña, la menos grandilocuente, ha reclamado mi atención: han descubierto que un español desaparecido hace 17 años vivía como ermitaño en una tienda de campaña situada en los alrededores de un pueblecito de la Toscana. Como aún te siento cerca pienso que es normal que el desaparecido se hubiese exiliado en la Toscana, que tiene nombre hembra y espigas de vello púbico surcándole los campos. Aunque la realidad, imagino, ha de ser más prosaica. Tal vez el citado español que quiso desaparecerse, fuese una suerte de Nostradamus ibérico. Seguro que, hace 17 años, ya pudo augurar a esta sociedad, leyendo las noticias, un futuro más negro que la ceniza del cigarro que consumo. Creo que por aquel entonces los teléfonos móviles no incorporaban GPS, y si lo hacían eran los demasiado caros, los que hoy, igual de caros -o más- han democratizado la idiocia del gasto banal y superfluo. Pero puedo asegurar, sin miedo a equivocarme, que nuestro Nostradamus patrio no disponía de ese tipo de aparatos. Así pudo marchar, libre y anónimo, para olvidar un mundo que ya no le necesitaba.

Huyó, desapareció, voló como lo hacen las noticias en pugna con la fugacidad de los días, como el flying paper con que me lío estos cigarros que saben a madrugada y fracaso. Pero los periódicos, hoy, carentes de profesionales comprometidos y sobrantes de intereses económicos, han de rellenar los huecos que dejan las bajas de las guerras del hambre, como bocas cariadas de niños que a nadie interesan salvo a sus padres muertos bajo los bombardeos de los daños colaterales, como casas que perdieron su familia en la guerra de las hipotecas dejándose extramuros la palabra hogar, como nóminas que perdieron sus cifras de pan de ayer para mejor amasar las hogazas de diseño integral de los potentados, como políticos que perdieron la razón desde el primer instante en que juraron poseerla como poseían el deseo inalienable de servir al pueblo, los periódicos, digo, a falta de informar, no vaya a ser que sus escasos lectores alcancen a comprender en qué mundo viven, han de rellenar los huecos con noticias que a nadie importan salvo, quizás, a mí, que le deseo al Nostradamus español la mejor de las suertes: que no le sigan buscando (parece que huyó, de nuevo, una vez descubierto), que le dejen recorrer la Toscana en libertad, como yo recorrería esta noche tu cuerpo si me dejasen. Si me dejases, pero es que siempre tienes cosas que hacer, y descubro que no has besado mi cuello, y que la axila que he lamido hace apenas unos instantes, era la que fulguraba en la pantalla del ordenador, anunciando un nuevo desodorante e impidiéndome la lectura de las noticias. Me refiero, ya saben, a esos pop-ups que amenazan con devorar el presente, esos anuncios que ocupan toda la pantalla y son hoy, ahora, ya, única noticia del pensamiento único: compra, si no quieres quedarte atrás o, en el mejor de los casos, flotando cual flying paper de cigarro a medio consumir.

Pienso en ese español clarividente, autoexiliado en los campos de la Toscana, y me da gana de abandonar las noticias y exiliarme en tu recuerdo, recorriendo mi piel con estos dedos que ya apenas sirven para merodear palabras, o para sostener cigarros a los que se les vuela el papel. Y es que hay noches en que hasta los objetos inanimados le rehúyen a uno.

jueves, 22 de octubre de 2015

el origen de las especies

De Darwin, lo reconozco, no retengo mucho más que sus singladuras por tierras ignotas. Ignotas en aquellos tiempos, que hoy son pedazos de retales cosidos por la aguja certera del exotismo mal entendido y el viaje peor organizado, a mayor gloria de la vacuidad de los viajantes... que no viajeros. Quiero decir que Darwin cultivó aquella barba de ogro bueno a base de kilómetros y ausencia de Gillette, dilapidadas sus jornadas en la observación de aves, reptiles y homínidos. Luego vino su literatura sobre el origen de las especies que, aún, hoy, demasiados siguen negando en aras del buen gobierno y la indestructible fe monoteísta... curioso: monoteísta, de mono: uno, como mono: antepasado de lo que hoy somos y que niegan dichos poseedores de una fe única. Y es que tener una férrea y única fe es como no probar nunca del segundo plato, por más apetitoso que aparente.

Pero estudió, el barbado naturalista británico, no sólo el origen de las especies amparado en la selección natural que hoy denominamos ley de la selva o mercados financieros, sino también determinados mecanismos con que los animales proceden a amedrentar a sus iguales. Entre ellos: el grito. Sí: el grito, como en el celebérrimo cuadro de Munch que nadie aún parece comprender.

El grito (Edvard Munch, 1893)
En su momento nadie escuchó la voz de Darwin (hablaba en voz queda, dicen, o le resbalaba por la barba sopa de letras que a nadie apetecía descifrar). Andaban todos vociferándole epitafios para el nuevo viaje que, deseaban, emprendiese por los infiernos del Dante, por ejemplo. Pero parece ser que los científicos del ahora han demostrado que tenía razón, el naturalista del ayer, al defender que ciertos ejemplares de macho antropoide, perdidas sus esperanzas de comandar la manada al hilo de sus razonamientos intelectuales, se dedicaban a berrear, gritar, aullar, para mejor recuperar el trono de macho alfa del que comenzaban a hacerle bajar otros monos menos escandalosos, más inteligentes. La noticia científica a que aludo, por resumir, afirma que los monos que más gritan son los que menos esperma (y de más baja calidad) atesoran en sus testículos. Así que palían su notoria carencia de atributos realmente apreciables (los que aseguran el futuro de la especie) con estentóreos chillidos que tienen como objetivo asustar y revestirles un aura macho y gubernamental de la que carecen.

Pienso en Darwin, en sus barbas de sosegada ribera y su mirar de mono añoso y sabio más por el viejo que era que por el diablo que aseguraban suponía, y enseguida me vienen a la memoria las imágenes de los noticiarios, y esa recua de políticos, gobernantes y criminales (discúlpenme la redundancia) que se golpean, hoy, el pecho, haciendo alarde de las torpes coreografías de cifras mentirosas que sobornan las estadísticas del desempleo, por ejemplo. La manada les aplaude. Ellos aúllan números. La manada se enardece. Torna más manada que nunca. Ellos levantan la voz, gritan. Ninguna inteligencia en su discurso, ¿para qué?, no es necesario, lo importante es aullar cifras, descerrajar disparos de guarismo contra la nuca neandertal de aquellos a quienes las únicas cifras que preocupan son las que ensucian su nómina para advertirles que no podrán llegar ni a mediados de mes con semejantes ingresos... y luego, claro, también, cómo no, a aquellos que nada ingresan más allá del hambre y el vértigo de una vida que se desangra al albur de los relojes o de los senderos de mastín hambriento de las fronteras primermundistas.

Concluye el citado estudio científico que dichos monos aulladores de inepto escroto son los que reúnen a su alrededor harenes de hembras que, emocionadas por su potencia vocal, imaginan idéntica potencia en todos sus órganos. Claro que, los monos, las monas en este caso, no saben que la voz es instrumento de cuerda, mientras que el sexo, puedo asegurarlo, es órgano de fuego que crepita con suavidad de fogata para despertar incendios de aquelarre. Así que gritan los monos las cifras del desempleo en caída libre, y hacen manada o harén de monas que aún no pasaron ese estadio de la evolución que les convertiría en mujeres y, por tanto, seres inteligentes. Así se quedan todos/as: en simios, por más que luego denosten el origen de las especies en la misa de los domingos y la ceremonia de las urnas.

Corren tiempos de vocinglera política y sálvese quien pueda. Corren tiempos de vivir al paredón, que diría Aute. Así que lo mejor, tal vez, sea abandonar la manada, volver al hablar pausado del uno a uno, la caricia inexacta del ya casi te conozco, el orgasmo sostenido en la cuerda floja del agotamiento. Y dar rienda suelta en tu vientre al córcel prudente de una polución profusa para escuchar cómo en tu latido, mujer, toma forma un futuro que, espero, vendrá a reírse de políticos y mercaderes con una carcajada de silencio y un orgasmo de miradas que no necesitan gritar para decirse las verdades.

Andan aún los estudiosos del arte enredados en la telaraña que labrase con su pincel Edvard Munch, intentando averiguar el sentido últmo de su más famoso lienzo: El grito. Yo, hoy, ya lo he dicho, pienso en Darwin, e imagino que tal vez el pintor noruego sólo quiso reclamar para sí la herencia intelectual de un hombre que se sabía tan cerca del mono que eligió, de entre su tremebiunda manada, al que no grita, al que escribe sus pareceres con calma intentando recordarnos que deberíamos haber evolucionado desterrando definitivamente el grito, el alarido, la ofensa, la mentira vociferada que sólo esconde carencias sexuales. Porque una carencia sexual, lo lamento, nunca podrá albergar el origen de las especies. Por eso el hombre de Munch grita en silencio. Como Darwin. Como tantos y tantos que, hoy, son anulados por el vociferante aullido del macho alfa que tiene vacía la bolsa escrotal por tener bien repleta la bolsa mercantil de la cuenta corriente. Sí, además, están rodeados de hembras... pero no de mujeres, conste.

domingo, 27 de septiembre de 2015

el día de la independencia

Tiemblan los tambores del antaño y la manifestación masiva. Tiemblan políticos y mercachifles. Tiemblan los muñones de quienes aplauden con las manos que su cerebro les quiere inventar. Tiembla el terruño y los brotes de niños aún por nacer, ante el milagro posible de un futuro libre e independiente. Libre e independiente... ¿de qué? Y, quede claro, proclamo: bravo por la autodeterminación de los pueblos, bravo por autodeterminación cualquiera. He de expresarlo con claridad, no vaya a ser que no se comprendan las palabras que hoy quiero esculpir en este libro idiota de la cibernética fugaz.

Hoy, ya digo, en esta tierra que sufrimos mientras nos soporta, más de uno clama por la independencia, mientras otros tantos reclaman a gritos lo opuesto. No sé, no puedo saber, no tengo capacidad ni criterio para emitir una opinión sosegada, al menos más sosegada que la de los contertulios profesionales que rugen las ondas televisivas a mayor gloria de sus bolsillos avariciosos. Yo, lo siento, sólo sé que hoy, el mismo día que muchos ciudadanos reclaman para sí la independencia de un estado, un sistema, una cosa que no alcanzan mis deterioradas neuronas a comprender, hoy, justamente hoy, recibo noticia urgente de que mi sexo reclama, también, independizarse de mi cuerpo. 

He amanecido húmedo de glorias freudianas de esas que desmenuzan los sueños sobre la tabla de cortar del deseo más imperioso. He despertado mojado, hoy, con una flor de esperma marchita sobre la cosecha tierna de las sábanas. He contemplado mi sexo, más bien este me ha contemplado a mí, con su horrible mirada polifémica aullando frases que no logro comprender. He ido hacia la cocina, como cada mañana, con el incendio frustrado de un cigarro asfixiándome los pulmones, a prepararme ese café negro como deseo insatisfecho. Es entonces que he comprendido la humedad con que mi sexo ha desprestigiado la nívea pradera del lecho. He asimilado que, alejado de ti, amor, mi sexo es órgano insatisfecho, pueblo frustrado en que los miles de habitantes que lo componen reclaman mejor gobierno. Ondean la bandera de la humedad como enseña de su identidad dolida, hoy, mientras yo ninguneo su deseo de autodeterminación oreando las sábanas al sol de una mañana de otoño desorientado.Quiero decir que mi sexo reclama la independencia. Proclama su identidad propia, su carácter distinto, y una lengua particular que desarregla los acentos con el tartamudeo de tu paladar hambriento, hasta tal punto que habla idiomas que yo no conozco, por más que lo pretenda. Porque mi sexo presume de una dicción de diptongos ensalivados y esdrújulas ardientes, cuando entra en casa, en ti, y se siente nación independiente de mis pensamientos e impulsos. Si sólo en ti reconoce su identidad, ¿para qué negarle la independencia?

Y es que mi sexo siembra caudales de riqueza en tu vientre, y no precisa de mis torpes economías domésticas para hacerse una vida cómoda. Es que mi sexo sólo en ti se acomoda, y no precisa de salones quietos ni de esplendorosas economías. Mi sexo, al fin, es puro despilfarro, y le basta con la economía sumergida de las mareas en que se bañan tus orgasmos, amor, qué le vamos a hacer, no puedo exigirle obligaciones presupuestarias, a mi sexo. Así que he decidido otorgarla libre albedrío. Que se independice, si lo considera necesario, que edifique nueva patria en tu vientre o en tu paladar. O en ambos, por qué no, que tal vez sean nación idéntica. 

Ha pasado el día y he visto a mi sexo debatir la conveniencia o no de independizarse del resto de mi cuerpo (de mi mente ya es independiente). Momentos de flamígero falo ondeando la bandera de un nacionalismo sucio. Otros de duermevela gruesa mascullando húmedas incongruencias como regatos de esperma desperdiciado. La duda, la controversia, el juego tramposo de la democracia que he decidido regalarle para que tome una determinación irrevocable: mi cuerpo o el tuyo.

Al final, he comprobado que mi sexo es más empírico de lo que pensaba. Y es que tú no estás, y él quiere regresar a tu vientre para sentirse patria lejos de mí. Pero no estás, ya digo, y decide jugar a imaginarte pero no es lo mismo, ya lo he explicado: de la erección asesina que te imagina acariciándole, a mi carica paternal que lo derrama de mala manera, sobre las sábanas o en algún repliegue del pantalón que me oprime. Comprendo su impulso independentista.

Una patria, se supone, es una posibilidad de futuro, y hay que dedicarle mimo, sembrar sus cimientos para cosechar nuestra calma. Hoy, mi sexo, sólo siente que ha sembrado algas en tu vientre. Algas en que se enredan y asfixian niños a quienes la marea decidió segar la vida, niños que pierden latido al albur de mareas menos benévolas que las que te animan la víscera y la mirada, amor, niños que mueren balbuceando un pentagrama de espanto sobre la arena de playas que ya hemos olvidado. Porque murió un niño, no hace mucho, en una playa de Turquía, un muñeco de trapo que quiso ser futuro libre e independiente y sólo quedó en eso: un trapo mojado... como cualquier bandera... o como las sábanas de la cama en que te añora mi sexo, al despertar, ¿acaso no lo recuerdas? Claro, perdona, no te culpo, estarás mirando televisión y hoy, cierto, sólo se habla de independencia.

domingo, 30 de agosto de 2015

los crímenes de la memoria

Días de perseguir aviones de juguete y replicar zancadas de trapo, las de mi hijo, para quien cada minuto en silencio o quietud es minuto perdido. Descubro, ahora, que la infancia es el mes más activo de nuestros calendarios, por más que nos supongamos enfrascados en mil y un asuntos "de importancia", alcanzada la edad adulta. El caso es que días así no hacen hueco en los relojes, y no hay minutero que se detenga para que puedas leer la prensa, por ejemplo. Sólo de tanto en tanto, contradiciendo mis necesidades básicas, enciendo la televisión para asistir al jolgorio de palabras mal pronunciadas y colores sin nombre en que el niño se acomoda para recuperar fuerzas, antes de lanzarse a la arena del salón con una risa a modo de maroma en que enredar gladiadores de peluche, pinzas de tender la ropa, o papás en retirada que, al fin, es lo mismo.

En uno de esos interludios, al niño le acomete un breve sueño (¿quién nos robó la siesta, a los adultos?) y me permito pasar a un canal en que dan las noticias. No presto mucha atención, seré franco. Pero una frase me obliga a mirar la pantalla: "... tras las nuevas pesquisas sobre el crimen de Cuenca". ¿Han dicho "el crimen de Cuenca"? ¿No buscamos las fosas pero retomamos el crimen de Cuenca? Quizás sea buen augurio, tal vez las cosas estén cambiando. No es así, lamentablemente. Resulta que el crimen de Cuenca a que refieren los telediarios y demás medios manipulativos (perdón, quise decir informativos) es uno acaecido en dicha población, días atrás, y en que dos mujeres han perdido la vida a manos de esa violencia machista que ayer, hace no mucho, era aún violencia de género (el vocabulario es un ser vivo, pregúntenle a los mandamases de la RAE). Además, el supuesto asesino, se ha fugado a Rumanía, y tenía amigos rumanos... ¡válgame Dios!, para qué queríamos más, de nuevo el inmigrante, que llega a España a delinquir o encubrir delitos, no a trabajar honradamente como el resto.

Decido no ahondar en los hechos, no conocer más. Y conste que denigro cualquier tipo de violencia: desde la machista, de género o como decidan nombrarla en un futuro inmediato, a la xenófoba, tan bien comandada por los gobiernos democráticos de nuestra civilizada Europa, y mejor orquestada verbal y gráficamente por los medios de información a su servicio.

Fue en un lejano 1979 cuando una valiente Pilar Miró decidió llevar al celuloide una historia de esas que hacen que un país en pleno sufra pesadillas. No el nuestro. Spain is different, que dicen los turistas que han ahogado en cerveza y jolgorio las olas de las costas patrias, un año más. Aquí lo más que se intentó fue suavizar o silenciar los hechos que relataba el citado filme: el crimen de Cuenca: las vejatorias e inhumanas torturas a que fueron sometidos unos simples ciudadanos por las fuerzas del orden que cortaban el bacalao en aquellos tiempos: los miembros de la Guardia Civil. Sería en exceso morboso explicar en que consistió tan desquiciado crimen. Como lo sería intentar explicar por qué los medios de comunicación han decidido emplear el mismo nombre para un asesinato más, si no es por el hecho de que puedan andar implicados en el mismo ciudadanos rumanos, de esos que vienen a quitarnos el trabajo y, de paso, robarnos, en los semáforos, al primer descuido. Por eso y por borrar las huellas de la infamia.

Las consignas son claras: la corrupción ya no interesa a nadie, ya se ha comprobado que nada hay que hacer cuando vives bajo el yugo del más corrupto de los gobiernos. Ellos hacen y deshacen, a su antojo, y a la ciudadanía la engullen tedio e impotencia. De poder tener en una celda al presidente del gobierno y sus secuaces, no pocos ciudadanos hubiesen dado rienda suelta a sus más abyectas fantasías, como lo hicieron los miembros de la Guardia Civil que cometieron el crimen de Cuenca. Que la venganza es pan de cada día en nuestras mesas de envidia y rencor. Pero queda a trasmano el Palacio de la Moncloa, y las fuerzas del orden muestran dentadura de porra antidisturbio para defender a sus habitantes, que eso es hoy en día mantener el orden... reflujos de antaños mal digeridos. Sin embargo, el inmigrante vive pared con pared, compra en la misma frutería que nosotros alargando el intercambio comercial y acabando con nuestra paciencia a base de eternas pretensiones de regateo en el precio, viaja en nuestro mismo vagón de metro molestándonos con su acento extranjero y su efluvio de sudor rancio... al inmigrante le conocemos, es nuestro vecino, sabemos sus intenciones: viene a robarnos, como explican el propio presidente y sus secuaces. Al final no va a ser tan corrupto, mira tú por dónde, y se preocupa por nuestro futuro, que, claro, si estos extranjeros se gastan los ahorros de nuestro sistema social quién nos dará de comer cuando llegue la jubilación, y así podíamos seguir hasta mañana, que es domingo, día de hogar y prensa en que podremos leer un amplio artículo sobre el nuevo crimen de Cuenca, y conocer las perversiones que los migrantes traen a nuestro país de bonanza y toro decapitado en la plaza del pueblo a mayor gloria de la uva fermentada y la violación consentida, y nadie se preguntará ya qué fue aquel otro crimen de Cuenca que tanto dolió a muchos, de donde surgieron aquellas imágenes progenitoras del gore que, tan valientemente, filmó Pilar Miró, cuando la dictadura jugaba a despistarnos con su recién estrenado disfraz de democracia.

El niño no sabe de crímenes porque para él toda imagen está viva. El niño sólo respeta la democracia de unos relojes que son anarquistas de plastilina jugando a dinamitar el tiempo. El niño no lee más prensa que la del envoltorio de ese caramelo que sabe dulce y rebeldía. El niño no conoce de razas, e incluso a los perros se acerca con ganas de compartir. El niño mantiene la siesta como norma, porque desconoce que habrá unas normas, mañana, que le impondrán olvidarse de ese breve vuelo en que el cansancio se hacía ligero y la sonrisa esculpía riberas de saliva.

El niño despierta y, con los párpados aún huérfanos de lágrima, me sonríe y pide agua. Al niño, cuando sea mayor, espero no tener que explicarle cuál fue el verdadero crimen de Cuenca, ni por qué yo sigo molestándome por aquel delito anciano, cuando a las mismas tierras manchegas habrán arribado miles de inmigrantes subsaharianos a quienes no trataremos su gripe (salvo que sea ébola o mutaciones del mismo) en el Centro de Salud. No sé si, llegado el caso, tendría valor para mentirle que lo hacemos por su futuro, para que a él no le falte de nada. Creo que ya soy demasiado mayor para trocar en manipulativo medio de información. Además que el niño, por inocente, no es imbécil, y la brevedad de sus pasos le da para agarrar antes al mentiroso antes que al cojo.

sábado, 15 de agosto de 2015

vértigo

a Miguel Sánchez-Ostiz

Aciago día este en que las frases no llegan tan siquiera a acariciar la página como tú desearías lo hiciesen: como a esa mujer, o aquella otra, o la de más allá quizás tan sólo para que sienta que la deseas como deseas a la única que hoy te falta. Igual el abrazo, igual la muerte, que llega a horas equivocadas, cuando nadie la ha llamado, a la mesa de comedor, para compartir con nosotros la cena recalentada y la copa en que los hielos perdieron hace tiempo pie yéndose a reposar su suicidio vertical en los fondos submarinos de un viejo vaso de culo gafas de empollón o empresario.

Rafael Chirbes, cortesía de "la red"
Amanezco a la ebriedad tardía de un aniversario, el nuestro, tú sabes, y me enreda la voracidad de los días. Munay crece, nos enreda su sierpe de latido trapo y diástole peluche, correteamos los escasos metros de una vivienda en ruinas, que no es nuestra, que no lo será, sólo por pretender construir ante su pupila de barro limpio la coreografía de la sangre que hace hogar donde nunca lo hubo. Así somos: torpes, inútiles creyentes de una fe que sólo aúlla abrazos donde debería esculpir reprimendas de Jehová... qué le vamos a hacer. Que te lías, que no te explicas, eso me dices una y otra vez, y creo que tienes razón, que si alguien te lee, al menos que entienda. Pues me aclaro: hoy nos ha abandonado alguien a quien admiro (en presente, por mucho que haya decidido abandonarnos). Rafael Chirbes se cansó de luchar. Salud, compañero, y me permito este "compañero" porque alguien a quien quiero nos decidió hermanar en la gloria de sus páginas, no por sentirme, ni mucho menos, a la altura.

Ahora que Cochabamba se me rejuvenece en las macetas en que hundo mis semillas de desaliento y esperanza. Ahora que Bolivia es casi un sueño en blanco y negro. Ahora que la edad me recuerda que es edad porque sus relojes nunca agotan la batería. Ahora que la vida se resarce de mis patochadas y mis grandilocuentes aires de pequeña grandeza. Ahora que Munay descansa, dormido, con el trapo de los días dibujándole una sonrisa de peluche. Ahora que recuerdo paseos por La Paz, veredas de la Prisión de San Pedro, caballitos de juguete y tus manos, Miguel, jugueteando el tacto de mi hijo, Munay, mientras euskaldunas radicales jugaban a inventarte pasados sin haber logrado descubrirte el presente. 

Quiero decir que nada importa mientras me quede esa instantánea en que tú, Miguel, amigo, hermano, querido, revelabas instantáneo el momento que mi hijo jamás conseguirá descubrir en el papel avejentado de una fotografía desvaída por la vida recorrida y el paso del tiempo que nunca existió. Te recuerdo, Miguel, y te abrazo en la distancia que no existe, para recordarte que la muerte es sólo una raspa de pescado que los presos de San Pedro no deseaban desechar... porque sabían que el pescado es caro, ¿y aún dicen que el pescado es caro?, eso dicen, hay muchos que nunca tuvieron la fortuna de poder paladearlo ni atragantarse en sus espinas premonición de vida.

Fallece Rafael Chirbes. Fallece un poco de todos los que invertebramos nuestros espasmos más lúcidos en querencias de verbo que lo explique y desnude todo. Alguien llora lejos, allá en tierras norteñas, y lo más norteño que yo intuyo, en esta noche aciaga, es el amanecer de La Paz, y sus corredores de espanto y sus cholitas de extrarradio y sus abrazos de verdura a medio hacer y coca masticada... y un café en un antro infame que puede enorgullecerse de haber dilapidado las infames correrías de un grupo de personas encadenadas a la vida.

Y, ya, sólo, decir: te quiero. No es preciso poner nombres. Tú sabes quién eres... y lo que has hecho...

Perdona mis letras, como siempre. Perdona mi torpeza, como siempre.

lunes, 20 de julio de 2015

perder la cabeza

La noche es una luna fraudulenta disfrazada de certezas. Un jirón de nube acuchilla fantasías de temperatura mientras se desangra el descanso de los insomnes. Unos dedos como garfios despliegan su teatrillo de sombras contra la pantalla ciega en que se estrellan los faros de los coches y los neones de la ciudad. Nosferatu, príncipe de las tinieblas. Vlad El Empalador, navajazo, atropello y elixir de sangre. Las alcantarillas bostezan. Las noticias, a veces, ayudan a mejor enfrentar las noches y sus batallones de penumbra. Yo, esta noche, me entrego al visionado del Nosferatu de F. W. Murnau, y Max Schreck hipnotiza mis pupilas con el inmenso vacío feroz de las suyas. Recuerdo tiempos lejanos, cuando en televisión, en la 2, cultura, ciencia, letras, fulgor y cine, pasaban aquellas viejas cintas que inmortalizaron el celuloide como una de las Bellas Artes. Era entonces, aún adolescente, que devoré a Murnau, no sólo su Nosfertatu, también su Aurora, igual que otras joyas de diferentes autores. Era entonces. Eran diferentes períodos de la historia de un país que bosteza mientras la olvida, y aunque no cualquier tiempo pasado fue mejor... ahí queda.

Hoy a Murnau, me informan los telediarios, le han vuelto a devorar una pandilla de adolescentes. Pero no como devoré yo, de joven, su obra. Es lo que temen los reporteros que nos informan del hecho: puede que haya sido una pandilla de adolescentes obsesionados con ritos satánicos quienes han profanado la tumba del cineasta alemán para arrebatarle su cabeza embalsamada. Sí, el director, como Lenin, tenía el cuerpo embalsamado, dientes aún mascullando improperios y mascando raíces, cabello aún en loco encabalgamiento hacia la nada, imagino. La tumba de Lenin no hay quien la profane. La de Murnau, a la vista de los hechos, no era tarea difícil hacerlo. La historia se repite, aunque en este terruño pródigo en hambre y envidias tendemos a olvidarlo. La historia se repite, decía: es la segunda ocasión en que ocurre un hecho similar. En la anterior no se llevaron la cabeza, así podía seguir imaginando películas el genio germano. Hasta hoy, ayer, hace unos días, que su cabeza ha regalado una macabro gesto de despedida a su cuerpo embalsamado. Aún buscan a los ladrones, las autoridades. Pueden seguir buscando. Mientras tanto alimentarán los dimes y diretes con truculentas historias de satanismo y maldición, complot y tiniebla, que mucho nos gustan los códigos da vinci y demás oscurantismos de barraca de feria... mejor no pensar en los que nos acucian, menos oscuros, más evidentes, tan políticos, tan mercantiles, tan lejanos a nuestro mejor comprar marca blanca que si no no llegamos a fin de mes...

Max Schreck en Nosferatu, cortesía de "la red"
Termino de ver Nosferatu, en la breve pantalla del portátil, y no puedo evitar la mirada de Schreck. Sus pupilas como peces abisales chapotean el acuario de mis pesadillas y, de pronto, se transmutan en otras pupilas menos lejanas, no tan en blanco y negro (y encima mudo), pupilas que tal vez me reclamaron socorro hace algunos años... maldita memoria. Paseábamos La India, un poblado cerca de Satna, poblado a su vez sin mayor interés que el de su estación de tren, donde hacían ovillo de miseria y jauría de hambre las pacíficas huestes de la noche tercermundista. Paseábamos aquel poblado, ya digo, no recuerdo el nombre y, para qué, no es importante, en busca de güisqui indio, barato y pertinaz, pero las tiendas andaban despertando bostezos a los goznes aunque aún no era noche plena, y la luna no llenaba más que los estómagos de los desfavorecidos. Las tiendas cerraban. En el pueblo se celebraba una boda en la que, anonadados espectadores, tuvimos la ocasión de participar. 

Las bodas, en La India, en un porcentaje cercano al 60%, son celebraciones sociales en que poco interviene el amor. Mi hija ya menstrua. Tu hijo ya frecuenta lupanares. Hay un breve capital que crecerá si unimos ambas estirpes. Habemus boda. Y en mi recuerdo las pupilas amoratadas de aquel joven en edad de jugar a estrella de fútbol y aquella niña en edad de muñecas o disfraces de princesa, qué más da, no se me acuse (nuevamente) de machismo, viajen a La India y sabrán qué cosa es el machismo. Comenzaba para ellos el juego de la edad adulta, o sea, a pesar de no conocer las reglas del mismo. Les casaban. Ella lloraba como jamás escuché llorar a nadie, gritando un último adiós a los suyos, mientras los familiares del novio la cogían en volandas, encadenando a un tropel de brazos bravíos el enrabietado temblor de la joven, para postrarla ante el consorte que, apesadumbrado, no sabía bien si mirarla a ella o seguir mirándonos a nosotros, incómodos invitados a una fiesta para la que no estábamos preparados. Tuve que ofrendar a los pies de la pareja un puñado de arroz... el hambre, al fin, creo, es lo único que mueve este mecanismo de relojería maltrecha en que hemos convertido los días.

A la par que el macabro suceso relativo a la testa del laureado cineasta alemán, me informan otros noticiarios de la automutilación que se han impuesto una pareja de jóvenes indios. Estaban enamorados, pero sabían que nunca podrían estar juntos. Sus familias ya les tenían reservadas diferentes parejas. Se han cortado el cuello, ella y él, amarrando su amor a un nudo de sangre valiente y sueño mutilado . Al final, al contrario de lo que pueda parecer, nada habita en el corazón, más allá del bombeo que nos pone en movimiento o que dilata nuestros cuerpos cavernosos. Podemos concluir, sin miedo a equivocarnos, que todo está en la cabeza. Y cuando está duele, lo mejor es cortarla.

A Murnau le dolía la cabeza de tanto imaginar vampiros y reinos nocturnos. Hubo que cortársela. A los jóvenes amantes indios les dolía la cabeza de tanto buscar soluciones a su amor de vertedero. Hubieron de cortársela. La cabeza de Murnau engrandecerá, con redundancia, la grandeza de su genio cinematográfico. Las de los jóvenes enamorados sólo servirá de doloroso epitafio a los antropólogos del sistema de castas hindúes y demás estudiosos de la nada, y de frustración a las respectivas familias que ya soñaban con un mejor futuro para sus descendientes y, de paso, para sus economías.

Yo, hoy, esta noche, con tremendo dolor de cabeza, dudo entre separarla del cuerpo o dejarla hacer vida lejos del mismo que, quizás, dadas las circunstancias, sea lo más cuerdo. Y es que mi cabeza se debate entre el Nosferatu de Murnau, que vive la noche para devorar a su amada, y los jóvenes indios, que mueren el día para ahorrarse el daño de no poder devorar ya más que una agreste rebanada de ceniza.

Finalizada la boda, degollaron una gallina.

domingo, 21 de junio de 2015

eclipse de abrazo

retomo textos olvidados... porque vienen al caso:

Una vez más, hace unos días, me he perdido el eclipse. Los astros conjugan su párrafo de fulgor y ciencia para recordarnos lo pequeños que somos y, mientras, nosotros, cómodos en nuestra pequeñez, olvidamos que ayer, hace unos días, los cielos ofertaban el sideral 2x1 de un eclipse total. Sol y luna en perfecta coyunda, siendo un solo ente, como tú y yo, cuando reflejamos nuestros latidos en el espejo de hotel urgente de los días. Lo siento, una vez más, leo tarde y, abrumado por los vértigos de relojes y ciencias, apenas reparo en los titulares. No es que no avisasen, en negrita y con fruición, los periódicos, del eclipse de hace unos días. Es que yo demoré la lectura para momentos más gratos, disculpen. Y me lo perdí, como tantas cosas en mi vida. Me perdí el eclipse, no lo ví, ni siquiera miré al cielo aquella mañana. Sólo pensé "va a llover", impostando rostro de juicioso labriego hispano (nunca deberíamos olvidar que los únicos que miran el cielo para perpetrar partes meteorológicos son los agricultores que dependen del baile de nubes para asegurar la coreografía de hambre satisfecha de los campos. Lo demás es literatura... me temo).

Fue hace ya demasiados años, casi vidas, que emprendí nuevo viaje por tierras hindúes. Lo hice, en aquella ocasión, acompañado de quien deseaba fuesen mis amigos por siempre. Pero la realidad de barro agreste y comida mal cocinada de Varanasi se encargó de desenredar el ovillo mentiroso del abrazo incierto. Quiero decir que la amistad, cuando de gustos propios se trata, decide hacer camino por senderos que nunca exploraste. Viajar es perder los mapas, decía el poeta. Pero aún hay quien viaja para certificar que es persona "de mundo", desglosando a su paso toda una retahíla de senderos a recorrer para mejor asomarse a los hitos arquitectónicos, escultóricos, culturales, en suma, de un país. Viajar para recopilar clichés. O fotografías, tanto da. Y es que, cuando emprendes ruta lejos de tu tierra natal, lo mejor es hacerlo solo, sin más compañía que la de las propias dudas. El viaje, lo extraño, lo nuevo, lo incierto, ya se encargarán de acompañar tu devenir. Lo otro, son sólo vacaciones pagadas.

Pero viajé a la India, ya digo, no en mala sino en equívoca compañía. Y donde yo prefería sucio, ellos piscina privada. Y donde yo prefería insomnio, ellos arrumaco de ventilador nocturno. No les culpo, nada más lejos de mi ánimo, comprendo su estupor ante mi pose de poeta maldito. Al contrario: les agradezco la enseñanza. En la India comprendí que viajar, siempre, ha de ser acto solitario. Lo demás es turismo. O literatura. Porque la literatura no es más que ese barro del que algunos pretendemos erigir belleza, logrando sólo hornear informes vasijas de idea mal expresada. Igual la amistad, que donde pretende girar sentimental tiovivo sólo alcanza a apuntalar firme egoísmo de barraca de feria. No siempre ha de ser así, me digo una y otra vez, mientras contemplo el sol en su más glorioso ascenso. Y ahí está: el sol: rebanando carcajadas como fórmulas cartesianas, míralo, brilla para ti, para ellos, para tus amigos mientras apuran esa cerveza de domingo sin penumbra. El sol brilla y tú dibujas de Oriente la mirada, mientras sonríes ante la penúltima ocurrencia del amigo que ensucia de espuma su bigote de fin de semana. Qué gusto estar entre amigos, qué rica la cerveza del estío, qué lindo soñar que el sol siempre seguirá brillando.

Luego resulta que, el domingo, olvidaste leer la prensa. No interesaban los noticiarios, habías quedado para el aperitivo. Y en las páginas centrales daban anuncio del venidero eclipse. Pero tú no lo leíste, llegaste tarde al trabajo (una vez más) y encontraste la mirada más agria de tus compañeros de estancia, sólo iluminada por un inculpatorio "¿viste el eclipse?"

Pues no, lo siento, no vi el eclipse. Ni siquiera presentí su llegada. Pero una mañana de marzo el sol dejó de brillar para ocultar su perfil más amable. Y yo pensé "parece que va a llover". Pero sólo fue un eclipse en que los abrazos quedaron ocultos, para descubrirse, después, mal remendados. La amistad, al contrario que las cosechas, no la construyen los ciclos meteorológicos. Más bien la desmantelan.

Lo siento, creo que no he quedado claro hoy, tampoco. Por resumir: sólo pretendía hablar de la amistad, que cuando se eclipsa ciega rebanando pupilas y cariño. Afortunadamente, vuelve a encender sonrisas cuando la luna deja de ejercer sus maléficos influjos. Así que: ¡salud, amigos!... donde quiera que estéis.

domingo, 10 de mayo de 2015

hasta siempre, comandante

En las grandes capitales de Occidente, los días se suicidan lanzándose desde las alturas del calendario. Los transeúntes, ajenos a la desgracia, esquivan su cuerpo de minutos y adiós reventado contra el asfalto... y continúan su camino. Nos hemos acostumbrado a pasar por la vida logrando que esta ni siquiera nos roce, y aún así seguimos creyéndonos seres vivos cuando, careciendo de su melodía de plástica y relieve, estamos más cerca de la roca.

Entramos al metro para consumir el consumo subterráneo en que se consumen los cuerpos de quienes llegan tarde al trabajo, o pierden la vista abismados en los jeroglíficos de tiempo perdido e idiocia segura de sus teléfonos móviles. Creemos que viajamos, pero sólo nos trasladamos. Metro, lo llamamos aquí, en España, por metropolitano, evidenciando nuestra carencia de imaginación al no poder traducir a nuestro idioma el underground británico con que se decidió nombrar a este medio de transporte que nada transporta, más allá de carne mutilada y neuronas en salmuera.

Cuando acostumbras a frecuentar el metro, el subterráneo, en idénticas franjas horarias, pocos semblantes o perfiles logran desordenarte la costumbre. Unas piernas afiladas como orgasmo soñado, unos labios que apuñalan bostezos de fragancia y pan recién tostado, unos pechos que algodonan el silencio acumulado en la respiración retenida... breves interrupciones de lo cotidiano, interferencias volátiles de la rutina. En ocasiones, una voz que sueña canciones viene a cortarte la digestión de horas vacías que supone el viaje en el metro, como cuando niño el agua de la piscina interrumpía la digestión de la tortilla veraniega. Una voz que canta para recordarte que podrías hablar, de proponértelo, con la joven de escote vertiginoso que porta, frente a ti, la más perdida de las miradas, por ejemplo.

A veces hay juglares que deciden narrar en canción los momentos de nada y vacío del viaje subterráneo. Hace unos días, por ejemplo, Metro de Madrid, línea 4, en su tramo más acaudalado, de Goya a Velázquez, cartografía metropolitana del sosiego económico y la nómina abultada. Hace unos días, por ejemplo, en el vagón fragante de perfume caro y peinados prohibitivos. Viajo en falso (sin vivir, o sea) en un vagón de Metro de la línea 4, y unos versos de revolución frustrada (como todas) enredan su raíz de sueño en las cuerdas de una guitarra recordando al Ché Guevara, hasta siempre, comandante. Bien pudiese ser cubano, el cantante. Pero le adivino compatriota, ya aprendí a discernir los rasgos patrios cuando el exilio voluntario me agudizaba la memoria. Así que una voz de utopía rompe el silencio de las apps y el egoísmo para recordarnos que hubo revolución y hubo sueño, que hubo soñadores revolucionarios, que hubo intención aunque nunca viésemos su efecto.

Recuerdo Bolivia, los senderos agrestes de Samaipata, la ruta recorrida rememorando los lugares en que el Ché Guevara escondió su arsenal de sueño y violencia, antes de ser ejecutado contra el paredón de la costumbre. En Bolivia asesinaron al Ché y, con él, a muchos de los que soñaron con un mundo mejor, más amable, más habitable. Por aquellas tierras, aún ahora, muchos aseguran haber departido con el guerrillero. Lo hacen, doy fe, sólo por lograr unas limosnas de esos turistas hambrientos de épica con que cumplimentar el cuestionario de las vacaciones pagadas. Yo hablé con el Ché, el Ché quiso robarme la mujer, yo alimenté al Ché y a toda su cuadrilla, todos cuentan, todos mienten. El Ché fue asesinado hace ya demasiados años, y a nadie le importa más allá de una camiseta con su efigie rollo pop y las estampitas con su estampa, estampadas en las paredes de fiestas populares organizadas para entretener a ese nuevo convoy de turistas que ya viene mordiendo las laderas con su dentadura de disparo digital y pantalones piratas. Piensan que viajan, pero sólo se mueven. Piensan que escuchan la Historia, pero sólo perciben mentiras.

Igual los que viajamos en metro: ni viajamos ni hacemos historia: sólo nos movemos y, de paso, asesinamos un nada despreciable puñado de minutos. Pero un día entra en el vagón un cantante que recupera versos de revuelta olvidados en las alcantarillas del sueño. Y la mayoría no entiende y, de paso, se desentiende. Y otros entendemos, aunque sepamos que la revolución quedará ahí abajo, en el metro, en el subterráneo, abandonada a la orilla de unos versos que glosan a un barbudo comandante asesinado en Bolivia

aquí se queda la clara, 
la entrañable transparencia, 
de tu querida presencia, 
Comandante Ché Guevara

Y salimos a la ciudad en ruinas para descubrirnos vida derruida y esperanza frustrada. Sólo queda la ilusión de que, al final, por mucho que tantos se empeñen en disparar al pianista, siempre nos quedará la música, aunque descarrile su melodía en las vías muertas del subterráneo.

Revolución, creo, ya no es la cubana de las barbas y Sierra Maestra. Revolución, sólo nos queda la de la canción... y el orgullo de poder seguir cantándola ante una audiencia cadáver. La única revolución que jamás nadie podrá frustrar, creo, es la canción.

domingo, 26 de abril de 2015

la espalda del mundo (y 2)

Abandono el lecho de ocio y siesta en que no tú no te has acostado, y me siento desorientado por el desorden de los relojes y el fragor de las sábanas revueltas. En la cama, cual fósil de reptil o cuchillada de traidor, el sarcófago fugaz de mi erección insatisfecha. Un sepulcro que, lo comprendo al mirarlo, busca los huecos tuyos en que hizo guarida y que hoy, ahora, no dibujan de humedades esta cama.

La siesta, a pesar de saludable e hispana, no termina de sentarle bien a uno. Claro que, la salubridad que los estudios científicos otorgan a la siesta, alude a una brevedad que el español de a pie, y yo con ellos,  no le otorga. Un breve descanso, como intervalo noctámbulo de las excesivas horas de luz, y no lo que por aquí solemos llamar "una buena siesta", ese dormir sin solución de continuidad, con la premisa equívoca de que no existe el mañana. Servidor, por más que haga pública denuncia de no pocas costumbres patrias, en lo de la siesta, cuando la oportunidad lo permite, peca de nacionalista. Y así me ocurre, que despierto de la siesta como un pirata ebrio de ron barato, y acabo conduciendo al desastre a la tripulación de mis deseos, en vez de a la Isla Tortuga, que es donde podrían gozar los placeres del ocio y el descanso.

Despierto desorientado, ya digo, y luego no sé qué hacer con el resto del día. Paseo el breve tablero de ajedrez de la casa cual alfil condenado al exilio, y no acierto a calentar bien el café, ni a presionar las teclas correctas del teclado con que escribo naderías como esta que están leyendo. Al final acabo repasando las noticias, sólo para colegir que este mundo lleva ya demasiada carga a sus espaldas. Las noticias, ese anaquel de latrocinios y exterminios que deberían finalizar en el país en que habitaba nuestro amado Peter Pan. Pero es que, últimamente, no paso de la sección de política, cafre que es uno. Luego intento, de nuevo, escribir.

Obra de Jean Loup Sieff, cortesía de "la red"
Hoy, por pereza o negligencia, ya no sé bien, tal vez porque contemplé durante demasiado tiempo la cama sin encontrar la postal turística de tu piel, he acudido al teclado y he comenzado a visionar, de nuevo, las fotografías que tomase, hace años, Jeanloup Sieff. Ya lo dejé dicho: tenía un libro suyo, gran formato, buen papel, exquisitas reproducciones de su obra, que perdí en el naufragio de los exilios y adioses. Y añoro la iluminación de crepúsculo con que el fotógrafo francés supo revelar escalofríos, en la piel de las mujeres que expusieron murmullos de sangre a su mirada de gran angular y grano exacto. Mujeres que colorearon las mil fantasías de mi adolescencia con el glorioso blanco y negro de sus cuerpos. Que la luz es escondite de sombras, me lo descubrió Sieff a muy temprana edad. Que la sombra es vértigo de luces que se suicidan desde los rascacielos de tu espalda, sólo tú me lo enseñaste. Pero no puedo dejar de admirar las fotografías del genio francés, una y otra vez asimilar el gran peso que la espalda de la mujer carga, desde tiempos inmemoriales. Sólo la mujer puede alardear de fortaleza. En su espalda, el peso del mundo, todas esas noticias de vergüenza e indignación que antes repasaba por entre la selva de píxeles de la pantalla. La mujer carga con las penas del mundo, insisto. Pero, también, la mujer, y sólo ella, con una fuerza que no es de este mundo, muriendo su espalda, muestra la ligereza de que están hechos los sueños... al menos los míos. Creo que también los de Sieff. En caso contrario no hubiese empleado, con tamaña maestría, los contrastes, a la hora de retratar a esas mujeres que dan la espalda al espectador para mostrarle que su fortaleza también está hecha de pasión ligera como manzana a medias o luna de beodo. 

A pesar de que la frialdad de la pantalla informática no logra transmitir la efervescencia agreste de esas mujeres que retrató aquel poeta del diafragma, voy pasando imágenes y me apetece, de nuevo, subirme a tu espalda para comprobar que también puedes soportar mi breve peso. Rechazo el descanso que ha de proveer la siesta, y me apetece volver a la cama, para retomar el sueño de tenerte en ella, tendida, boca abajo, despertando gemidos a la almohada, sorprendiendo arañazos en la piel algodón y sueño de las sábanas, desarreglando la horizontalidad del catre con la locura vertical de tus besos más profundos, contemplando cómo, mientras, aligeras el peso del mundo con la cartomancia húmeda de tus manos, que ejecutan entre sus dedos trucos que son milagros en que resucitan gemidos y lágrimas de deseo.

Me gusta cuando te acaricias, amor, incluso si me das la espalda, porque en ella habita un mundo, el mundo, y sólo en ti finaliza como debiera este que vivimos y, sobre todo, sufrimos. El mundo sin ti, hoy, tiene tan poco sentido como la siesta. Ahora comprendo que tienen razón los científicos (por algo son científicos, aunque tengan que huir del país), y que, una vez más, lo típicamente hispano se me atraganta: debo hacer más cortas mis siestas, aunque eso me obligue a ver en televisión las noticias sólo para comprender que el mundo me da la espalda. Llegados a este punto, antes que renegar o contrariarse, lo mejor será bajar la mirada.

martes, 31 de marzo de 2015

párrafos hambrientos

"¡Por los clavos de Cristo!" exclamaba mi abuela, cuando pasaban por televisión aquel anuncio de desodorantes en que una aguerrida valkiria hacía desaparecer entre el pelaje procaz de sus pechos las plumas y espumas de una marea que parecía ir a despegar hacia los cielos de una soleada Estepona (queríamos imaginar, por soñar que no quede, que la actriz del anuncio era una de las veraneantes teutonas que trufaban de libérrima impudicia la Costa del Sol). Desaparecía, también, ente la sinfonía húmeda de aquellos pechos, la nota discordante del sudor axilar... que al final se trataba de un anuncio de desodorante, no lo olvidemos. Me preguntaba yo, entonces, qué tendrían los clavos de Cristo que tamaña reverencia imponían a la madre de mi madre. Tal vez sólo reminiscencias de parroquia rural domingos y fiestas de guardar según ordenanza municipal o episcopal que, al fin, entonces (y ya casi ahora, háganme caso), la misma cosa era. Evidente que mi genética había perdido por el camino tamañas reverencias celestiales. Uno era (y continúa siendo), en exceso, primario: nada se me antojaba más celestial que aquellos gérmanicos pechos de la chica del anuncio.

La veneración de mi abuela hacia los dardos de metal que acribillaron las muñecas y tobillos del Cristo, supongo, se ubicaba en una necrofílica pasión por la leyenda que, creo, deberían estudiar los antropólogos para mejor catalogar al hispano de a pie. No se sorprendan, hablo en serio. Sólo debemos acudir a los noticiarios estos días para corroborar lo que expongo: parece que se han hallado, al fin, los huesos de Miguel de Cervantes. ¡Aleluya! Los hay que piensan que es orquestada propaganda electoralista. Otros prefieren pensar que aún anida un ánimo cultural en el animal que anima el ánimo del desgobierno. Yo no sé, dudo de todo, cual Descartes de taberna y, tras tomarme un tercio de Mahou, pienso en García Lorca y deduzco que la necrofilia tiene sus propios tiempos. O tal vez sólo sea cuestión de digestiones. Y me explico: aunque a mí se me atragantase la deglucción, a temprana edad, del Quijote, como se me atragantaban las espinas del gallo que mi madre me preparaba porque hay que comer pescado, no me ocurrió igual con los versos de aquel poeta que se nos perdió en Nueva York antes de hacerlo en la fosa anónima de un sendero rural. Otros, los que ostentan el poder, tal vez anden aún intentando digerirlos. De ahí la espera.

Yo, estos días, por abundar en la necrofilia,  sólo pienso en crucificarte a una cruz de sábanas revueltas para mejor devorar tus entrañas hasta que rompa, en el tierno dique de tus huesos, el oleaje sin norte de mi dentadura. Comerte, o sea, y escribir versos caníbales a la luz de una luna que no se atreve a asomar el rostro. Y es que ya he saboreado el rosa teñido de fierro en que fallecen tus piernas, el metal color de lirio en que se momifican tus besos, el trigo enhiesto de aurora al que sucumben tus axilas, amor, muchas veces que hoy son apenas nada. Por eso deseo roer tu piel de queso delicioso hasta llegar al gruyére sorprendido de tu osamenta. Necrofilia hispana, qué le vamos a hacer, los genes no engañan.

Cuentan que Cervantes perdió una mano en la batalla de Lepanto. A nadie parece importarle. Lo único destacable aparenta ser la otra mano, la que le quedó para escribir el Quijote, aunque a tantos se nos atragantase. Esa otra mano, suponemos, es la que han encontrado los científicos que no salvarán el cáncer pero reverdecerán la literaria gloria patria. Por eso hacen bien las autoridades empleando los caudales públicos en limpiar de tierra y edad esos huesos que dieron lustre a la lengua que hoy hablamos. Y yo, al final, va a resultar que no soy distinto de tantos recién inaugurados amantes de la prosa del célebre manco. Así, hoy que no logro encontrar la palabra adecuada, regreso en busca de la lírica perdida al andamiaje mortal de tus huesos, como si fuesen éstos nacimiento de Ganges o alunizaje de Apollo 11. Tal vez lo sean, porque lo que muere en tu cartílago es el fulgor certero de mi orgasmo, la manifestación silenciosa de mi plasma, y pienso acudir en día de elecciones a votar por ti aunque no aparezca tu nombre en lista alguna, ya habrá tiempo, que el español tiende a la necrofilia, ya lo venimos explicando.

Claro que si el dinero empleado en la busca y captura del padre de las letras hispanas lo hubiese sido en dar de comer a la mano que la escribe hoy en día otro gallo nos cantaría. Tal vez así mantuviese yo más ocupadas las mías, y sus dedos brotarían más párrafos, y no pensaría que escribir es más improductivo que amarte. Por eso, puestos a elegir huesos, prefiero los de la mano perdida que es, al fin, esa con que muchos pretendemos seguir delineando palabras que sorprendan al futuro. Porque en Cervantes sería, posiblemente, como en mí, la que se encargaba de alucinar mareas en el cuerpo de la amada, mientras arañaba y roía, con la única intención de disponer a la vista y a la mandíbula, el eterno osario de un beso.

Que la cultura no habita en los huesos del que la escribe. Que habita en sus páginas, y para eso pasa la vida ensuciándolas de belleza, es algo que hoy comprendo, mientras pretendo hallar la palabra en el filo de beso de tu pubis, bien limpio de piel, ya en los huesos. Igual con la religión, que no hace guarida en los clavos que apuntalaron por siempre el negocio del cristianismo. Igual, tal vez, espero que no, con el amor, que no es tratado de hambre salvo cuando te devoro. Que si la mano de escribir no sirve para ganar el sustento, mejor emplearla en violentar tu carne, que eso siempre alimenta.

Así que: bravo por los estudiosos y los que ponen el dinero (ustedes, no lo olviden). Bravo por los huesos de Cervantes y consignémonos, por los clavos de Cristo, ante tamaña proeza. Cervantes aún vive, aunque la mano que en el autor amaba, tal vez, nunca lo sabremos, quedase perdida en los mares de una batalla. Y es que aquellos dedos se humedecieron en la tinta de un temblor o un beso, para poder después inspirar las páginas que a tantos, desde entonces, han ido inspirando. Mis manos, hoy, las dos, arañan tu piel para más pronto llegar al hueso. Luego, llegada la noche, escribirán frases de nada que en nada quedarán... por siempre.

sábado, 7 de marzo de 2015

Yo, robot

Resulta que uno de esos imperios mercantiles germanos dedicados a la fabricación de automóviles ha decidido dar un respiro a sus trabajadores fabriles. Parece ser que las tareas más repetitivas que aquellos realizaban son ahora desempeñadas por robots. Las cabezas pensantes (humanas estas) del citado entramado empresarial, aseguran que en sus fábricas los robots y los humanos trabajan "mano a mano". Qué majos, los patronos, para que luego digan que sólo piensan en su propio beneficio. Claro, que uno se pregunta por qué no ponen también robots en sus consejos de administración, por ejemplo.

Volviendo al caso, hemos de admitir que se trata de un gran avance, y aunque a pesar de se dispensen nóminas a menos trabajadores (los robots, de momento, no cobran salario), hemos de convenir que estos afortunados podrán desempeñar su esclava labor con mayor desahogo. Ahora trabajan mano a mano con un ingenio cibernético, como en las sci-fi de los 80 y aún. Sólo me queda la duda de qué ocurriría si, en ese mano a mano, uno de los robots perdiese un dedo, un suponer. Los robots es lo que tienen, que en ocasiones pierden piezas y hay que reemplazarlas. Y hasta que eso ocurra, en ese lapso temporal, será difícil para el ya ocioso trabajador duplicar su esfuerzo para que las piezas de los automóviles estén a punto para el atropello, el acelerón, la avería o el embotellamiento de tráfico.

Les parecerá raro, pero a mí, hoy, se me ha caído un dedo. Ha ocurrido de repente, sin previo aviso: se me ha caído un dedo. 
Era el dedo con que pretendía hacerme ver, entre la niebla de tabaco y rock'n'roll de los bares, para pedir a la camarera otro johnnie con limón. Eso ocurría antes de la prohibición, cuando los bares imponían aún sus leyes de tabaco breve y noche eterna. 
Era el dedo con que sumergía los hielos, por añadir agua al veneno, en el naufragio insalubre de la copa adulterada. Eso era antes de la prohibición, cuando importaba el contenido más que el continente y no incomodabas al personal removiendo el cardamomo que incomoda los sorbos al gintonic de Tanqueray.
Era el dedo con que enumeraba las monedas, por ver si me alcanzaban para un litro de cerveza compartido sobre la alfombra sucia y vegetal del parque de los viernes. Eso ocurría antes de la prohibición, cuando lo que tenías en el bolsillo era con lo que contabas y ninguna tarjeta plástica te prometía ilusiones de barra libre.
Era el dedo con que simulaba puntear las cuerdas de una guitarra inexistente, para amplificar la emoción que habitaba en los surcos de ese vinilo que había que tratar con mimo para evitarle la grasa del bocata de foigrass y el asedio del polvo. Eso ocurría antes de la prohibición, cuando la música no se enlataba en bytes de fácil y gratuita descarga dispuestos la urgente digestión.
Era el dedo que humedecía para pasar las páginas de un libro usado por aromas de orín de gato, armario en clausura o librerías de viejo que nada viejo ofertaban. Eso ocurría antes de la prohibición, cuando los libros podían comprarse de segunda mano por un precio asequible y no había que recurrir al ebook con similares propósitos.

Puede parecer que no hacía grandes cosas, mi dedo. Pero era, también y sobre todo, el dedo con que te desperezaba el orgasmo. Y hoy lo he perdido dentro de ti, y ya no lo tengo. Por eso escribo tartamudo y lo que teclean el resto de mis falanges no tiene gracia, ni chispa, ni interés... ni vicio.

Pienso, por tanto, que mejor sería dejar de escribir, y escucharme hablar en silencio, que aún me queda la lengua para redondear el humo del tabaco rancio, para paladear el alcohol de la madrugada, para apellidar con cifras el dinero que no tengo, para silbar punteos de guitarra Neil Young, para moldear versos de poemas en desuso. Lengua con que dar sentido, al fin, a ese gemido ancestral que guardas en tus adentros.

Sí, he perdido un dedo, se me cayó dentro de ti. Pero qué importa si aún tengo lengua con que humedecer su yema para seguir pasando las páginas inéditas de tu deseo.

Pienso en los afortunados trabajadores de la fábrica de automóviles germana (moneda obliga). Si a su robótico compañero se le cae un dedo, ellos podrán darle conversación mientras aguarda su cirugía de soldaduras color carioca y cableado incierto. Porque aún tienen lengua.

Pero qué desdicha la del robot, que carece de lengua con que responder a su compañero, durante las horas laborales, por hacérselas más llevaderas. Eso era antes de la prohibición, cuando aún sabiendo que trabajar es ingrato, podías conversar con humanos que, como tú, tenían más ilusiones aparte la de llegar a fin de mes incluso a costa de pisotear al de al lado.

miércoles, 11 de febrero de 2015

la letra con sangre entra

Los noticiarios nos demuestran, día a día, que la realidad es más monstruosa, peligrosa y terrible que cualquiera de los apocalipsis cinematográficos o televisivos con que decidieron bombardearnos los magnates de la nada, hace ya tiempo, sin pensar ni por un instante en los daños colaterales. Al fin, tales daños, como en la guerra, son los que menos duelen a quien ostenta el poder, o a quien contempla el dolor encerrado tras los barrotes de la pantalla de plasma. Leo estos días sobre las torturas que sufrían/sufrieron/sufren un nutrido puñado de chavales internados en un centro de menores de Almería.

Ocurre en Almería, ya digo: Campos de Níjar que recorriese Juan Goytisolo, cuando aquellas tierras cargaban públicamente el fardo infame de la carestía y el hambre. Hambre que descubría llagas en los parajes lunares de una tierra que decidimos olvidar en un pliegue de esta piel de toro con que cubrimos el latido de un perro rabioso. Pero, según nos explica el poeta en su libro, la dignidad y la cercanía de aquellas gentes hicieron más llevadero su peregrinaje almeriense. Hoy, tal calidad humana ha tornado lúgubre y goyesco lienzo, y Almería se engalana con opulencias de plástico bajo cuyo techado de toxicidad y fruto apócrifo sucumben los nuevos olvidados. Me refiero a esos llegados del Este de Europa, de Latinoamérica, del Magreb o más allá. Los oriundos, por contra, añaden cifras a sus crecientes cuentas bancarias. La miseria ya no es cosa suya. Y, ya puestos, igual da un putomoroterroristajodidogitanorumanomalditovagosudaca que un chaval al que se pretende extirpar violento brote de violencia en un centro de menores, a pesar de que dicho centro deba velar, ante todo, por su salud física y mental.

Micah P. Hinson (cortesía de "la red")
Retorno, estos días, a la música de diafragma y cuchillo de Micah P. Hinson, un treintañero estadounidense que ya cultivaba en su piel, desde aún más tierna edad, las esquirlas del infortunio. El citado cantante, con sólo 23 años de edad, sorprendió oídos y dermis con sus tonadas de daño y desastre. Una voz rota de Tom Waits en paro, cantando su adolescencia de adicciones farmacológicas, su largo periplo de vagabundo sin techo, la torva lesión lumbar que le postró en cama durante largo tiempo... acudan a wikipedia para informarse de los incontables infortunios del bardo. Y a las tiendas de discos (¿queda alguna?) para hacerse con su discografía completa. Lo de wikipedia no es baladí, allí desvelan casualidades como la de que el día en que nacía Hinson, el entonces presidente estadounidense Ronald Reagan sufría un atentado del que, lamentablemente para la humanidad, salió indemne. Ya ven, hay gente desocupada que puede jugar a entrelazar efemérides para mostrar su resultado en el diccionario global... ¡y sin pedir nada a cambio! El caso es que Hinson ha vuelto a regalarnos una nueva joya sensorial vestida de melodías, tras sufrir un accidente de tráfico, en alguna carretera de nuestro país, que le dejó inutilizados los brazos. Incapacitado para retomar la guitarra, sí pudo retomar la ayuda de un grupo de amigos, y grabó Micah P. Hinson and The Nothing. La Nada, sí, la que debe observar cada noche asomado al espanto de los recuerdos, con la venganza ciega del subconsciente susurrándole tequieros. Pero mucho más que nada es lo que nos ofrece este nuevo diamante musical en que la voz de Hinson se quiebra una y otra vez como se quiebran las esperanzas de muchos iguales, cada día.

Dirán algunos que poco desafortunado es el cantautor que, al contrario, ha cosechado no pocos éxitos al albur de su desgraciado periplo vital. Pueda ser, no lo niego, pero las heridas del alma no hay billete que las restañe, creo. Lo más grave del asunto es que quizás su éxito se deba a lo mucho que gustamos los hombres de las historias de infortunio, siempre y cuando el infortunado sea otro.

O tal vez sea que sólo el que sufre tiene capacidad para crear obras incólumes al paso del tiempo, porque nos recuerdan que la vida no es buena, ni bella. Así, me pregunto si sería factible que alguno de los niños torturados en el centro de menores almeriense vuelque, alcanzada la edad adulta, su trágico devenir en bellas estrofas contra las que el tiempo nada pueda. De seguro que sí. Pero serán, como la poesía de Micah P. Hinson, verbo torturado, palabra acribillada. Aunque, de momento, lo único que pueden escribir esos atormentados chiquillos, si alguien les proporciona la oportunidad, es largas y dolorosas "confesiones" sobre los abusos sufridos, soñando que algún día alguien pueda ejercer su labor una justicia que se hace pasar por ciega para recibir ayudas de la ONCE, por ejemplo.

Disculpen, aún no he terminado. Ventajas de escribir con retraso: recién leo que la Junta de Andalucía ha desestimado las denuncias argumentando que se siguieron en todo momento las normativas aplicables según la Ley del Menor. Tal ley, ya de por sí, es pura antinomia si tenemos en cuenta que no hay más ley para el niño que el libre albedrío y la ausencia de horizontes jurídicos. Pero si consideramos que, además, se permite reescribir con versos de sangre el futuro de tantos menores, deberíamos empezar a aplicarle el nombre que merece, el de esa otra ley por la que nos regimos los adultos: la Ley de la Selva.Y, sabiendo que los trabajadores que ejercían el maltrato en el citado centro de menores no habrán de temer por su futuro laboral, sí podemos proponerles un ascenso recordándoles que hace falta mano dura en la valla de Melilla. Y es que los niños maltratados, si además son negros, tendrán poesía más cruel con que encandilarnos los sentidos... si alcanzan la edad adulta, claro.

viernes, 23 de enero de 2015

la vida está en otra parte

Aseguraba John Lennon, debidamente escondido tras los acordes de una canción dedicada a su hijo, que la vida es eso que te ocurre mientras estás ocupado haciendo otros planes. Podríamos ponernos ténebres y asegurar que al barbado bardo fue la muerte lo que le ocurrió mientras hacía otros planes. Pero nos vemos obligados por la celeridad de los tiempos actuales a darle razón y pensar, junto con ese otro poeta, que la vida está en otra parte. Porque encendemos la televisión para ver las noticias, que siempre ocurren en algún lugar lejano, y asistimos atónitos a la ultraviolencia de una realidad que ha llegado con anticipación para anticiparnos el terror y el vértigo de saber que la vida te ocurre mientras ves las noticias con la intención exclusiva de desacompasar una mala digestión o preparar una merecida siesta. 

Aguerridos antidisturbios irrumpen, porra en mano e indumentaria Mad Max ocultándoles la nada del salario bien ganado, en una vivienda (una más) que ha de ser desalojada por impago. En este caso una vivienda de esas que la voz de su amo ladra a los cuatro vientos como social... que nos importa la ciudadanía, que es la que acude a las urnas. No importa que en, el interior de eso que hasta ayer fuese hogar ciudadano, un bebé de mes y medio asista despavorido al apocalipsis de griteríos sin ley y leyes sin refrendo proferido por las fuerzas del orden. No importa que, a las puertas, se agolpen las desmesuradas y violentas fuerzas de la solidaridad vecinal de pancarta y llanto reclamando misericordia. De nada vale que la familia en cuestión comience a danzar el vals de la aniquilación guiada por los compases macabros del orden social. Nada importa. Todo vale. Todo cuesta... y si no puedes pagarlo te lo arrebatamos, quede claro, dónde pensabas que estabas, qué pensabas cuándo abandonaste tu terruño tercermundista en busca de mejores oportunidades, aquí la vida cuesta, y se paga, aunque sea con sangre.

De nuevo Vallecas, mi antiguo barrio. Un nuevo desahucio. Queda atrás otro peldaño de esta escalera hacia la barbarie que recorren no pocos en pos de una gloria de moneda, timbre, y gintonic con enebro. 

Asisto, atónito, a los noticiarios de la televisión patria, por rellenar con voces ajenas el silencio con que un puñado de sardinas ahogadas en salsa de tomate me contemplan boquiabiertas desde el perfil oxidado de una lata en cuarentena. Y descubro que la vida me está sucediendo en mi antiguo barrio, en Vallecas. Porque cualquier día puedo ser yo el expatriado de hogar y justicia que aparezca redecorando la comida familiar de otras multitudes televidentes. 

El policía antidisturbios que pretende desalojar a los cámaras antes de hacerlo con el bebé cuyo llanto tiñe de esmeralda esta jornada de frío y nada, planea llegar a casa y descubrir suculento plato en su mesa. Pero la vida le está ocurriendo mientras, en la espiral dolorida en que se hunden las pupilas espantadas de estos nuevos desahuciados. Porque cualquier día puede ser él quien deba enfrentarse a las fuerzas del orden reordenadas por un ajuste económico que le arrebate su trabajo de mastín. 

Los vecinos profieren gritos e insultos con la intención de salvar la situación y, de paso, el futuro descosido a puñal e hipoteca de los nuevos desahuciados. Mientras, la vida les sucede en el empleo al que hoy faltan por intentar evitar la desdicha al ajeno y que pueden perder por falta de justificación comprensible en su inasistencia. 

Hay en Vallecas un bebé de mes y medio que no hace planes. Pero es consciente de que la vida es esa mordedura de carencia y llanto que propina la más rabiosa actualidad, lejos, en otra parte, en las pantallas de televisión de sus conciudadanos. Los bebés no pueden hacer planes, y se deslizan por la franela mentirosa de lo inmediato. Más si lo inmediato es la ausencia de franela que les proporcione calor y cobijo. Mucho más si la franela es sucia y viste lamparones de intemperie.

La televisión tiene sus propios planes. Los noticiarios están perfectamente programados y orquestados, aunque la vida suceda mientras tanto. Por eso pasamos de inmediato a devorar las declaraciones, a la salida de la cárcel, de un maleante de blanco guante a quien las fuerzas del orden, al contrario que a la familia de Vallecas, escoltan hasta su rutilante vivienda. Asegura que el actual Presidente de la nación participaba activamente de los delitos que a él se imputan. Sabemos que no miente: incluso los asesinos, a veces, dicen la verdad. Pero a ver qué antidisturbios se atreve con el Palacio de la Moncloa, pienso.

Lo sé, me repito. No es la primera vez que hablo de un desahucio en Vallecas, y no hace mucho que lo hice por vez primera. Pero no soy yo, discúlpenme: es la vida, que sucede de nuevo en Vallecas, mientras yo hago planes para llegar a fin de mes y seguir teniendo una vivienda, un televisor, y un bebé que sólo llora cuando mi llanto menos fraudulento busca sus pupilas en busca de sosiego.

domingo, 11 de enero de 2015

domingo en sepia

Melancolía dominical, con su caducidad de páginas sepia que fortalece el sepia de los recuerdos. Con las páginas sepia me refiero, obvio, a esas en que, antaño, aparecían las vacantes laborales, en la prensa. Con el sepia de los recuerdos, al las fotografías que el corazón tomó para revelar, con modestia y calma de artesano, en el cuarto oscuro de la memoria. Que no se me acuse en esta ocasión de excederme en las metáforas.

Hoy no hay periódicos, que el precio es exagerado y el trabajo, ahora, se busca en internet o, como muy antaño, pateando las calles... tú y yo lo sabíamos: Nietzsche tenía razón al formular su teoría del eterno retorno. 

Hoy no hay periódicos, no. Hoy sólo el sepia de tu piel enardecido bajo la luz mortecina de esa lámpara baja que iluminaba la habitación en que te amaba. Era así que tu vientre adquiría asperezas de grano fotográfico y suavidades de contraste forzado, al igual que forzabas la maquinaria diestra de tu musculatura para acelerarme el deseo. Hoy no hay periódicos, insisto, y lo único sepia en este día de horrores climatológicos y semana difunta es la imagen de tus labios pronunciando el verso violento de mi erección más siniestra. No sé cuántos esfuerzos has desperdiciado, mujer, para regalarme el sepia de una fotografía en que tengo gesto de moribundo. Y es que así me pintas el rostro, cada vez que me amas, cual esteticién de Tánatos, para surcármelo de expresiones que no pueden ya hablar y de respiraciones que se ahogan por respirar a la inversa. Debería recordar tu rostro, esta noche, pero sólo viene a mi memoria el sepia malherido de mi expresión más extrema, ésa que me esculpes mientras tus labios esculpen el barro torvo de mi cuerpo con latido forastero. No sé cuántos esfuerzos has desperdiciado, amor, ya digo, para adelantarme la muerte.

Así que como no hay periódicos hoy, a pesar de ser domingo, acudo a la hemeroteca babel y amarilla de aquellos que acumulo al albur de las manos con que mi hijo aprende a recomponer el mundo. Encuentro un ejemplar del pasado año, pero sólo de unas tres semanas anteriores a la fecha de hoy. Hojeo. Deambulo titulares. Atisbo instantáneas. Hasta hallar un breve que informa de que los españoles somos los terceros, a nivel mundial, que más dinero gastan, en las navideñas festividades, en hacer regalos que a nadie agradan. Ya saben, qué le compramos al abuelo, otra colonia, y una corbata para el tío, sin rayas, que este año se llevan los cuadros, para el pequeño un cuento, a ver si se olvida de la televisión y lee un poco, y en ese plan. Juego a la sociología barata y pienso que también debemos andar bien situados, los españoles, en otro ranking de gastos desperdiciados. Me refiero al de los votos, o sea, el democrático desgaste de acudir a las urnas para sentirnos ciudadanos de pleno derecho y elegir un gobierno que a nadie agrada, que nadie quiere, que nos hará la vida imposible, a tantos, durante los cuatro años siguientes. No sé, ya digo, sólo es sociología de andar por casa con la cerveza dominical jugando a la excelencia de la doble maceración en el aparato digestivo.

Dejo de lado la citada noticia, paso a la siguiente, pero no capta mi atención. Tampoco las restantes. Me aburro rápido. Entrego a mi hijo otro pedazo de mundo roto que él sabrá reordenar con la legislación de juguete de sus dedos de franela. Y regreso al tono sepia con que tus caderas se vestían, al rotar sobre mí practicando aquellas acrobacias de humedad y urgencia. Y la luz baja de aquella habitación. Aquella lámpara como de consultorio de psicoanalista esparcía sobre tu piel un sepia que remitía a los ancestros de la humanidad y a traumas inconclusos, haciéndome pensar que Freud, quizás, estaba en lo cierto. Pero tal vez sólo sea que hoy es domingo, y los domingos no son días en que llevar la contraria a nadie, ni siquiera a Freud. 

Los hay que aseguran que los domingos se confeccionaron para ser, después, deshilachados por la felina zarpa de la melancolía. Tampoco les llevaré la contraria. Será por eso que pienso, hoy, en el sepia que me zurce la barba descosida cada vez que me amas y me arrancas expresión de muerto. Y eso me hace llegar a la conclusión de que a los noticieros tampoco debo llevarles la contraria: creo, amor, que estás gastando esfuerzos y gimnasias que sólo sirven para revivir a un muerto. O peor, para morir el rostro de un vivo que sin ti no encuentra más camino que el del camposanto. Los regalos en que se deja el sueldo tu cuerpo, cuando me amas, en vez de vivificante sonrisa, ya ves, provocan cadavérica mueca. No obstante, te suplico que hagas como yo, al menos hoy que es domingo: no lleves la contraria a las noticias, ni a Freud, ni, por supuesto, a Nietzsche.