domingo, 24 de agosto de 2014

ni vírgen ni suicida

Existe un país anómalo, perdido entre las cartografías de fusil y moneda de esta Europa que se nos extingue sin que apenas nos demos cuenta. Un país donde los ejércitos sólo saltan las 625 trincheras como líneas de los televisores. Una nación que hace bandera de su neutralidad militar y su cerebral legalidad. Un puerto pirata al que pueden arribar los sacos de monedas extirpadas a los más necesitados en la lucha por la supervivencia. Un crisol de comunidades llegadas de los cuatro confines para sólo escuchar la música de cencerros de vacas de postal turística. Hablo de Suiza, claro.

Pero además de paraíso montañés y pacífico, Suiza es el lugar al que llegan, para mejor morir, aquellos a quienes la vida ya ha desahuciado. En Suiza, quiero decir, además de turismo de montaña, pasa por caja el turismo suicida. Y no me refiero a intrépidas internadas en cañones naturales o brutal caída libre desde acantilados. No hablo del turismo de aventura o el deporte extremo, esa necedad inventada por el humano que dejó de serlo para sentirse más vivo. Hablo de quienes, habiendo vivido ya lo suficiente, deciden acercarse a Zúrich para que un cualificado y bien remunerado equipo médico ponga fin a sus días sin más dolor del que ya se lleva padecido. Dice la prensa que este turismo otoñal se ha duplicado en el país del queso y el chocolate, en los cuatro últimos años, y los adalides de la vida y la cruz aseguran que deberían hacer algo, las leyes internacionales, para impedir tales dislates. No sé, no contesto.

Vengo yo, estos días, flirteando con el suicidio, cada vez que te recuerdo y casi acaricio de nuevo la duda de tus piernas, en el amor, cuando querían ofrecer respuestas a mi metafísica de andar por casa. Y es que extendías, sobre el pasto arrebatado de mis labios, el mantel de picnic frugal de tu pubis como incitándome a despejar una ecuación de mañana y siempre que a mí se me enredaba en la lengua. Porque mover la lengua, al fin, es lo único que uno sabe, sin preocuparse de que tengan sentido sus movimientos o sean sólo invertebrado párrafo de obviedad y orgasmo. O sea que, al hablar, como al pretender agotarte, mi boca se mueve rápido pero sólo balbucea. Tan carente de sentido uno mismo, siempre, ya pretenda vocalizar dudas o fluidos. 

Porque en el estallido mudo de tu placer, amor, desearía hoy sepultarme y cerrar la boca. Suicidarme entre tus brazos de futuro incierto. Así que subo al balcón rubio de tu recuerdo, me asomo a la azotea vertiginosa de tu voz, camino la cuerda floja de tu caricia, deseando resbalar o, mejor, hacer acopio de la valentía que no tengo, para saltar al vacío. Porque la vida, al fin, sin el horizonte azul de tus caderas, comienza a ser vacío.

A Suiza no pienso exiliarme. Ni siquiera conozco aquel nevado terruño. Pero comprendo a quien, agotada la vida que puede llamarse tal, decide concederse un último paseo por los senderos de halógeno y asepsia de sus sanatorios terminales. Los hay que, en virtud de religiosos dictados, defienden la vida aún cuándo ha dejado de serlo (también cuando aún no lo es, recuérdese a los ingobernables miembros del Gobierno que nos desgobierna). Yo sólo digo que hace falta ser valiente para poner punto y final al párrafo desconcertante de la existencia cuando éste deja de comprenderse, debido a temblores o falta de lucidez. Y que de algo, Suiza, esa extraña nación, puede vanagloriarse al defender la vida negando todo tipo de guerras: las trasnacionales y aquellas en que un ser humano enfrenta sus peores pesadillas. Sí, al fin, dirán algunos, Suiza mata. Pero lo hace sin arma química, ni bacteriológica. Ni siquiera blanca, como sus nieves eternas. Y no asesina cobardes reclutados para la masacre, tan sólo ayuda a los valientes a cumplimentar, como en las entrevistas de trabajo, el cuestionario final de una vida que ya reclama nuevos candidatos. Que a la muerte, como a la persona amada, hay que saber enfrentarle la mirada.

Yo, hoy, te recuerdo, y a pesar del dolor, pienso que aún podría volver a estrechar el cuero loco de tu cintura, apresar el regato valiente de tu garganta, redibujar el contorno perfecto de tus pechos con mi cincel de labio y miedo. Mi cobardía aún me niega el suicidio. Ni aquí, ni mucho menos en Suiza que, siempre lo he pensado, sólo tiene bancos y chocolate. Uno carece de dinero. Y el chocolate, cuando lo hay, prefiere fumárselo... por combatir los miedos o, al menos, aplazarlos.

martes, 12 de agosto de 2014

más dura será la caída

A nadie sorprende, a estas alturas, que la vida es sorprendente caudal de sorpresas prestas a desbaratarnos el entendimiento y los relojes. Así ocurre, por ejemplo (doy fe), con la paternidad, que imaginamos destartalado y retorcido sendero de obligaciones y responsabilidades. Porque ser padre, sí, nos enfrenta a una ajetreada singladura de sueños postergados y pesadillas futuribles. Pero también nos oferta una floresta de sensaciones y memorias en las que, sin duda, más nos valdría perdernos.

Manido recurso decir que a través del niño, de su mirada, comenzamos a mirar a la vida cara a cara, recluido al más oscuro rincón de la existencia el ejército de máscaras con que gustamos de enfrentar la guerra de guerrillas del día a día. Prefiero pensar que con el niño, mediante su contemplar impudoroso y animal, podemos asomarnos a ese suelo que pisamos, en demasiadas ocasiones, sin preguntar si le duelen nuestros pasos. Hay que agacharse hacia el niño, tumbarse en el piso y descubrir, con él, los sótanos de nuestro caminar por la vida como si ésta se hallase en las alturas. Porque la vida, como la muerte (su reverso), habita a ras de suelo.

Si no me creen pregúntenselo a los miembros del servicio secreto que custodia la Casa Blanca estadounidense, a quienes hace unos días se les coló un niño, como riachuelo despreciable o borbotón de sangre derramada en reyerta de fin de semana, entre las piernas. Eso cuentan los noticiarios, que un bebé se internó en la Casa Blanca sin que nadie supiese cómo. Claro, los vigilantes andarían atareados examinando los techos colindantes, en busca de francotiradores. Demasiado encumbrado, su punto de vista, para un niño. Y ahora ellos, tan preocupados por las alturas, deben bajar a ras de suelo para buscarse otro empleo, por su ineficacia laboral.

Me gusta jugar con mi hijo situándome a su altura o, a ser posible, aún más abajo, y descubrir, con él, la batalla entre las pelusas de la escasa higiene doméstica (un niño, es lo que tiene, apenas te deja tiempo para nada, ni siquiera limpiar) y los mechones de lucidez grisácea que va perdiendo el gato (con la edad, no sólo los humanos perdemos cabello). Es en esos momentos que descubro que la vida es más pequeña de lo que deseamos pensar, y que al trotar de zapatos veloces y neumáticos vertiginosos le sigue, inevitablemente, un procesionar moroso de minutos que nunca vuelven, por ejemplo. Si alguna enseñanza tiene el ser padre es la de recuperar la mirada de corto alcance y desterrar por siempre la quimera de lo eterno, o el largo recorrido de esa ambiciosa imaginación que nos lleva a proveernos un futuro de acomodo y grandeza, aunque sea éste a costa de quienes no tuvieron la suerte de estrenar calzado de diseño con que devorar grandes recorridos.

Estos días, también, además del bebé escapista que ha burlado la seguridad familiar del Amo del Mundo, otro insubordinado infante ha eludido los sistemas de seguridad de medio planeta, incluso de la prensa seria, que ha dejado de informar de fútboles y veraneos empresariales porque entre su maleza tipográfica se ha infiltrado un revoltoso nene africano. Un recién nacido que porta en sus huellas dactilares semilla de defunción y latido de epidemia. Me refiero al ébola, ese pequeño virus que actúa con la grandeza de un emperador de los de antaño, surcando la tierra, en su gatear inconsciente, para moldearla de sepulcros y adioses.

Mi hijo, a veces, creo que pretende enredarme los cordones de los zapatos. No sé, aún, si lo hace para reír al verme caer, o para, tras mi obvio batacazo, tenerme a su altura y enseñarme a ver la vida con la inferioridad natural que él la contempla. El ébola, ese otro niño, está buscando empleos de ultratumba a numerosos ciudadanos de esos que aún consideramos de segunda: africanos, granero de Occidente, lazarillos del hambre, mano de obra gratuita... negros. Pero deberíamos pensar que quizás no sea tan despiadado. Tal vez sólo pretende atar los cordones de los zapatos que calzamos quienes nos sentimos con derecho a esclavizar a todo un hemisferio geográfico. Pero lo hace con la lógica natural de los niños, con su lúcida crueldad.

Respecto al bebé que esquivó alarmas y Ray Ban de espejo norteamericanas para introducir su reptar de felpa en los pasillos de la Casa Blanca, un servidor lo tiene claro: sólo pretendía entrar al Despacho Oval para atarle los cordones de los zapatos al presidente del Orden Mundial Establecido que, por otra parte, por si no recuerdan, es casi tan negro como las víctimas del ébola... casi.

Ya lo advertía Mark Robson en aquel inolvidable film protagonizado por el grandioso Humphrey Bogart: Más dura será la caída.