martes, 18 de febrero de 2014

arriba, parias de la tierra

La prensa globalizada no deja de proporcionar suculentas "noticias" a todo aquel que guste de perderse en sus recovecos de tipografía digital o en su desastre de titulares de papel y vacío. Y es así que, en un rincón de ésta, me sorprende la información acerca de la denominada Ciudad de los Enanos (y disculpen que utilice mayúsculas al hablar de tales tamaños humanos, no es sarcasmo).

Resulta que un una ignota provincia de la ignota China, de nombre Kumming (para quien guste de viajar desde casa, o la oficina, vía Google Maps, o similares), se ha dado a vida a un sobrecogedor parque temático en que aquellas personas que no eleven su cabeza más de 1,30 metros sobre el nivel del suelo que pisen obtienen vivienda y alimentación (además de convincente salario) a cambio de realizar, para los curiosos turistas que por allí se dejan caer, teatrales representaciones medievales. O sea, que todos los enanos de la China pueden vivir a cambio de disfrazarse de princesas de cuento de hadas, guerreros de armamentística pericia, y en este plan. Las viviendas proporcionadas, eso sí, tienen forma de seta, ya que bajo su cielo de esporas es donde el imaginario popular ha situado siempre a duendes y otros seres de mediada estatura. 

Hay quien hace pública repulsa de tan vil explotación del ser humano por el simple hecho de haber nacido con una talla inferior a la del común de los mortales. Pueda ser, aunque los visitantes del citado parque temático no lo consideren así, y los asalariados del mismo encuentren allí un modo de vida que les permita malgastar la misma sin estrecheces ni carencias.

Fue en Madrid, al filo de las afiladas festividades navideñas, que asistí a un despliegue publicitario que me dejó ciertamente turbado. En una de las más sofisticadas zonas de la capital española, un grupo de jóvenes, de esos que disfrazan su lozanía tras onerosos logotipos y bajo peinados de alta costura, escuchaban con atención las indicaciones de quien parecía ser su empleador para un trabajo, digamos, curioso. Sobre su previo disfraz de ropa cara, cada uno de los jóvenes debía vestir una aparatosa armadura que semejaba un smartphone de esos que tan imprescindibles se nos han hecho, de un tiempo a esta parte, a una suculenta porción de la humanidad, con su apelativo comercial bien visible. Los jóvenes coreaban cada una de las proclamas comerciales que el empleador les increpaba, como si de los tantos marcados por su equipo de fútbol se tratase. Y algo de fútbol había en el tema. Finalizada la arenga me acerqué a una de esas jóvenes (la de más tierna edad y más procaz mirada, of course), y pude saber de su boca (cuyo delicioso trazo quedaba destrozado por una dicción cargada de alargadas eses como perdidas en el chicle que no mascaban sus dientes), que el trabajo que se disponían a realizar consistía en anunciar las bondades de un parking privado que, por sólo 5€ (lo que muchos no alcanzan a tener para alimentar a su prole, en otras latitudes), permitía a los clientes estacionar su lujoso utilitario desde una hora antes hasta una después del futbolístico encuentro de turno. 

Lo del disfraz de smartphone no me quedaba claro. La chica tampoco iluminó mis dudas (tan deslumbrada estaba ella por su propia y débil deriva mental). Sólo supe que a ellos (jóvenes trabajadores), la empresa patrocinadora les recompensaría sus horas de trabajo con un teléfono de última generación. Brotaron en mi mente obtusa, como por generación espontánea, viejas y olvidadas proclamas que hablaban de la dignidad del trabajador y cosas por el estilo. Y digo olvidadas porque hace tiempo que un servidor atribuyó al trabajo remunerado su justo lugar en el mundo: las cloacas.

Resulta que los enanos de China tienen una oportunidad de ser empleados, a cambio de vestir armaduras medievales y poner en escena coreografías perdidas en las páginas de aquellos cuentos de hadas que nos enredaban las noches a quienes comenzábamos a hallar en la lectura el cruce de caminos perfecto para la imaginación y el sentimiento. Y a nadie gusta. Y muchos denostan tal abusivo empleo rememorando la sacrosanta dignidad del trabajador. Pienso que, quien lo hace, no ha conocido la desgracia de ver mermadas sus facultades físicas, o de que la sociedad de la moneda y el ocio que no lo es haya decidido que no tienen lugar en su jungla de perfecciones y avances. Yo pienso en la verdadera talla de los enanos chinos, ésa que les hace olvidarse de falsas dignidades e hipócritas elogios y les ayuda a vivir en paz, bajo su seta de ladrillo y hogar, saliendo de tanto en tanto para enfrentar con orgullo la mirada de los gigantes que hasta el parque temático acercan a sus retoños para disfrutar las horas de asueto, tras una semana herida por traumáticos horarios laborales que les permitan adquirir una televisión más grande para ver el partido de balompié, o un automóvil más caro que puedan estacionar en algún parking mientras trasiegan cerveza al albur del fervor futbolero, por ejemplo.

Pienso que, en ocasiones, es grato sentirse pequeño, aunque sólo sea por lo económico, como es el caso de los enanos chinos. Yo, por ejemplo, en el amor (que aunque no siempre se monetariza sí que es, invariablemente, la gloriosa calderilla que permite alimentar al corazón), no dejo cada día de sentirme pequeño. Y a veces me observo, desde mi ínfima estatura, en la mirada altiva y valiente de la mujer que amo. De ser el amor un trabajo, tal vez, habría perdido mi dignidad, frente a esa hembra que me emplea en sus actividades de saliva y nervio. Pero cómo aún nadie ha firmado contrato alguno por perecer entre los brazos amados, me siento orgulloso de ser un enano con disfraz de caballero andante... a pesar de no disponer de un smartphone con que fotografiar su sueño de ropa ligera y piernas en fuga hacia el deseo.

miércoles, 5 de febrero de 2014

el sombrero de William S. Burroughs

Paseo días de escarcha y hormigón mientras las calles de la ciudad me pasean como un invierno de cuchillos. El tañido del viento acompasa mi caminar como un réquiem pertinaz. Y arriba, donde suponemos fraguan los pensamientos, en la azotea mínima y voluble del cráneo, estos días, me resplandece una herida de amor y miedo. Paseo mi herida, por la ciudad, como si de una alopecia hambrienta se tratase. Es la calvicie, que reclama su tierra de oro y nada para erigir un imperio de transparencia, digo a quien me pregunta.

Los vientos norte y febrero de un invierno insidioso juegan ajedrez, estos días, en la promesa de tiempo perdido de mi calvicie, y yo recuerdo la testa luminosa y ciega de William S. Burrougs, que nació un día como hoy, hace ya exactamente 100 años. Podría haber sido un 3 o un 7 de enero, qué sé yo, pero fue un 5 de febrero, en algún punto inconcreto del Estado de Missouri, en los EE.UU.

William S. Burroughs, cortesía de "la red"
Y hoy, mi cabeza abierta al hachazo de vendaval y comercio del invierno madrileño, hoy, 5 de febrero, ya digo, recuerdo a William S. Burroughs y siento pudor de mi herida, noto que escapa de ella una tormenta de arquitecturas hembra y miel, una deflagración de cabellos perdidos en la hoguera de los dedos, un improperio de labios como veleros sin timón, un estallido mudo de lágrimas desorientadas que, al fin, saben a vientre y limón... y temo tiznar la ciudad con una hemorragia de risa, amor, sexo y melancolía. ¡Qué le vamos a hacer!, uno, de vez en cuando, como los gobernantes, también piensa en sus conciudadanos y prefiere ahorrarles el espectáculo de guiñol y llaga de su amor. Por eso, hoy, la herida de mi cabeza, mi calvicie tenaz, me resulta molesta y temo que, sin desearlo, dañe a los circundantes. Es entonces que comprendo a Burroughs. Porque él ocultaba la transgresora espesura tipográfica de sus ideas bajo la nube de fieltro y elegancia de su sombrero. Así podía caminar las calles como un educado caballero de clase media. A mí, hoy, sin el sombrero de Burroughs, se me ven las ideas, y son demasiado violentas, obscenas o sinceras, para el que se tope con mi deambular madrileño.

Parece que le sangra la cabeza, me dice un transeúnte. Despreocúpese, es la calva que hoy ha amanecido púrpura, como el corazón, respondo yo, para evitar alarmismos.

Me enredo, disculpen. Sólo pretendía homenajear al escritor norteamericano el día en que hubiese cumplido 100 años. No voy a hacer alabanza de sus letras, tan demoledoras, incautas e incomprendidas a pesar de agasajadas. Sólo quiero decir que hoy, cuando la cabeza me sangra aromas de mujer por una herida con femenina silueta de calvicie, descubro por qué Burroughs nunca se quitaba el sombrero: no quería asustar a los paseantes con su carnicería de sensaciones límite esculpidas a la sombra de la lucidez políticamente correcta. Una vez se quitó el sombrero, en Tánger, y de éste brotó la obra que le haría inmortal: El Almuerzo Desnudo. Es comprensible: cualquier calleja del zoco de Tánger es más abigarrada, bizarra y desmesurada que las ideas del propio Burroughs. Durante unos días la ciudad marroquí le proporcionó cobijo, mayún y cuerpos adolescentes, y él volcó en papel lo que habitaba el tullido mapamundi de fieltro de su sombrero. Simplemente eso: la importancia del sombrero de Burroughs, llevó a un servidor: a escribir Los Cuadernos del Hafa y narrar en sus páginas sus vivencias tangerinas, mientras frecuentaba al matrimonio Bowles y naufragaba en los guateques de orgía y THC de la jet-set; a recuperar la maltrecha figura de Brian Jones, líder primigenio de The Rolling Stones; a explicar los motivos de su misteriosa muerte y, de paso, la de toda una época cultural y creativa; a anudarlo, todo, a las alegrías y pesares de un puñado de marroquíes y algún que otro extranjero...

A Burroughs: feliz cumpleaños y... gracias por todo lo que (sin saberlo) me has regalado. Aunque hoy te envidio la elegancia de ese sombrero que, de ser mío, podría esconderme la herida. Creo que la literatura se organiza mejor bajo un sombrero. Yo, sin sombrero, pierdo las ideas. Las palabras brotan a borbotones escarlata a través de una herida con suturas de alopecia, y quedan irremediablemente desestructuradas en su precipitado huir por las avenidas metropolitanas del viento.