domingo, 29 de diciembre de 2013

horizontes lejanos

Las playas españolas, tan elogiadas por norteñas huríes de escandinavos pechos que enarbolan la bandera del cuerpo libre de ataduras, europeos ancianos decididos a jubilar su jubilación laboral trabajando el sol y la espuma mediterránea, británicos estudiantes que a ellas se acercan para mejor emprender el estudio de anatomías entregadas a la efervescencia de drogas, alcoholes y mareas, digo que las playas españolas, a pesar de tan ovacionadas, han sido (y son) denostadas por los gobernantes patrios que, hastiados de su redundancia de crepitante salitre, decidieron hace tiempo redecorarlas extendiendo a sus orillas un turbio tapiz de hormigón armado y ladrillo acorazado que pueda salvaguardar de la marea veraneante de bocata y crema bronceadora a aquellos que gozan de un saneado estatus económico.

Tras el desmadre del ladrillo y el lujo adosado a orillas del temperamento oceánico, decidieron las autoridades, como dijera aquél, desfacer el entuerto, reescribiendo normativas y decretosley para que la arena de la orilla playera retornase a su breve gobierno aguijoneado de sombrillas, esterillas, balones de plástico y residuos orgánicos. A tanto llega el celo de aquellos a quienes votamos, que hasta los típicos chiringuitos playeros se han visto obligados a dejar expedito el alfombrado molesto de la arena. Afortunadamente, ahora les permiten mantener su negociado pero a unos metros sobre el suelo, para que la espuma rubia de la cerveza no se mezcle con la cabellera verdiazul del oleaje, y los chiringuitos se trasladan a las azoteas.

Recuerdo mis playas de la infancia, cuando la marea jugaba a encresparme el cabello y desordenarme los castillos de arena. Pero recuerdo aun más mis playas de la adolescencia, cuando pretendía cocinar al fuego lento de su murmullo de chapuzón y alga fresca aquel suculento pedazo de carne que se me antojaba mi acompañante femenina del momento (qué le vamos a hacer, la adolescencia no entiende de sociologías, salvo si entendemos por tal la psicología freudiana del instinto primordial). No pocas de las batallas en que pretendía, un servidor, derrotar a aquella adversaria de cabellera húmeda y salado paladar que suponía su preponderante objeto de deseo, fueron libradas en el chiringuito de turno, cuando la mar ya hacía costra en la piel y el sol acudía al hamman silencioso del horizonte. Desde el chiringuito, quiero decir, contemplábamos el ocaso y silenciábamos el deseo, como si anduviésemos asistiendo estupefactos a su inauguración.

Todos tenemos una playa. Una playa en que acariciamos senderos de sal como piel de hombro bronceado, en que ahogamos los labios al ritmo de palabras que eran metáfora de la marea cercana, en que perdimos, entre la floresta acuática del oleaje, virginidades absurdas como trajes de primera comunión, en cuya arena pretendimos dibujar silencios con nombre de mujer, en que abrazamos el suspiro último del sol poniente como hicimos con el del abuelo perdido en el poniente de tubos y goteos del hospital, en que manos ajenas decidieron iniciar la navegación de nuestras vidas con la maestría de recortable de aquel barco de pescadores que ofendía la simetría marina del atardecer...

Pero olvidamos, en demasiadas ocasiones, que toda playa tiene un cielo que la acuna y, de vez en cuando, deberíamos alzar la vista a su majestuosidad de aguacero trotamundos. Sólo así, comprenderemos que lejos, donde el horizonte equivoca su destino bermejo, hay otras playas y otras personas que pasean el sendero voluble de su orilla. Personas con las que podríamos compartir el trago salado de la vida a borbotones. Personas que también contemplan, en otra playa, un cielo trufado de sueños y melancolías. Personas a las que, aun estando en otra playa, podríamos sentir que acariciamos/miramos/hablamos aquí, en la nuestra.
 
Yo, personalmente, doy gracias al chiringuito, a cuya sombra comprendí, algún atardecer, que no hay playa sin el vestido de cielo atardecido que la viste de princesa.

Así que, en estos tiempos de descalificaciones hacia los poderes establecidos, aplaudo la clarividencia de esos gobernantes que han decidido subir el chiringuito a la azotea. Sólo así podrán contemplar, sus clientes, el cielo y olvidar por un instante la marea que se marea a sus pies. Sólo así podrán encontrar la mirada de aquel otro que, tal vez en la otra punta del mundo, se asoma al horizonte buscando encontrar de frente nuestras pupilas perdidas en melancolía, para embadurnarlas de esperanza y vida... o viceversa.

lunes, 23 de diciembre de 2013

lujosa pobreza

De joven siempre insistía en no precisar más que llevar una existencia humilde, ausente de materiales que escondiesen lo defectuoso de mis días por entre la eficacia inerte de su tecnología punta. Derramaba, en conversaciones y pensamientos, el vino agrio de mi desencanto ante el consumismo feroz que hoy ya nos muerde sin dolor provocándonos éxtasis de lujuria azul, como los vampiros esos de las novelas y filmes de éxito. Me empeñaba en desbaratar el orgullo monetario del primer amigo que llegaba a la reunión haciendo alarde de su última y flamante compra. Lo hacía siempre con el sarcasmo acariciándome los labios y la insensibilidad hacia la felicidad ajena embarrándome el alma.

Hoy, ahora, cuando la edad muestra su dentadura de rabia caníbal, habito una ciudad que parece un recortable de miedo y hambre. Vivo rodeado de niños que tienen menos noticia de su infancia que los televidentes occidentales de la realidad que les rodea. Paseo entre escombros de vida y lodazales de polvo. Una vida humilde, lo que imaginaba cuando joven. Y, en los momentos en que el optimismo fornica con mi percepción del mundo, me digo que, al fin y al cabo, es un lujo poder ensuciarme los pies en el barro fragante de la pobreza, conocer esos otros mundos que habitan en este.

Tengo noticia, gracias a mis estúpidos brujuleos por "la red", del visionario negocio que han puesto en pie, en mitad de la nada africana, un puñado de personas de esas que gustamos de llamar emprendedoras. Resulta que en Sudáfrica, celebrando que el apartheid simuló migrar a otros latitudes, las cabezas pensantes de la mercadotecnia de una lujosa cadena hotelera han decidido ampliar su negocio con un nuevo establecimiento que recuerde que aún hay pobres negritos que, como los de la canción de Glutamato Ye-Yé, tienen hambre y frío. Y a la vista del éxito que, aseguran, está teniendo el novedoso alojamiento, pareciera que a los adinerados les agrada saberse tales a costa de otros. Me enredo y no explico: han inaugurado en Sudáfrica un complejo hotelero que simula ser una de esas barriadas en que se amanceban moscas, personas y animales que han pasado a ser de compañía a fuerza de cohabitar con la basura, el hambre, la miseria y las aguas fecales que no van a dar a la mar.

A la vista de las imágenes, los apartamentos de dicho hotel parecen estar puestos en pie con la ayuda de calaminas, pedazos de cartón, maderas mordidas por el húmedo paso del tiempo y ladrillos mutilados. Pero, advierten los dueños del tinglado, sólo es apariencia: en el interior de cada uno de estos apartamentos se acumulan con el desconcierto propio del exceso todas las comodidades físicas y tecnológicas que alguien acaudalado pudiese desear: pantallas de plasma, bañeras con hidromasaje, conexión wi-fi ilimitada, camas king-size almohadilladas por el sueño perenne de las plumas de oca, y en este plan. O sea, como que han escondido la yema fragante y nutritiva de un huevo delicioso tras el cascarón de gallina de corral recién defecada y recién parida. Un hotel de lujo disfrazado de miserable suburbio.

Hay quien se escandaliza, e incluso se piensa si abrir una campaña en change.org, o cosas de esas, para pedir el cierre definitivo de tan humillante establecimiento. Yo les digo que no se hagan drama y miren a su alrededor: jóvenes hembras recalculando los límites de su cuerpo entre despedazados pedazos de ropa que simulan haber vestido a 15 mendigos antes de acariciar la piel lúbrica y necia de aquellas que pretenden estar a la última (ropa de marca, claro); bares de extrarradio y aroma a nociva fritanga aderezando vinos servidos en cristal de bohemia; restaurantes caros en que los comensales pagan sólo por el placer de ser servidos platos vacíos y copas sin víscera (no invento, ocurre en un acaudalado país: los clientes se sientan a la mesa, hacen su pedido, y el camarero simula que les sirve lo solicitado, aunque nada deposite en los platos, pero lo hace con estilo, of course); onerosos perfumes que recuerdan los aromas más bravos de la vida campestre: olor a barro, cochiquera, desperdicio; pintura que redecora tu vehículo todo terreno como si hubiese transitado lodazales de bosque y miseria...

No pasa nada, al fin y al cabo, a la última está todo aquel que tenga capacidad para transformar la pobreza en un anuncio productor de suculentos réditos monetarios. Y sí, con sinceridad, les recomiendo con más empeño de lo que lo hacía el maestro Lou Reed, que se den un paseo por el lado salvaje de la vida, aquel en que los pobres son de verdad y te miran desde el hueco vacío de sus ojos asustados. Pueden comenzar alojándose en ese hotel de Sudáfrica, o perdiendo su empleo en una moderna España que mucho se precia de tirar la casa por la ventana en estas fiestas navideñas, o lanzándose ustedes mismos por la ventana de la casa de la que el banco propietario les reclama pago o inmediato deshaucio por haber perdido ese empleo que les permitía alimentar la hipoteca... al fin y al cabo, como en el amar, como en el comer, en el perder y empobrecerse todo es empezar.

Felices Fiestas y, recordando al maestro Berlanga, no estaría de más que las aprovecharan para sentar un pobre en su mesa... no hace falta viajar a Sudáfrica para deleitarse con el exótico aroma a sardina famélica y mosca insurrecta de la escasez, España ya no es tan different

sábado, 14 de diciembre de 2013

nos has nacido


Amaneces al invierno frío de este mundo despejando las dudas de un anochecer incauto, y tu voz desgarra los fulgores de estrellas que no se atreven a brillar para no asustar al cielo.

El hospital despereza el sudor de heridas y lamentos de un día perdido entre vendajes, sondas, goteos y suturas que no quieren decir su nombre. Y tú describes tu presencia con la metáfora quieta de tu llanto primero. Yo, aletargado por el cínico festival de luces agrias de la sala de partos, asisto a tu nacimiento. 

Surges de un naufragio de sangre y vísceras como pétalos de rosas que nunca germinaron espinas, reclamando tu pequeño espacio en un mundo que se precia de regalar a cada uno el suyo. Tu madre te regala el punzón incierto de un dolor de siglos con el que tú decides hacer celofanes de regalo y pajaritas de tiempo.

Afuera, los voceros del apocalipsis continúan su prédica huérfana de esperanza y podrida de futuros que no llegan. Yo, dentro, embadurnado de la asepsia azul cobalto del paritorio, asisto al apocalipsis de vida y milagro de tu nacimiento, hijo, mientras tu madre se desmadeja en arrumacos de lágrima y desvanecimientos de emoción que nadie ya, salvo tú, podrá reverdecer en el pasto breve de las pupilas.

Nos has nacido, hijo. Lo has logrado. Has estrechado tu osamenta de río para verterte en el caudal de miedo y ternura de nuestras vidas, aquí afuera, donde la luz, hoy, es milagro que abreva en tus labios de beso y latido. 

Y ya no somos más una mujer y un hombre porque, al rugir la alarma benévola de tu llanto, hemos acudido prestos al incendio de una nueva vida. 



martes, 3 de diciembre de 2013

perder el rumbo

No precisaba yo de GPS, mapa ilustrado o callejero virtual alguno para orientarme, si no con destreza, si al menos con soltura, por entre los vericuetos volubles, voluminosos y voluptuosos de su piel. Remaba la barcaza de tabaco y café de mi lengua con la justa inoperancia que la llevase a encallar en las profundidades de alcohol y alga fresca de su vientre. Caminaba el redoble mudo de mis dedos como botones intentando coserlo a la piel de tambor inaudito de sus pechos. Perdía el rumbo de reloj fraudulento de mi sexo en los rosales de espina amable y bosque recóndito del suyo. Corría, aceleraba, emprendía la huida inversa del orgasmo sólo para recuperar el aliento al borde de un camino que, para mí, suponía la famosa autopista hacia el cielo que los fieles de cualquier religión monoteísta imaginan en el ascetismo y la represión de aquellos sentidos que a mí me encantaba exacerbar, desordenar, desconcertar, extraviar para, llegada la calma chicha del intervalo amoroso, dar nuevo inicio a su pausado y premeditado recorrido. Nunca perdía el camino. Me orientaba cual extravagante explorador de latitudes ignotas sobre la cartografía de aroma y betún de su cuerpo dispuesto al vuelo... o al desplome, no sé bien.

Podía cambiar de ciudad, de territorio, de cuerpo, sin sufrir colapso alguno, encontrando de inmediato el camino, ése que me descubría el regato ebrio del sudor regando un pubis de verano, o aquel señalado por la erección afelpada y violenta de unos pezones de invierno. Sí, eran otras mujeres. Algunas, tampoco muchas, no se crean. Pero en todas me orientaba yo con la sagacidad felina de un animal hambriento de sacrificios como abrazos y de besos como dientes. Descorría cerrojos como encajes, violentaba cerraduras como brasiers y desmembraba candados de lycra sólo por penetrar el tierno hospedaje de bajura y miel en que descansar mis embates de ávida alimaña. Como en cada ciudad, aunque llegase a ella/s de noche, encontraba de seguro un lugar cómodo en que abrevar mi sueño.

Hace unos días (no sé cuántos, ya saben que escribo como vivo: con retraso), científicos de una universidad perdida en la perdición de avenida y miedo del territorio estadounidense, han encontrado el camino. No han visto la luz de La Fe, ni nada por el estilo, recuerden que hablo de científicos. Sólo ocurre que han tomado entre sus manos la brújula de los descubrimientos cuando ésta señalaba el Norte de alguna verdad inapelable, y han certificado que los recovecos en que se pierden nuestros pensamientos y buenas acciones al recorrer el laberinto terco del cerebro son los que logran que las personas actuemos de determinada manera. En concreto, aseguran que tales recovecos, en el hombre, están plagados de ampulosas esquinas que les obligan a caminar sin perder en ningún momento el sentido de la orientación. Las mujeres, por contra, atesoran un cerebro de floresta y selva recorrido por sinuosos meandros de rivera amazónica. Meandros calmos en que no hace falta más orientación que mirar a un lado y otro del recorrido, por no perder de vista la orilla. Claro que, la mujer, a pesar de su preferencia por recorridos de sosiego y paseo, tiene la virtud de mantener en la memoria cada uno de los recodos en que caracolea el caudal que ha decidido surcar su velero de inteligencia, cabello y aroma. O sea: que los hombres se orientan mejor pero las mujeres tienen superior memoria.

Pues tampoco han llegado, en esta ocasión, muy lejos los científicos del otro lado del charco. Ya pude comprobar yo sus aseveraciones hace tiempo. Como decía al inicio: me orientaba sin más brújula que las manecillas locas de mis manos, la hoguera sudorosa de mis labios, sobre dunas de piel tumultuosa y barrancos de beso vertical. Es sólo ahora, cuando la edad juega a desordenar el pasado, que aquellas batallas del amor se me tornan palimpsesto abarrotado de pieles femeninas, más oscuras unas menos rugosas otras deliciosas todas a las que, lamentablemente, en no pocas ocasiones, no logro poner rostro. Seguramente ellas recuerden el torpe bostezo de fiebre que cincelaba el orgasmo en el más imbécil de mis rostros, y yo no haya hecho más que perder el camino, a pesar de lo que dicen los científicos. Porque a pesar de que considero que el rumbo de mi dermis siempre ha sido firme quizás haya perdido, por el camino, entre otras muchas cosas, la poesía cruel de la sonrisa y el gesto.

Sí, yo conservo recuerdos, pero ellas conservan la memoria. O, como decía el poeta: "el rumbo de tus sueños coincide con mis pesadillas".