viernes, 27 de septiembre de 2013

las afinidades selectivas

Leo por ahí, en algún sitio (ya ni me aclaro de qué es lo que leo), que el Rey de Suazilandia ha causado mediático revuelo al hacer público su futuro matrimonio con una jovencísima y arrebatadora finalista del certamen nacional de belleza Miss Patrimonio Nacional (doy fe, de su belleza. Si, ciertamente, es la que aparece en las fotos, a un servidor no le importaría ser Rey de Suazilandia). Se han arrebatado los policías de lo correcto y los ultradefensores de la Igualdad, al saber que ésta, de consumarse el cacareado matrimonio, será la esposa número quince del orondo y excesivo monarca (sí, sigo hablando guiado por lo que he visto: el soberano es soberanamente feo, al menos para mi gusto).

Me pregunto si el previsto contubernio de que vengo hablando no sería cosa de agradecer para los occidentales. Y me explico. Gracias a tan sexista y dictatorial maniobra aprendemos que Suazilandia existe, que aún guía sus frágiles destinos un monarca absolutista de nombre Mswati III (curioso, tiene número en letras romanas tras el nombre, como los Papas), que se trata de una de las naciones más maltratadas por el tsunami de la pobreza y el expolio, que el SIDA (VIH para los políglotas) es aún enfermedad muy de moda entre sus habitantes, y quizás lo más importante: Suazilandia es un pedazo de tierra que los antiguos corsarios de la realeza británica decidieron (nobleza obliga) dejar en manos del padre del actual monarca, y está situado entre Sudáfrica y Mozambique, en África, sí, ese continente que a nadie que no disponga de buen capital interesa.

Aunque me parezca casi ayer, fue ya hace tiempo que mis pies ensuciaron por vez primera la gloria enredada en arena y sonrisa de África, más concretamente Marruecos. Asistía a las celebraciones por el matrimonio de un buen amigo, en Tánger, ciudad inmortal. Tuve allí la fortuna de, una vez desenredado de la maroma suave y benévola del hachís, enredarme al cuello la afelpada soga del amor. Ella se abría paso entre chilabas y caftanes de colorido neón y remoloneo de gaviota ebria, y yo no podía ya buscar con la mirada nada más que el susurro fugaz de sus labios en acrobacia de conversación que yo no podía entender. Ella hablaba, con invitados y camareros, delineando en el ambiente cargado de jolgorio las dunas gramáticas del dariya que nunca pude llegar a aprender.

El tiempo pasó deprisa, y ante la inminencia de un nuevo matrimonio en que el verdugo sería ella y yo el dócil reo, llegaron a mi entendimiento opiniones, razonamientos, cosas, palabras que me aseguraban que, en Marruecos, podía tomar a más de una mujer como esposa. Claro, ellos veían en mí al extranjero y pensaban que lo abultado de mi pantalón sólo era fajo de billetes de euro. Nada más lejos de la realidad. Les hubiese sido más fácil comprender que el hecho de que nunca portase maleta y, en su lugar, adocenara mi espalda la chepa textil de una mochila de diseño barato, revelaba mi despreciable condición económica. Pero la pobreza no entiende de modas, y comprende sólo que la fronteras separan a los depauperados de los acaudalados.

Finalmente, pobreza obliga, tuve que desatender el ruego de numerosas, jóvenes y solícitas hembras de muy buen ver (como ya he sido lo suficientemente incorrecto en esta entrada, diré que sigo pensando que sólo les interesaba, de mí, ese pedazo de cartón informatizado que desdibuja mi frente con la maldita marca España). Pero al final, después de todo, lo que quiero decir es que, siguiendo los rumorosos ruegos de mi virilidad occidental, decidí unirme por siempre a la más bella de las africanas, en parte por africana, en parte por bella.

Pienso que el endiosado Mswati III, al fin y al cabo, ha visto muchas películas en grandes televisiones de esas que, de seguro, le regalan los distintos gobiernos occidentales que juegan al Monopoly con las avenidas vacías de la geografía africana. El orondo monarca tal vez sea sólo producto de esa mentalidad occidental que nos incita a hacernos con aquello que pensamos más nos ha de placer en el fulgor instantáneo del momento en que el deseo se hace ineludible compañero. No meditamos acerca de lo que supone desgajar, de la tierra que las alimenta, las raíces de gloria de una mujer, la historia de piedra y vidas sepultadas de un fósil, los retales de raigambre y sudor hembra de una alfombra hecha a mano, o incluso el exotismo de unos rasgos indígenas impresos en la superficie couché barato de una postal turística cualquiera (me pregunto si tuvieron algún beneficio económico tantos y tantos retratados en pedazos de cartón a los que decidimos imprimir el tartamudeo de tinta de nuestras emociones con la sola intención de que lleguen "a casa" y los que allí habitan se maravillen ante nuestro espíritu aventurero).

Y, para aventureros, las estrellas de Hollywood. Allá se fabrican, a diario, matrimonios más dictatoriales y rocambolescos que el de Mswati II (y él lo ve por televisión), al hilo de cuentas bancarias y prótesis milagrosas que hacen rejuvenecer a mujeres añosas y decrépitos actores. Cierto: no acumulan más de una pareja oficial a la par. Pero las cambian como quien cambia de muda interior ante la mudez que provoca en su compañera de cuarto la fotografía temblorosa de músculo caído y sonrisa quirúrgica que muestra el Don Juan hollywoodiense de turno. Pero está bien: son guapos, ricos, famosos, blancos y occidentales, aunque sean originarios de Massachusets y no tengamos la más mínima idea de dónde se ubica tal ente geográfico.

Fue Hollywood, o Broadway, o ambos (ya no recuerdo) quienes hicieron famosa aquella historia entre un adinerado horroroso y una delicada joven de belleza extrema. La Bella y la Bestia lo dieron en llamar, y se convirtió en quintaesencia del amor romántico. No seré yo quien arrebate a la real pareja suazilandesa el derecho a descubrir el verdadero amor, con el paso del tiempo.

viernes, 13 de septiembre de 2013

conciencia revolucionaria

Soñaba Oriente con un futuro libre de yugos y florido de libertades, hace no mucho, cuando aquel revuelo de indignaciones y esperanzas que dimos en llamar Primavera Árabe. Ciudadanos que acariciaban ya la quimera de poder actuar como tales, paseaban banderas como trapos y abrazos como hiedra que soñaba invadir de verde y luz las ancianas reliquias de un poder totalitario. Y aquí, en Occidente, animábamos, desde rotativos y charlas de café televisivo, a esa marea humana que podía llegar a ser, algún día, como nosotros. Y así fue: ellos impresionaron el reflejo desportillado en sangre y dolor de lo que nunca nosotros llegamos a ser, con nuestras manifestaciones de juguete y nuestras airadas proclamas cibernéticas.

Ahora, tiempo después, la realidad hace acto de presencia para recordarnos que cualquier tiempo pasado siempre fue mejor, que era más jugosa la esperanza de un arabismo laico y libre de tropelías dictatoriales que la realidad de un estado de alarma permanente en que distintas facciones de la misma realidad juegan a desbaratar el sueño y retomar el libre albedrío de las cadenas y los decretos.

Pero es aquí que aparece la desnortada línea editorial de un medio impreso hispano a recordarnos que no todos soñaban con la libertad de esos pueblos barbados, con el derecho a manifestar la asfixia que, en algunas, provoca el velo. Resulta que un diario mallorquín intitulado (novedoso e impactante, puro periodismo de investigación) Última Hora, agradece, a las recientes masacres ejecutadas en Egipto por las fuerzas del orden, el que las Islas Baleares verán brotar, cual medusas ebrias, en la arena rancia de sus playas, calcinadas espaldas de orondos turistas europeos que han decidido descubrir qué es eso del dolce far niente insular. O sea que, como en Egipto, la cosa está cruda, ya que viajeros alemanes, británicos y en ese plan, decidirán este año exponer la crudeza de su carne rosada al sol balear. Benditas masacres egipcias, Allah es grande, ya lo dijo el Profeta.

Mohammed Chukri, cortesía de la red
Aún recuerdo el estado de shock que me acometió tras culminar la agreste lectura del aguerrido El Pan Desnudo, del marroquí Mohammed Chukri. Me sorprendió, a demasiado temprana edad, descubrir que en los países árabes, además de mujeres veladas y hombres de mirada adusta y penetrante, serpenteaban alcantarillas y senderos de medina anochecida vicios esperpénticos, malsanas aficciones, invertebrados deseos. Quiero decir que Chukri hablaba (literalmente: Chukri escribía como hablaba) de pedofilia, abusos, drogas, degenerada violencia de género, náusea sartriana...todo un catálogo de perversiones que creíamos, (ególatras) los occidentales, propias de nuestras sociedades. Pero no. Resulta que al otro lado de esa húmeda lengua de 14 kilómetros que separa Europa de África, los humanos ensucian sus realidades más beatas con arrebatos de bofetón intempestivo y fornicación equívoca. Que el sexo no es sucio lo sabemos algunos, que la suciedad se la imprimimos los humanos lo intuyen un puñado más. Chukri expuso su sexo rugoso como corteza de árbol caído en las páginas que nos regaló a quienes, a este otro lado del mundo, el civilizado, creíamos aún en el compromiso social del artista. Que la literatura no ha de ser tropel de panfletos revolucionarios lo saben todos aquellos que no consideran obra de arte El Manifiesto Comunista ni el Mein Kampf. Porque no hablo de revindicar luchas menguadas ni batallitas de papel, me refiero a cumplimentar páginas como si tatuásemos la piel de una virgen con los versículos satánicos de la realidad. Nada más es necesario. Tan sólo ese mínimo esfuerzo supone el compromiso social de aquel que decide perder lo mejor de sus días encorvado frente a una pantalla que escupe dioptrías o un papel cuya blancura es la máxima expresión de la nada.

Igual que Chukri, Naguib Mahfuz que, aun Nobel y fallecido, no ha visto las páginas de su monumental Hijos de nuestro barrio, libremente circulando por las librerías de su país de origen. También exponía, en sus certeros párrafos, las llagas aún palpitantes de la sociedad egipcia y eso, las autoridades, no están dispuestas a permitirlo.

Cierto: en Occidente se puede escribir de lo que a uno le venga en gana. Ya se encarga el mercado editorial de que nunca pueda leerlo lector alguno.

Escribían estos autores sobre la vida vivida y sufrida de humanos que, como nosotros, despiertan cada día cansados, ojerosos y rezongones, sólo para poder anularse frente al computarizado vacío de la oficina con la esperanza de poder llegar a fin de mes. Bueno, es cierto, la mayoría de personajes de los autores citados no conocía más oficina que el tenderete de la Medina bajo cuya sombra se despachan los productos de básico consumo que consumen sus conciudadanos. Economía de subsistencia lo llaman, algunos. No sé qué pensarán que es la nuestra.

No lo sé, ya digo. Pero puedo imaginarlo. Nuestra economía juega a las matemáticas con la sangre de los desfavorecidos, aprende a sumar y restar al albur de las vidas humanas de aquellos que no consideramos humanos porque visten túnica, calzan taparrabos, rezan con el culo en pompa, o consumen drogas ilegales que los Gobiernos aún no han podido catalogar. Salvajes, les llamamos. Con razón, según algunos: tanta Primavera Árabe y lo único que querían era más sometimiento religioso, nada de libertad, la mujer sometida y violada...¡salvajes!...y además son casi negros...

Quizás no comprendimos a tiempo que aquellos revolucionarios árabes ya eran como nosotros, y lo único que deseaban era exportar la violencia a las calles de Occidente, para lograr que más turistas visitaran las Pirámides y solventasen los problemas económicos de numerosas familias. Les salió el tiro por la culata. En eso distan de nosotros que, sabedores de que la revolución sólo conduce a callejones sin salida, decidimos hacerla en facebook, twitter, o entradas de blog como esta.

Porque los occidentales, como sabemos que la literatura no ha de tener mayor contexto social del que tuviesen el Mein Kampf o El Manifiesto Comunista, decidimos utilizar ésta en los periódicos y abrir portada con: "La masacre en Egipto desviará a miles de turistas hacia Balears". Piénsenlo bien: ese titular sea tal vez más comprometido que cualquiera de las novelas de gran consumo que consumimos hoy día. Es, al fin, todo un pormenorizado estudio sociológico de estos tiempos que nos ha tocado vivir.