miércoles, 29 de mayo de 2013

la espalda del mundo

De tanto en tanto caminas las avenidas de la ciudad abandonado a la riada mustia de la ciudadanía apresurada, esquivas codazos como remolinos, rápidos de improperios, afluentes que revientan de ansia mercantil, hasta que topas con el regato breve y juguetón de un par de piernas que te incitan a nadar contracorriente para seguirlas, por ver dónde desembocan. Resulta que, independientemente del camino que tomen esas piernas (femeninas, ¿aún es preciso aclararlo?), siempre desembocan en el estuario glorioso que forman unas nalgas firmes de movilidad, movedizas de firmeza. Pido desde ahora disculpas a las amazonas del feminismo y otras tribus urbanas, uno se reconoce animal, qué le vamos a hacer.

El caso es que perseguir a una doncella de jeans ceñidos y deambular sugerente es la mejor manera de enfrentar la marea de fastidio y prisa de la gran ciudad. 

Recuerdo aquel añoso volumen de fotografía que adquirí en una librería de viejo de las pocas que aún restan en Madrid. Fue casi mi primera adquisición, cuando todavía la fotografía suponía un terreno vírgen en mi biografía de explorador nonato. Recuerdo aquella cubierta de gran tamaño en que una espalda femenina se deshacía en arquitecturas de luz y sombra que permitían contemplar mayor porción de cuerpo que el más arrebatado de los desnudos. No, la fotografía sólo recogía entre sus fronteras de química y sueño el arrebato lírico de una espalda femenina coronada por un perfil que a muchos haría soñar con la mitología griega. Ni siquiera permitía al observador imaginar, al menos, el turgente apocalipsis en que, de seguro, fallecía aquel espinazo. Pero un servidor quedó hipnotizado por las líneas de sombra impúber y luz adulta que recomponían aquella espalda femenina y, sin conocer al autor de la instantánea, se acercó al mostrador dispuesto a lograr que el librero le concediese el honor de descomponer la letanía comercial del escaparate tomando el grueso volumen entre sus manos. No soy capaz de recordar el precio, ni falta que hace, pero aquel día tomé contacto con la obra fotográfica de Jeanloup Sieff y un nuevo mundo de voluptuosidad óptica y sensorial me abrió sus puertas ya para siempre.

Obra de Jeanloup Sieff, cortesía de "la red"
Ignoro si los academicistas de la imagen consideran al citado fotógrafo francés digno de elogio. Uno es así de soberbio y, por edad tardía (o pereza inducida por la misma), gusta de obviar los veredictos de aquellos que se ganan el sustento haciendo de sus opiniones dogma de fe. Sólo sé que cada vez que me enfrento a uno de los retazos de sueño recogidos por la lúbrica lente de Sieff puedo permanecer, durante horas que son vidas, absorto, intentando desentrañar los misterios de la luz y el deseo. Tenía, el artista del contraste y el gran angular, una manera de restituir al cuerpo humano su natural artificiosidad sólo emparentada a su forma de naturalizar lo artificioso de las situaciones en que éste puede encontrarse a lo largo de una vida. Quiero decir que su lente no captaba la realidad, no, recreaba lo que nuestra mirada deseaba cosechar tras el barbecho violento de nuestra sensibilidad. Y no sólo a base de desabrigados cuerpos femeninos edificó Sieff su metrópoli de iluminaciones y nebulosas, su dramática patria de contrastes y fulgores. Los retratos del fotógrafo parisino arrebatan el alma de los retratados y sus paisajes se pierden en una fugaz fuga de líneas perturbadas y horizontes bruscos que nos incitan a la más arrebatada narcosis.

Hoy recorren las calles muchachos (y no tanto) armados de aparatos electrónicos dotados de lentes microscópicas capaces de tomar, entre su red de chips y códigos ilegibles, fieles copias de la realidad circundante. Luego, para dotar de un halo artístico a la instantánea, el mismo aparato provee al voyeur de lo mundano de filtros varios que avejenten la imagen, la encierren en un claroscuro de manchas propias del cómic o exacerben sus colores hasta transportarlos a otra dimensión de la realidad que quizás, tal vez, sean capaces de observar, también, aquellos que gustan de ingerir hongos psicoactivos o LSD, por ejemplo. Está bien, bravo por la democratización del arte.

Me pierdo entre la multitud pensando en Sieff, inevitablemente, al descubrir el fulgor opaco de unos muslos que, en su constante caminar, generan un estallido de volúmenes que varían su luz al ritmo del paseo. Creo que esa joven ninfa a la que no me atrevo a adelantar por la derecha por miedo a sufrir la decepción de un rostro vulgar no tiene prisa o, simplemente, busca con pausado recorrido un escaparate en que hallar, entre la sorpresa muda de los maniquíes y la coreografía detenida de la mercadería, unos pantalones más ajustados, quizás, o una blusa que resalte el busto que mis ojos no se atreven a descubrir en el reflejo descompuesto de la vitrina. Un grupo de adolescentes que pasea su jauría de inactividad junto a mí parece reparar en la curvilínea belleza trasera de la joven y, sacando del bolsillo sus teléfonos móviles, se acercan peligrosamente a ella y toman lo que supongo una fotografía. Yo pierdo el gusto por seguir a la muchacha. Ellos parece que no y, con indisimulado descaro, toman posiciones frente a ella y disparan de nuevo sus aparatos telefónicos. Creo que, pensando lo contrario, le dan la espalda a la Belleza.

Doy media vuelta y recuerdo la obra fotográfica del francés. Lástima que ya no poseo aquel libro antológico sobre su obra. Apetece abandonarse al misterio de una grupa femenina que asoma a una ventana su mirada ciega sin que nosotros, mirones de la Belleza, podamos siquiera adivinar el motivo.

En cualquier caso: cuando la vida nos da la espalda lo mejor es bajar la mirada.

viernes, 17 de mayo de 2013

la metamorfosis

No sé dónde leí, hace tiempo, quizás ya demasiado, que la carne humana debía ser lo más parecido a la del cerdo, dado su idéntico carácter omnívoro. Porque el sabor no depende, como nos hace creer nuestro equívoco sentido de la vista, del aspecto más o menos atractivo de lo que nos disponemos a ingerir. No, el sabor, sobre todo si de carne hablamos, varía en función de los alimentos que, en vida, haya deglutido el animal que portaba la pieza que devoramos.

No sé si me agrada más el carácter omnívoro del ser humano o su comparación, a causa de esto, con el cerdo. El caso es que recuerdo conversaciones con seres iguales a mí en prácticamente todo, salvo en su querencia antinatural por los vegetales cuando de alimentarse se trata. Algunos ni siquiera ingerían frutos que hubiesen sido arrancados con horripilantes zarpas de labriego a la Madre Tierra, sólo era/es válido en su dieta aquel fruto del que el árbol se cansa, por ejemplo, dejándolo suicidarse contra la soledad del plantío. Veganos, creo que se hacen llamar. Y disculpad que desconfíe de tales personas, pero es que un servidor, a pesar de saberse omnívoro, nunca se calificaría de tal modo, prefiero autonombrarme simplemente humano (con todo lo de animal que eso implica).

Corren tiempos de hambruna en que todos debemos ceñirnos el cinturón hasta que forme parte de la piel de que comienza a adolecer nuestro vientre, y hasta la FAO, que es organismo que lucha para erradicar tanto el hambre como el exceso de peso (curiosa antinomia) y las enfermedades que éste pueda acarrear, acaba de recomendar públicamente la ingesta de insectos debido al alto grado de nutrientes que contienen. Eso ya lo saben hace siglos numerosos asiáticos pero, doy fe, ninguno de ellos hace ascos a un buen solomillo. Sí, he de decirlo ya, los asiáticos también son omnívoros, son humanos como nosotros, aunque quizás la FAO no lo considere así, al fin y al cabo se preocupa más de la excesiva ingesta de hamburguesas por parte de la sociedad "avanzada" que del escueto menú de millones de pobladores del Indostán (un suponer) obligados a dedicar a la comida menos que nosotros, por tener que regresar de inmediato a la manufactura de tejidos con que nos gusta equiparnos antes de afrontar el drama urbano de los edificios de oficinas.

Igual los poderosos, los gobernantes, los banqueros, las estrellas del rock'n'roll y las supermodelos de pasarela rígida y mentón prominente que nos hacen pasar por cánones de belleza hoy día. Quiero decir que es evidente el carácter omnívoro de tales sujetos, por mucho que tantos nos empeñemos en criticar su desmedida voracidad. Omnívoro, si acudimos a la etimología, es calificativo que adjetiva a aquellos seres en cuyo menú puede hallarse cualquier ser vivo (o muerto), sin problemática alguna planteada por su origen animal, vegetal o fabril. O sea, que come de todo y todo le despierta el apetito. Ya digo: poderosos, gobernantes, banqueros, estrellas del rock'n'roll, supermodelos e incluso un gran porcentaje de los que formamos parte de eso que denominan "los demás". Así somos los omnívoros.

Es curioso comprobar cómo, al acudir al mercado en busca de sustento, si nuestra economía nos lo permite y nuestra salud hace aconsejable el paseo, ejercemos de cirujanos fuera de quicio y nos volvemos inquisitivos al respecto de vísceras y pedazos de carne, que si este corte no es bueno, que si quítame las agallas, que si la piel es muy dura, que si me trocea usté el pollo...una sangría, ya digo, algo así como un Jack The Ripper de barrio popular. Y no reparamos en el supuesto homicidio a que se sometió al animal que tan gratamente observamos despedazado para mejor elegir sus más suculentas piezas. Ante tamaña y despiadada muestra de voracidad disfrazada de elegancia y limpieza, me pregunto por qué nos sorprendemos tanto, quienes aún andamos por la vida sin mayor apetito que el de carnes, vegetales, pescados, legumbres, ante la voracidad de alta costura de los poderosos.

Mi santa madre que, aunque de ello no haga alarde, es persona sabia y comedida (a veces, cierto), nunca acude al mercado ataviada de chándal o con la corona barrial de los rulos enardeciendo su testa. No, ella siempre ha defendido que pasear por el mercado es símbolo de elegancia, que no todos tienen la fortuna de poder hacerlo, y los atuendos que acompañen tan soberbia labor han de ser acordes, esto es: ir al mercado como otros van al trabajo en la cúpula de la gran multinacional, al Congreso de los Diputados, al evento en que se comercializa una novedosa línea de lencería chic, y en ese plan. Creo que está, mi madre, en posesión de una razón no deontológica pero sí lógica, y que no deberíamos, por tanto, criticar a los poderosos que se disponen a devorar personas, hipotecas, cosechas, papel moneda, con la elegancia que les es propia: ropa de marca, joyas estrepitosas, automóviles desbocados como los caballos que anidan su ingeniería mecánica...al fin y al cabo, ya lo decía mi madre, acudir al mercado bien vestido permite que el tendero te ofrezca la carne más jugosa, los pescados más frescos.

Vivimos tiempos de injusticia, es obvio, pero quizás la cometamos también todos aquellos que no disponemos de capital suficiente para gozar las más deliciosas carnes y acudimos al mercado vestidos de domingo, como si en nuestros bolsillos anidara algo más que un triste puñado de monedas insuficientes para paliar el hambre de delicatessen, vinos caros y falsa apariencia. Pienso que tal vez los veganos tengan razón, y se ahorran el bochorno de acudir al mercado sin dinero que invertir en una omnívora pitanza. Mientras esperan que caiga la manzana incluso filosofan, y nadie puede asegurar que no salga de entre sus filas un nuevo Newton, por ejemplo. Los poderosos, la verdad, nunca van al mercado, y no son ellos quienes despedazan con sus manos la vida a medio extinguir de quienes, en el mundo, sirven de alimento y ornamento en sus banquetes de dinero y sangre. Es posible que los poderosos no sean más que una suerte de veganos que esperan que el árbol de la sociedad deje caer en sus fauces sus más maduros frutos.

Así que debemos decidir: o nos hacemos todos veganos y esperemos que de los árboles, además de frutos, caigan billetes y cupones descuento, o comenzamos a deglutir insectos reventones de proteína de esos que anidan las cúpulas esplendorosas de la mercadotecnia y los corporativos despachos de mucha sigla y poco contenido. En el segundo caso permaneceríamos omnívoros a la par que seguiríamos las siempre sabias recomendaciones de la FAO.

P.S.: hubiese incluido en esta entrada una fotografía de unas larvas que gustan de comer en Corea del Sur pero, discúlpenme, a pesar de ser yo el fotógrafo, la estampa hace el mismo efecto que esas fotos de desgracias pulmonares de las cajetillas de tabaco...aún recorto la foto antes de fumar el primer cigarro.

miércoles, 8 de mayo de 2013

el milagro alemán

Voy a por tabaco. Eso dijeron muchos, y ya conocemos las nefastas consecuencias, al menos para familia, amantes, amigos y demás etcéteras. Es conocido y no poco utilizado tópico español el que habla de aquél que abandonó momentáneamente (en principio) el hogar y jamás regresó. Yo siempre he preferido verlo como una suerte de homenaje a aquel personaje de una obra de Oscar Wilde que decidía hacer mutis por el foro social del cotilleo y el entresijo sentimental para reunirse con su amigo Bunbury, existente sólo en su imaginación y en la de quienes le rodeaban. Cuando la vida, en vez de perseguirte, se te escapa de las manos, lo mejor es marchar a ver tu amigo Bunbury que desfallece en una la imaginaria cama de un ficticio hospital, o simplemente (más castizo, ¿dónde va a parar?) salir a comprar tabaco...y no volver.

Hace unos días, entre la jungla tipográfica y la ventisca novedosa de la prensa escrita, me sorprendía una noticia que, de hacer caso al tópico de que el periodismo es digno oficio dedicado en cuerpo y alma a informar al lector de los vaivenes de la Historia, no debería figurar en lugar destacado del periódico de marras. Pero (¡signo de los tiempos!), la anécdota ocupa primordial página y aligera los quebraderos de cabeza del editor de turno a la hora de dictaminar aquello que debe y no debe conocer el lector. El caso es que se nos informaba, a quienes no pretendemos más que pasar un período de tiempo dedicados a intentar desentrañar los vericuetos del mundo moderno, de que un ciudadano alemán había utilizado un billete de 30€ (aclaración para neófitos o no europeos: no existen los billetes de 30€) para comprar tabaco en un negociado local de Dortmund, Munich o Berlín (ya no recuerdo). Todo bien hasta ahí, o al menos eso se desprende de la redacción de la nota "periodística". La gravedad del hecho, y quizás la importancia que le permite figurar en las páginas de los rotativos, reside en que la mujer que le atendió, procedió a reponer uno por uno los euros restantes que configurarían el cambio por un billete de 20€ (parece ser que el citado papel moneda imitaba al billete de 20 trocando únicamente el 2 por el 3).

¡Intolerable machismo!, dirán algunos. De haber sido hombre, la descuidada dependienta, la anécdota no hubiese alcanzado jamás la categoría de noticia. Pueda ser, ¿por qué no? Pero me inclino más a pensar que el redactor tiene alma de poeta e intentaba metaforizar el nuevo orden mundial que impera en la Vieja Europa. O sea, que Alemania asegura públicamente velar por nuestra economía mientras nos endilga billetes falsos. Demagógica metáfora, cierto, pero metáfora al fin y al cabo.

Afortunadamente, quien escribe la noticia apunta maneras de periodista de raza (de los que se documentan e investigan) al explicarnos que el presunto estafador había encontrado el apócrifo billete en el buzón de su domicilio, que se trataba de uno de esos reclamos publicitarios que incitan al consumidor a sentirse económicamente afortunado por un instante: una burda copia de un billete de curso legal con subliminal mensaje publicitario oculto en su reverso menos afortunado. Lo utilizan no pocos negociados como señuelo para sus intenciones más aviesas. Así se lo hizo saber el buen hombre a su esposa: mira este billete...¿no ves nada raro?...parece de 20€, ¿verdad?...pues mira, es de 30€, y jajaja, y ¡qué bueno! parece real podríamos intentar canjearlo, hasta que el germánico ciudadano recapacitó sobre lo vacía de esa vida en que regalaba, como si de una tómbola perversa se tratase, años de vida en un trabajo que le asqueaba y horas de pasión entre los pretendidamente seductores brazos de una avejentada esposa que había perdido ya hace decenios el fuego que le inflamase las glándulas sudoríparas y otros órganos excretores. Es ahí que miró el billete y dijo (en alta voz) "no es mala idea...voy a comprar tabaco".

En España, decíamos al inicio, no pocas veces ha funcionado de manera exitosa la excusa de abandonar momentáneamente el hogar conyugal para reponer el vicio nefando de fumar, y marchar, acto seguido, a hacer las américas, por ejemplo. Desaparecer del mapa y rehacer vida lejos del salvaje rumor de las asfixiantes cotidianías. Pero en Alemania, amigos, no, eso no funciona, y en seguida las autoridades localizaron al supuesto estafador, poniendo en conocimiento (vía teléfono) a su amada esposa de la nueva residencia de su marido en la impoluta comisaría (todo muy alemán, of course) de distrito (esto suena muy de peli yanqui, lo sé, pero imagino que así será en la correcta patria teutona).

Hacen bien las autoridades germánicas en abrir causa penal contra el  intrépido defraudador. No vayan a pensar el resto de ciudadanos de la Unión Europea que el susodicho es ejemplo de toda una nación, y que ésta juega hoy a trocar nuestro papel moneda de curso legal por burdas copias que nos hagan despertar al día siguiente sin valor alguno en nuestros bolsillos.

Yo, por si acaso, avisé hace tiempo de que me iba a comprar tabaco a Bolivia, aunque ahora me cueste explicar que aquí no se comercializa mi marca favorita. ¡Qué le vamos a hacer!