sábado, 30 de marzo de 2013

el cuerpo de Cristo

Días de ténebres penitentes que toman las calles en manifestaciones autorizadas por las fuerzas del desorden y los poderes establecidos a fuerza de voto ignorante. Jornadas de atronar en las paredes de los viejos madriles,  y otras villas de la moribunda Hispania, plegarias como maldiciones y tambores como castigos. Ya lo decía la poeta: al sur de los tambores. Y es al sur de estos tambores apocalípticos que pretenden convertirnos a todos, sin excepción, en pecadores, donde late la percusión milagrosa de la felicidad, el milagro, la carcajada y la vida. Quiero decir que, a pesar de tanta y tan publicitada redención de pecados originales, la vida sigue y quienes pretenden vivirla no prestan atención a los voceros del castigo divino.

Madrid se ve inundado estos días, supongo, por un ejército de negras mantillas que amenaza catástrofe, un tropel de incógnitas que resultan ser cruces, un griterío de silencio arrepentido que sólo se arrepiente durante el tiempo que dura la procesión. Madrid, capital de la libertad, años 80, la movida, drogas y rock'n'roll... antaño. Hoy Madrid es capital de provinciana provincia desentendida de los vientos que soplan respuestas que ya sólo escucha Bob Dylan. Hoy Madrid es tomado por las hordas del castigo, la cruz y el arrepentimiento. Con legalidad, eso sí, no como llevan haciendo desde tiempo atrás los mileuristas sin euros, los estudiantes que no tienen que estudiar, las amas de casa sin casa, los demócratas desposeídos de amparo democrático, las salvajes tropas del marxismo y la anarquía, en fin.

Fue en este mismo Madrid, pero distinto, donde gocé no pocas veces, hace ya años, la voz aguardentosa de un certero y sarcástico cantautor de nombre Javier Krahe. Cantautor dieron en llamarle, yo le consideré siempre poeta y filósofo. Y un filósofo más necesario hoy, quizás, que entonces. El filósofo de todos los que tienen prohibido manifestar en las calles su metafísica de miedo y la rabia. Un filósofo sin axiomas, como los estudiantes sin futuro, las amas de casa sin puchero y los demócratas sin derecho a voz ni voto.

Javier Krahe, cortesía de "la red"
Y fue hace más años aún cuando el juglar de la barba amarilla de tabaco y poesía tuvo la oportuna lucidez de cocinar un Cristo (otros cocinan torrijas, en estas fechas) y grabarlo con casera videocámara, en 1977 para ser concretos. Un divertimiento, una travesura quizás, si es que aún son ustedes temerosos de la ira divina. Al fin y al cabo, ya que se consume a granel y con desparpajo, en estos días, el cuerpo de Cristo, ¿por qué no preocuparse por proporcionarle un mejor sabor? Nada pasó. La vida continuó adelante. 

Pero ha sido hace no mucho, tal vez el pasado año, cuando los encargados de racionarnos el miedo y la economía han decidido despertar a los fantasmas de la intolerancia para llevar a los juzgados a Javier Krahe por tamaño despropósito. Claro, él pensaría que habitábamos una España democrática y laica. Craso error (también lo pensó cuando enfrentó el despropósito militarista de un "socialista" y "obrero" partido político de cuyo nombre hoy nadie quiere acordarse, y es por ello que Joaquín Sabina paladeó las mieles del triunfo mientras él quedaba como compositor desacertado). No importa, nada ocurrió y, afortunadamente, se impuso la cordura y el cantautor (perdón, filósofo) salió indemne. Pero si pensamos por un momento en lo simbólico del hecho no podremos más que atemorizarnos, temblar y, siguiendo la letra de una de sus memorables tonadas, irnos a hacer alpinismo. ¿A dónde? Al Tíbet, al Aconcagua, al Kilimanjaro, qué más da, pero lejos. 

Porque "cuando todo da lo mismo, ¿por qué no hacer alpinismo?". Dejemos pues las calles de Madrid y el resto de avillanadas villas de esta España caduca a los próceres del error, el arrepentimiento y el castigo, con su disfraz de secuaces Ku Klux Klan y su tenebroso reguero de sangre divina, y tomemos el primer vuelo a Papúa Nueva Guinea, por ejemplo, que dicen está en las antípodas. Afortunadamanente poseemos artilugios que nos permiten enlatar la ironía y lucidez de Javier Krahe para seguir disfrutándola allá donde nos encontremos.

Si deciden permanecer en la piel de toro: disfruten las procesiones de esta Semana Santa, no olviden emborracharse una vez finalizadas las prédicas y, si les resta tiempo libre, busquen un nuevo Cristo al que crucificar.
 

lunes, 18 de marzo de 2013

la evolución del cangrejo

Cuando creemos haber subido un par de peldaños en esa caracoleada escalera genética que comenzó a dilucidar, entre la espesura de una selva de galápagos y mareas, un aprendiz de brujo de nombre Charles Darwin, resulta que los voceros del desastre nos recuerdan que la humanidad camina cual cangrejo. Ya saben: el cangrejo es animal que, antes de llegar a nuestra mesa en las celebraciones navideñas, un suponer, gusta de caminar de lado, como si estuviese ensayando los pasos de un tango ebrio y desacompasado. 

Si decidimos investigar algo más sobre la vida del citado animal que el hecho por casi todos sabido de que se trata de un crustáceo de evanescente y potente sabor que gusta de incomodar nuestros paseos playeros, sabremos que su esquinado deambular responde a una táctica de autodefensa geneticamente incrustada a los escasos pliegues de su caparazón. De nuevo Darwin. Camina de lado el cangrejo porque así están dispuestas sus extremidades y, también, porque de esta manera puede mejor ocultarse en agujeros y evitar así ser banquete de otros animales hambrientos.

Curioso ser. Avanza, a pesar de lo que pueda parecer. Lo hace de lado como los ladinos, los embusteros, los ladrones, las amantes despechadas y los filibusteros, pero avanza, no lo duden, y saca rédito de su danza imprecisa. 

Igual hacen los ministros gubernamentales, esos señores supuestamente avanzados en la escala evolutiva (Darwin, otra vez). Al menos deberían de serlo, al fin y al cabo tienen en sus manos y procederes el destino de millones de personas. Pero, ya digo, hacen igual que el cangrejo y, en vez de caminar hacia delante encarando el futuro, porvenir, o como prefieran llamar a los días venideros, ejercen descoordinados bailoteos laterales.

Eso es lo que imagino hace uno de nuestros dignos mandatarios al afirmar que su oposición, y la de el Gobierno todo, al matrimonio entre personas del mismo sexo no responde a argumentos confesionales sino racionales, ya que si los poderes públicos defendiesen dichas uniones maritales la pervivencia de la especie no estaría garantizada. Parece ser que el citado ministro tiene bien aprendidas las lecciones de Darwin: evolución, supervivencia de la especie, y en este plan. ¡Bravo por el ministro!, al menos éste parece que sí finalizó estudios superiores.

Pero quizás sea demasiado arriesgado tildar a nuestros gobernantes de despreocupados por el avance social y evolutivo de la especie hispana. Tal vez sea que sólo pretenden, como el cangrejo, tener cubierta la escapatoria en caso de acoso por parte de gobernantes más poderosos. Los eclesiásticos, por ejemplo. Además, no debemos olvidar lo entretenido, gracioso, ridículo de su desacompasada danza lateral, en estos tiempos en que las comedias de situación televisiva carecen de toda sutileza en sus guiones de humor grueso y broma de chamarilería. Han de reconocerme ustedes que los briosos pasos de Fred Astaire eran divertidos, aunque se ejecutasen en círculo, de un lado a otro, correteando un escenario que no pretendía alcanzar ningún futuro más que el de la saludable sonrisa del espectador.

miércoles, 6 de marzo de 2013

a por el mar

Llegan las páginas de los periódicos, a mí, como llegaban las espumas de la marea en juvenil revuelta cuando niño, a la orilla de un mar que aún no reconocía como la espantosa frontera voluble que hoy me supone. Quiero decir que el papel herido de tinta de la prensa alcanza mis manos como antaño las alcanzaban ilusiones de oleaje que, al instante, desaparecían dejando sólo un frescor de sal y un aroma de alga ebria. O sea, que la prensa ahora, para un servidor ,se consume al mismo ritmo que se consumen las dioptrías, en una pantalla plana y plena de pixeles y urgencia. Como las olas de la niñez, como el bocadillo de sardinas que anticipaba lo acuático del chapuzón posterior.


Me agrada la metáfora de las noticias como oleaje de la actualidad que trae y lleva los sucesos, las novedades, de una costa a otra de los pensamientos y las opiniones. Tal vez me agrade por lo que tiene más de cierto que de metáfora. Así contemplamos hoy tantos, demasiados, la jauría de datos y fechorías de los diarios, tras la persiana veloz de la computadora. Vienen los hechos enmarcando lo que han de ser los titulares, aquello que antaño ocupaba la primera página del deslavazado volumen que tomábamos entre las manos los domingos por estar al día, mayormente por saber de qué hablar al día siguiente en la oficina y la barra del bar si surgía la inevitable trifulca futbolera. Y después desaparecen, parecen alejarse, tiran fuerte de nosotros, como la resaca del oleaje, pero permanecemos a salvo esperando, quizás, su regreso. Las consecuencias de la noticia, como la rebaba de la marea, sólo son enredaderas de descontentos en foma de algas que, como mucho, nos incomodan el paso. Nada más, el resto es literatura (o lo pretende).

Así tomo consciencia de que aquella marea inversa de inmigrantes a lomo de tablones de madera o caucho viudo de automóvil que mordisqueaba las costas de mi infancia con sus dientes negros de miedo y sus ojos claros de esperanza regresa a pesar del inevitable desastre en que se hunden las costas de nuestra ibérica península. Parece que ni la galopante crisis moral y económica que asola las tierras de Hispania logra retroceder las esperanzas de una vida mejor que tantos desheredados portan, desde hace decenios, en sus genes y su latido. Intentan de nuevo alcanzar las costas de la vieja Europa, abandonando la semilla del nuevo mundo en las tierras de África para que los más avezados de nuestros empresarios corran prestos a comprarlas por un puñado de avena, por ejemplo. Y mueren. Y nadie les llora, qué más da, otro negro muerto, un moro menos...

Tal vez los inmigrantes que se arriesgan aún hoy a traspasar la frontera líquida y salvaje del Estrecho de Gibraltar, sean como las noticias. Llegan con fuerza en el estío vacío de novedades de los periódicos para dar qué hablar y qué comer a los periodistas que no saben qué escribir ante la ausencia de políticos pertrechados de normas, decretos, leyes, latrocinios o estúpidas declaraciones malsonantes. Se repliegan después, al ritmo de la resaca de bronceador y castillo de arena de las familias de clase media, y se esconden de nuevo en la tipografía oscura del sufrimiento. Y finalmente regresan a nuestras costas de olvido y silencio para confundirse con esa orilla hecha de miríadas de granos de arena sin nombre, a perder el suyo, quizás también la vida, para siempre, para todos, salvo para algún diletante aburrido como yo que aún guste de buscar en la red los números de la barbarie, sí, esos que nos indican cuántos civiles murieron en la última guerra olvidada en algún desconocido pedazo de tierra africana, o cúantos lo hicieron intentando atravesar, de nuevo, el Estrecho.