miércoles, 26 de septiembre de 2012

infarto aviar

Día de lectura, de tomar defensiva posición ante la prensa, esa uniformada milicia que pretende enterrar el tuétano de la información en el campo de batalla de la mercadotecnia. Una vez desbastada la feroz enredadera de cifras bursátiles y términos de alta economía que, parece, hoy debe comprender todo ciudadano si pretende acompañar la vertiginosa galopada de los tiempos, tomo conocimiento de una de esas noticias "curiosas" que últimamente, junto con las columnas de opinión, son lo menos despreciable de lo precipitado en los matraces de esto que pretenden vendernos como periodismo. 

Resulta que, por motivos que nunca comprenderé, viene hoy a ocupar un rincón de los noticiarios la historia de una mujer asturiana que, debido a un accidente en la serrería propiedad de su progenitor, a inicios del pasado siglo tuvo la desdicha de perder ambos brazos cuando recién había cruzado la tierna frontera de los ocho años de edad. Una triste historia hasta que descubrimos que la joven hizo de necesidad virtud y se convirtió en hábil tiradora al blanco, practicante de piano, violín y acordeón, experta mecanógrafa y habilidosa jugadora de billar y cartas, entre otras disciplinas. Una versión prematura de los artistas que, con los pies o la boca realizaban ensoñadores óleos que pasaban a decorar los calendarios de Artis Mutis, vendidos a tropel en épocas navideñas cuando mi más tierna infancia.

La crónica que relata la vida de la joven asturiana pasa casi de puntillas por su carrera profesional en teatros y foros públicos haciendo gala de sus habilidades, para centrarse en la estocada final de su desgracia, cuando fue arrestada por las tropas del dictador Francisco Franco por no levantar el brazo al paso del feroz mandatario. O sea que, no sé si porque vivimos tiempos guerracivilistas o por mero regodeo en la caricatura de la desgracia, los artículos que encuentro sobre la citada mujer extienden mayor número de frases para ensalzar su resistencia a las absurdas leyes fascistas que para glosar su obstinación frente a las despiadadas leyes físicas que le impusieron su condición de tullida.

Abandono la lectura para degustar un delicioso plato de pollo tikka, y queda anulada mi motrocidad alimenticia, al topar con una de esas pechugas especialmente jugosas y rollizas. Comemos, de tanto en tanto, esas porciones de jugosa carne que, en un pollo, por ejemplo, se antojan suculentas por presentarse bien hinchada la tajada. No tengo ni idea de zoología, biología ni demas disciplinas pero quiero imaginar que ese pedazo de pollo tal vez sea la consecuencia del colapso sanguíneo que produjo en el animal, en el momento de su muerte, la certeza de ir a perder la conciencia y, ¡ay!, también la cabeza. Así que nos comemos gustosos un pedazo de pollo infartado.

Es así la carne más sabrosa a nuestro paladar. O es así que nos embelesa y más grato se hace a nuestro paladar aquello que lleva el sello de garantía del sufrimiento, y nos esforzamos, por ello, en la busca y caza de carnes doloridas, enfermas o directamente fallecidas.

Regina García López, la asturiana mutilada de quien venimos hablando, sufrió cárcel por negarse a levantar el brazo que no tenía, frente al dictador. En prisión enloqueció y falleció en un infecto manicomio castrense. Pero eso no nos importa. Lo que más interiormente nos concierne es la insaciable voracidad del humano regodeándose en la protuberancia que hacía las veces de brazo en el caso de la tullida, obligándole a alzarlo al cielo. La misma voracidad insaciable que se regodea en el infarto del pollo (o el exceso de sustancias químicas de acelerado efecto sobrealimentario, vaya usté a saber) para más placenteramente hincar el diente. Nadie mira ya la valentía que obligó a Regina a inmolarse, sólo hincamos el diente en su muñón infartado de ausencia, en la anécdota. Igual con el pollo, no nos importa cómo viva ni muera, sólo la jugosa tajada de su carne infartada.

Finalizo la jornada escudriñando vía Google cualquier opción, por mínima que sea, de que mi teoría del pollo sea cierta. No encuentro argumento alguno que pueda sostener la misma. 

Apago el ordenador pensando que quizás debería leer menos la prensa, y dedicarme a mis elucubraciones que, aunque carentes de base científica, se me antojan más poéticas que las noticias del día.

lunes, 17 de septiembre de 2012

el peso del silencio

Inesperadamente, me asesinan la memoria ciertos mediodías del estío, a la sombra mermada del bochorno levantino, cuando aún húmedos de inmersión playera y ducha fría regresábamos al pequeño apartamento alquilado en que mi abuela se afanaba a los fogones, con un collar de sonrisas decorándole el delantal. Anticipaba, con su inequívoco entusiasmo, el festín de besos y carantoñas con que agradeceríamos, los nietos, las delicias que aún andaba cocinando.

Mi abuelo, por el contrario, derrochaba maña y prisa en disponer los cubiertos, platos y bandejas sobre el desvaído hule con que pretendíamos adecentar la desnudez amoratada de una mesa camilla maltratada por el transcurrir macho de años y uso excesivo. Quería terminar pronto con su labor, a tiempo para amordazar su osamenta sexagenaria a los musicales muelles del sofá del salón. Desde que sobre la mesa quedaban dispuestos los elementos no órganicos que ayudarían a más fácil devorar el festín, hasta que las viandas humeaban entre sus fronteras de aluminio inoxidable, remoloneaba un peluche de minutos muy querido por mi abuelo: la hora de "el parte".

Así llamaba él al noticiero o telediario: "el parte". Y nosotros respetábamos su avaricia de información ocupándonos, silenciosos, en diminutos quehaceres como sacudirnos el salitre en la bañera, o mudarnos la camiseta húmeda para evitar cortes de digestión. En silencio, ya digo, "el parte" era sagrado.

En estos días se ha organizado cierta algarada informativa, o más bien desinformativa, respecto al poco ético comportamiento de la televisión pública española, al relegar a la última fila del noticiero, como si de un alumno díscolo y bromista se tratase,  una información que al menos deberíamos considerar de "cierto calado", por tratarse de la pública manifestación de una importante parte de la ciudadanía de su deseo de independencia del Estado Español (y disculpen si equivoco los términos...estado nación país territorio y ese largo listado de términos más propios de un listín telefónico, en ocasiones, me nublan el entendimiento). La importancia del hecho en sí ha quedado casi oculta tras el chaparrón de opiniones encontradas al respecto de la manipulación televisiva. Pero no quiero detenerme en este breve tropiezo que sufre nuestra Historia.

Y no me detengo porque caigo en la cuenta, al intentar desentrañar la realidad, exponer a la luz la hipócrita y premeditada falsedad de unos y otros, de que sea cual sea la noticia, en realidad nadie presta atención a "el parte", y mientras las vísceras de la Historia son expuestas con mayor o menor rigor por los voceros de los mass media, todos hablan, nadie escucha.

No me vanagloriaré públicamente de la sabiduría de mi abuelo, pero sí quiero recordar aquellos momentos de silencio impuesto. Al más mínimo comentario o risotada que nuestras infantiles gargantas osasen proferir, restallaba el verbo grueso y grave de mi abuelo para espetarnos "silencio, dejadme oír el parte". Y es así que callábamos, obedientes y sumisos, y reptaba en nuestro sistema auditivo una serpiente de datos que, sin llegar a comprender, inoculaba tersamente en nuestro entendimiento su reflexivo veneno. Un veneno pesado y macilento que, intuyo, nos imposibilitaba para el comentario irreflexivo.

Es así, guardando silencio y escuchando "el parte", que podemos llegar a comprender los mecanismos con que se fabrica la mentira, la falacia, la partidista opinión que malbarata la Historia. Asimilamos así la gravedad del asunto. Caso de parlotear opiniones recién fecundadas al más mínimo comentario informativo nos convertimos en torpe remedo de torpe contertulio de los muchos que habitan las ondas hoy día. Opinar sin reflexionar, sin escuchar "el parte".

Añoro, ya digo, aquellos minutos que precedían a la comida familiar. Minutos de sosiego recogido en que sólo se escuchaba la voz de corresponsales y presentadores, incluso la de "el hombre del tiempo". Después, ya en la mesa, los adultos conversaban y opinaban sobre lo escuchado en "el parte", intentando desenmarañar el ovillo de medias verdades oculto en las noticias del día.

Descubrí así el valor del silencio. Ése que hace que las farsas y las manipulaciones caigan por su propio peso. O, como la manzana de Newton, quizás, por la gravedad que encierran.

viernes, 7 de septiembre de 2012

artístico deber

Me invade una incómoda sensación de déjà vu, últimamente, al escuchar y leer, de continuo, en rotativos y demás retoños de los mass-media, frases que imaginé ya sepultadas en el último reducto de la memoria y el tiempo. Evitaré circunloquios e iré al grano: "me debo a mi público", "todo se lo debo a mi público", y un sinfín de variantes de tan hipócrita frase se escuchan a menudo en boca de aquellos que el poder mercantil ha decidido erigir en nuevas personalidades públicas. Hablamos, claro está, de cantores, toreros, futbolistas y demás gloriosa troupe del mundo del espectáculo (sí, los futbolistas también, no me dirán que carece de espectacularidad ninguno de los spots televisivos que protagonizan, ni alguno de los deportivos utilitarios desde los que regalan autógrafos a sus enfervorecidos fans). Artistas los llaman, así en genérico, all right! Por cierto: curioso lo cool que me está quedando el artículo en cuanto a términos extranjeros (barbarismos) cuando de algo tan castizo vengo a disertar.

Porque fue en castizos períodos de la historia patria cuando algún popular cantaor de rumbas (o en ese plan) decidió acuñar la frase de marras: "yo me debo a mi público". No pocos adeptos le propició al artista. De bien nacido es ser agradecido, dicen, y el público siempre agradece que aquellos a quien admira le agradezcan el desembolso económico que por ellos realizan sin rechistar.

Aprendí de bien joven a enamorarme de la literatura, sin preocuparme en absoluto por el aspecto o íntimas creencias de aquellos que habían escrito aquellas palabras que me hacían estremecer.
Con el paso de los años y la implacable crecida de la irracional mitomanía, conseguí conocer los malcarados rasgos de un Baudelaire adicto a los estupefacientes, la ruleta de criminales tropelías a que gustó de jugar toda su vida Genet, las explícitas veleidades filonazis de Céline, o la dolorosa verbena lasciva en que gustaba de entretener sus días el Marqués de Sade, por poner sólo algunos ejemplos.

Todos ellos, entre tantos otros, engalanaron sus vidas con la podrida simiente de su cuestionable moralidad, pero también con la bendita siembra de la ineludible Belleza.

Louis-Ferdinand Céline (cortesía de "la red")
Louis-Ferdinand Céline agotó su ajetreada existencia entre ocultos rencores y públicas condenas, y arrastró sin remedio su estigma de criminal vocero de la furia antisemita. Claro, que también emprendió un desolador Viaje al Fin de la Noche en que, no pocos, aprenderíamos los líricos vericuetos de la desesperación y fraternidad humanas, y empezaríamos a venerar ese arte que se moldea con palabras y silencios, con ruidosos sentimientos y amortiguadas orquestas. Gracias a Céline, ese ogro racista, entramos algunos en el florido salón de la alta Literatura.
Habrían de pasar 50 años de su muerte para que el Gobierno francés pretendiese rendirle público homenaje. No sucedió. Pesó más la opinión de los guardianes de la moral.

Por su parte Jean Genet, ensució el paso de los años con los bizarros detritus que expelían las paredes de cárceles y comisarías, los besos de golfos y asesinos, llevando hasta sus consecuencias el total deseo de vivir en el mal absoluto. Sí, transformó al maleante en héroe, pero también tomó entre sus manos la cruel sordidez del crimen y la barbarie, y de entre el crujiente lodo de la abyección extrajo lirios tipográficos de cimbreante belleza, transformando el Diario del Ladrón en un catálogo de emociones fronterizas.
También el Gobierno francés quiso homenajear a Genet. En este caso lo consiguió, por obra y gracia del izquierdismo de postal de barraca de feria de la sociedad francesa. Fue aquí el autor quien denigró el homenaje mirando hacia otro lado.

Ninguno de los dos autores (ni el resto de literatos franceses citados antes) declararon o pretendieron simular hallarse en deuda con público alguno. Su arte se desarrolló como una revuelta carcelaria, como un maremoto provocado por unas pruebas nucleares, como la violación de una virgen en el Altar Mayor. Era Arte concebido en lo más profundo de las entrañas del ser humano. Y es esta Belleza, que brota como pincelada de lava o esfumatto de tormenta, la que yo aprendí a adorar, desde mi más tierna adolescencia, sin importarme lo más mínimo que sus creadores jamás fuesen a sentirse en deuda conmigo, ni siquiera incluso a desearme nada bueno (de haber estado vivos y haberme llegado a conocer). De hecho siguieron escribiendo a pesar de haberse granjeado viscerales odios. Escribían, tal vez, para saldar la deuda que con ellos mismos habían contraído, al nacer.

Hoy estarían mal vistos, y los noticiarios les usurparían incluso la gloria de televisivos minutos que profetizase Andy Warhol.

Tal vez sea culpa mía: quizas sólo admiro el Arte cimentado en las cloacas. Aunque bien pudiera ser que andemos ya chapoteando en las cloacas del Arte.