viernes, 31 de agosto de 2012

el muro

Resulta que algún gamberro cibernético de esos que, para dárselas de políglota, alguno gusta denominar hacker, ha decidido llevar a buen término la pueril aventura de piratear las cuentas personales, en una planetaria red social de las que utilizamos hoy los humanos para comunicarnos, de un nutrido grupo de futbolistas de fama mundial. Al parecer la intención era hacer mera mofa de los citados deportistas, poner en entredicho su popularidad haciendo creer a sus seguidores (fans, los denominan los avezados políglotas, también) que las frases surgidas de la imaginación del "gamberro" lo hacían de la de los que por todo el mundo persiguen el esférico de cuero para por todo el mundo recibir ovaciones y suculentos réditos.

Nada que objetar, allá cada uno con sus maneras de divertirse, o de vivir.

Fue durante mi estadía peruana que tuve la fortuna de conocer una manera de hacer propaganda política distinta a la que mi vida en Europa me tenía acostumbrado. En plena campaña electoral, los proselitistas de cada una de las fuerzas en pugna por la gobernanza del país, inundaban las fachadas de edificios con una marea de gruesa pintura que realzaba las bondades de cada candidato con un oleaje intermitente de nombres, siglas, invectivas, eslóganes. Y digo bien, intermitente, pues el nombre del candidato más populista se veía, al día siguiente, desvaído y deslavazado por las letras que configuraban el apellido del más liberal de los postulantes.

Gustan los peruanos, podríamos imaginar, de mostrar sus capacidades artísticas ensuciando muros, portadas, tapias, murallas, ya que ningún conglomerado de piedra o madera alzado a efectos de delimitar propiedades o terruños queda a salvo de la indeleble labor propagandística de los acólitos de la democracia. Hasta tal punto que, en ocasiones, de seguidas de los colores y nombres de los candidatos en liza, surgían nuevas pintadas que ponían en sus bocas consignas radicalmente opuestas a su manera de comprender la política. Que se mofan los seguidores de un partido de los del opuesto, o sea.

No falto quien me insistió, una vez regresado a la tierra en que nací, acerca de la ignorancia e incultura que supone el convertir las ciudades en un festival de paredes coloreadas, lo atrasado de tiznar el mobiliario público y las privadas paredes con los borbotones oscuros de la propaganda. Pueda ser.

Hoy, en esta misma nación que escuchó mis primeros aullidos, los medios de comunicación se hacen eco del escándalo que ha supuesto el que un anónimo utlice las personalidades cibernéticas de un puñado de deportistas para poner en su boca y pensamiento (a tal punto hemos llegado: lo proclamado en el ciberespacio va a misa) palabras opuestas a su pública imagen, burlas, ridiculeces, mofas. Habrá quien proclame la supuesta ignorancia e incultura de una sociedad que, aún mermada por el saqueo a que la someten políticos, "mercados" y el resto de poderosos, entretiene sus horas leyendo las frases falsamente escritas por un puñado de futbolistas cuya único designio es el enriquecimiento fulgurante y libre de impuestos. Pueda ser.

Tal vez alguien, a uno y otro lado del Atlántico, para satisfacer a los abanderados de la cultura y el buen hacer, debería poner freno a esta orgía de pintadas equívocas, tanto en las paredes de la ciudad como en los "muros" de las redes sociales. Pero temo que ese "alguien" esté al llegar y albergue nocivas intenciones dictatoriales.

Estaremos atentos.

viernes, 24 de agosto de 2012

terapia educativa

Observamos, desde hace ya demasiado tiempo, el suburbano transformado en colorido desfile de eslóganes que juegan a esquivar las manos tendidas de los desheredados del bienestar occidental. O sea, que aparte numerosas personas, como usted y yo, pidiendo limosna y caridad para evitar la inanición y la expulsión de las "camas calientes", se observa a muchas otras que portan, serigrafiadas en su atuendo, consignas tendentes a concienciar al otro de las más diversas carestías sociales: la lucha por mantener la escuela pública, la pugna abierta contra el capitalismo salvaje, la urgente llamada a socorrer a los afectados por conflictos bélicos, y en este plan. Los hay que siguen portando, orgullosos, filigranas y firmas distintivas de la calidad de las prendas usadas: marcas registradas, logotipos, enseñas, etcéteras. Faltaría más.

A medio camino entre unos y otros, imagino, están aquellos cuyas prendas publicitan algún evento, identidad corporativa de segunda fila, o curso de mayor o menor relumbrón, pero que, en cualquier caso, en vez de precisar su onerosa compra, han sido distribuidas de manera gratuita para mejor divulgar su existencia. Me refiero a las camisetas publicitarias, símbolo evidente de que quien las porta aún tiene la fortuna de poder vestir de balde, y el orgullo de no gastar en prendas más caras, de mayor calidad.
Entre ellos me ha sorprendido hoy una mujer de mediana edad, no por su porte sino por el mensaje inscrito en su camiseta:
Formación para la prevención y terapias preventivas del estrés en el ámbito educativo

Fue en mi último viaje por La India que tuve la fortuna de conocer, de primera mano, los desvelos y sufrimientos de un esforzado profesor de primaria, en la localidad de Khajuraho, famosa por sus templos esculpidos con explícitas secuencias amatorias. Aparte el florido perímetro en que se ubican los citados templos, la ciudad se extiende, como la práctica totalidad de urbes del país, en una amalgama malsana de chabolas y viviendas puestas en pie con los materiales más dispares: desde restos arquitectónicos a bidones de gasolina, pasando por bostas vacunas.

Allí, el profesor local, como digo, me informó de que los más afortunados de entre sus alumnos podían acudir a clase en los pocos momentos libres que el trabajo en una cercana fábrica de ropa, regentada por una mundialmente reconocida firma, les permitían. Hacía poco que los patrones de la fábrica habían cedido a la escuela una remesa de camisetas de esas que aquí denominamos con "tara". Y ahí surgió la idea del pedagogo: decorar con tinturas altamente tóxicas pero totalmente indelebles las citadas camisetas, registrando en ellas el nombre de cada uno de los niños, para que mejor pudiesen seguir reconociendo su identidad maltrecha.

Es difícil pensar que en nuestra sociedad alguien pueda llegar a olvidar el nombre con que sus progenitores quisieron mentarle, al nacer. Pero en Khajuraho vive un niño de 12 años que no recuerda, o prefiere ignorar, el nombre con que le inscribieron al nacer, ya que sus compañeros de trifulca y juego siempre se han referido a él como Charlie, en dudoso homenaje a las desgarbadas figuras que sus piernas esculpen al caminar, producto de la poliomielitis, y semejantes a los andares de aquel famoso cómico de apellido Chaplin. Tras mantener atento coloquio con su profesor, cada día, Charlie tomada dificultoso y lento asiento en las esterillas que, sobre el terrado escueto de la escuela,  hacen las veces de pupitre, y continuaba trazando, moroso y firme, las líneas que terminarían por dar forma completa a su verdadero nombre: Navil.

Comprendo ahora mejor el eslogan que portaba, en su camiseta, la mujer del metro:
Formación para la prevención y terapias preventivas del estrés en el ámbito educativo
Imagino que no es fácil para un niño evadir la ansiedad que provoca el verse sometido, a diario, a un bombardeo de nombres concebidos para mejor reconocer las prendas que firman y distribuyen tantos y tan afamados modistos, creadores, comerciantes, sin alcanzar jamás a conocer siquiera el rostro de los mismos. Aunque tal vez las citadas terapias estén orientadas a evitar el estrés en el profesorado, y no en los alumnos, quién sabe, es posible que sea tal dolencia la que les haya empujado a crear un seminario con tan redundante título.

jueves, 16 de agosto de 2012

agua de fuego

Parece ser que en un pequeño comercio londinense, hace unos días, el dependiente pudo defenderse del imprevisto intento de robo de unos agresivos atracadores gracias a unas botellas de cerveza. Así lo deducimos viendo las imágenes que la cámara de seguridad del establecimiento registró el día de los hechos. Los encapuchados ladrones se acercan peligrosamente al dependiente, empuñando diversas armas blancas, hasta que éste comienza a lanzarles, con olímpicas celeridad y puntería, una tras otra, numerosas y voluminosas botellas de cerveza.
Finalmente los ladrones tuvieron que huir, con su cuerpo dañado seriamente por los impactos del vidrio, de tal manera que los agentes del orden pudieron darles alcance al poco tiempo. El dependiente, como consecuencia de su heroica gesta, fue nombrado "empleado del mes" por sus superiores. Sí, pensábamos que eso de entretener el maleable ego del sufrido trabajador con públicos nombramientos carentes de acompañamiento monetario era invento al que se suscriben únicamente los guionistas de telecomedia norteamericana, pero ya ven (signo de los tiempos) que es costumbre real y extendida.

Recuerdo, de cuando la adolescencia comenzaba a poblar de erupciones cutáneas la piel de mi rostro y de indecisiones e inquietudes la dermis etérea de mi alma, los sabios consejos de mis progenitores al advertirme, en las horas precedentes a cada nuevo fin de semana, de los insoslayables perjuicios que me causaría la ingesta desmedida de alcohol.

Salíamos a la calle, en atropellada manada de camaradería y feromonas, con la firme intención de embriagarnos para mejor ocultar la más sana necesidad de entregarnos a los brazos delicuescentes de alguna hembra niña dispuesta a pasar por alto nuestra falta de experiencia y lo poco agraciado de nuestro físico. Es así que bebíamos en los parques, a la sombra hiriente y presuntuosa del atardecer. Agotábamos botellas de litro de cerveza al mismo ritmo endiablado con que ibamos finiquitando las pocas opciones de gozar un frugal encuentro sexual, pues la ingesta de alcohol nos situaba, de inmediato, lejos de la órbita de interés de las chicas del grupo, que preferían siempre pasear los matorrales del parque en compañía de otros más serenos. Nada más patético que un adolescente borracho. Claro, que esto lo comprobamos ahora que la adolescencia es, tan sólo, una fotografía sepia con los bordes carcomidos por la digestión del tiempo.

Podemos resumir que tenían razón nuestros padres, y que aquel irresponsable consumo de cerveza (de alcoholes más agrestes los chicos que tenían "posibles") no nos producía mayor rédito que una torpe borrachera de la que tendríamos que dar cuenta una vez regresados al hogar.

Pero había siempre el compañero, amigo que, apurada ya la botella, aún tiritando en los labios el último trago, la tomaba entre sus manos para lanzarla con fuerza contra la pared más cercana. El vidrio se convertía, a su impacto con el hormigón, en una verbena de ruido y brillo esmerilado, y el autor de la fechoría proclamaba así esa rebeldía juvenil que a pesar de ser bien cierta no hallaba, de esta manera, el cauce adecuado para paliar sus desvelos. Era entonces que solía hacer acto de presencia algún adulto de los que gustan pasear al perro en la noche frondosa de los parques urbanos, o de los que ejecutan paquetes de tabaco asomados a la ventana, para recriminar nuestro vandalismo y espetarnos un par de violentas maldiciones.

¿Contra qué se rebelan los jóvenes? Difícil saberlo. Pero pienso que quizás, cuando adolescentes, cada vez que lanzábamos una agotada botella de cerveza contra ese muro cercano que hacía de beoda frontera a nuestros sueños e ilusiones, es posible, ya digo, que anduviésemos entrenando nuestra futura capacidad de lucha. Así, el joven dependiente británico, imagino que lanzaba vidrios contra los muros de su infancia, y lo que ayer fuese incordio para los vecinos circundantes hoy le ha capacitado para acometer cívica gesta que salvaguarda los beneficios de el propietario que le proporciona pan y salario a cambio de horas laborales.

Nunca se acierta del todo con el objeto de nuestra ira, con el receptor de nuestra rebeldía. Tal vez deberíamos ayudar a los adolescentes de hoy a canalizar su rebeldía, para que no acabe accidentada y moribunda a los pies de cualquier muro.

No hay más fuego que el que arde, y el que provocan el alcohol, o una rebeldía mal encauzada, queda normalmente extinto antes de inaugurar el incendio. Quien continúa lanzando botellas no podrá evitar que otro menos rebelde, siempre, se largue con la chica. O, con mucho, podrá beneficiarse de una breve mención pública, un torpe grabado perdido en el corcho de un comercio que asigne a su nombre el apellido de "empleado del mes".




viernes, 10 de agosto de 2012

mi muerte

Por favor, no se alarmen. Tampoco se alegren. Lo digo por el título de esta "entrada". Aún queda mucho por delante, o al menos eso quiero pensar...
Sólo se trata de una nueva torpe burda metáfora que añadir al torpe burdo catálogo de "variedades" en que he pretendido convertir este blog.

El caso es que vengo hoy aquí, de manera breve y fugaz, sólo por dejar cibernético y volátil testamento de los días pasados, por edificar desvencijado inventario anticipado de las jornadas venideras, no sé, tal vez únicamente buscaba una razón para hablar, de nuevo, de David Bowie.

Fue en 1973 cuando el maestro quiso dar por finalizada la gira de Ziggy Stardust y sus Arañas de Marte y, de paso, el violento fogonazo que fue la vida de aquel alienígena bisexual de nombre Ziggy. Como broche final eligió My Death, una canción de Jacques Brel: melancólica oda al final de una vida, o tal vez al comienzo de otra, en que el cantante belga desplegó todo el lirismo que sus voraces neuronas fueron capaces de esculpir. Y Bowie supo conducirla a un catártico paroxismo en que un público secuestrado en la caverna luminosa de su voz de extraterrestre profiriese, al final de la canción, gritos de socorro que a los menos avispados sólo parecieron fanáticos aullidos de sexual deseo. Quizás también lo fueran.

Repaso yo estos días un amplio inventario de momentos vividos con el vidrio de la sensación cicatrizando los labios del miedo, tras haberlos coloreado con riachuelos de plasma esencial. Recopilo abrazos, besos y caricias que han proporcionado belleza a este rostro que me evita, hoy, frente al espejo. Porque la belleza queda registrada en los surcos y alopecias que la superficialidad reinante denigra, en el amarillear de una mandíbula que dista mucho de poder encajar en los cánones mercantiles de lo que ha de ser una sonrisa perfecta, en la curvatura asimétrica de unos huesos mancillados por la carencia de calcio y el exceso de nicotina, cafeína, alcohol, horas de sueño y otras sustancias, en el tartamudeo bronco de una voz que no se atreve ya a proferir más verdades porque teme traicionarlas mañana.

Así, decido hoy cruzar el umbral que me sitúe al otro lado de una puerta en que me esperas tú, seas quien seas, ángel o demonio, qué importa. Lo imprescindible es conservar entre las manos la belleza desprendida de las horas compartidas, sabiendo que se renovará en novísimo latido.

Perdón, dije al inicio que haría una entrada breve, y me sale un largo soliloquio incomprensible. Pero...aún me resta confianza: quien tenga oídos que escuche. Si, aún así, no os llega alto y claro mi balbuceo, lo solucionará la voz de Bowie, con la que he querido rubricar este malherido tropel de palabras.

Mi muerte me espera al otro lado del atlántico como a Bowie le esperaba al otro lado de la puerta. Murió Ziggy y nació Aladdin Sane. A saber quién nace en esas tierras bolivianas que me aguardan. Pero es seguro que habrá un alumbramiento.

No abandonaré el Hafa. Ya dije, en el inicio de los tiempos, que el Hafa es únicamente un estado mental, emocional, que desde siglos atrás me tiene ya atrapado. Pero inicio andadura, en breve, por un nuevo estadio de conciencia, eso creo. Me aventuro en El Dorado, y a quienes habéis dado cuerda a este mecánico muñeco maltratado, amigos, hermanos, os invito a seguir mis pasos. Supongo, pues, que por aquí me seguiréis viendo,  ignoro ahora con qué frecuencia, pero allí también me encontraréis...


...so let's drink to that and the passing time 
-así que brindemos por ello y por el tiempo que pasa-


lunes, 6 de agosto de 2012

canción alienígena

Pasan por la tele, a horas en que todos deberíamos anidar ya las cálidas caricias del sueño o (mejor) el deseo, uno de esos telefilmes de alienígenas en los que la mucha pirotecnia visual y la no poca tempestad sónica de explosiones y ráfagas ametralladoras nos hacen olvidar, casi desde su inicio, la trama, la historia, el asunto.
Supongo que la película de marras ha conseguido su objetivo por partida doble pues, narrando la historia de unos excursionistas galácticos cuyos cuerpos son tomados por unos viscosos alienígenas, consigue que el espectador se vea a su vez, como los astronautas, alienado y absorto en una verbena de imágenes aceleradas, fogonazos de ruido y furia, fluorescentes impactos visuales. Advierto: no hablo de Alien, esa maravilla cinematográfica con la que nos deslumbrase Ridley Scott, allá por 1979, de manera más inteligente y taimada de lo que lo hace hoy la cinta que proyectan en uno de los mil canales teleinvasivos.

La vieja historia de la alienación que popularizase Carlos Marx (equívocamente, según la versión de Althusser).No, si yo trabajo en lo que me gusta...y zarandajas del estilo.

Vivo yo estos días alienado por la voz de gruta y misterio de un Nick Cave que se atreve a susurrarme una y otra vez, viril y dolorido, los versos incandescentes de The Ship Song. Así, me hallo víctima obsoleta de un naufragio de luz, insomne bastardo de un incesto no cometido, fraudulento filósofo de una redención imposible. 

Escuchar una y otra vez la misma canción tiene algo de catarsis. O al menos así lo pretendemos. Jugamos a remover las cenizas de una batalla que nuestro corazón debiera olvidar, para mantener la salud y el latido. Y es por ello que nos hundimos hasta las rodillas en esos versos que nos certifican el dolor que sufrimos, no porque Nick Cave, ni ningún otro cantante, músico, creador halla clavado en el centro de la diana el dardo certero de nuestros sentimientos, como aseguramos, sino por regodearnos en lo que creemos fue escrito, de manera casi exclusiva, para los trances que vivimos. 

Alienación, ya digo. Y más cerca de Marx que de los grandes psicoanalistas. Porque al fin, mientras levantamos una y otra vez la aguja de la felpa rugosa de ese vinilo que nos tortura, para volver a situarla al inicio de su surco de miedo y esperanza, no hacemos más que evadir nuestra capacidad de lucha y de subvertir el orden social que nos ha sido impuesto. Deberíamos romper el vinilo en mil pedazos y salir a la calle a quemar sucursales bancarias...o a destrozar con dentelladas rabiosas la raíz de esa enredadera que nos hace sufrir cada verso cantado como un navajazo de caramelo que convierte nuestro corazón en dulce membrillo de vida que, ¡ay!, devorarán otros. Por algo el cantante australiano bautizó a su grupo de músicos con el mesiánico nombre de las malas semillas.

A pesar de seguir tarareando mentalmente come sail your ships around me, me veo inmerso en la trepidación violenta de los viscosos extraterrestres que, en la pantalla del televisor, devoran uno a uno a los tripulantes de esa nave espacial que ha perdido el rumbo. Al final, el alienígena más violento de todos toma el cuerpo del último superviviente, pero queda la esperanza de que pueda desprenderse de él en siguientes capítulos.

Yo tengo la esperanza de poder sacar de mí la voz de Nick Cave. Claro que, al fin, su timbre de caverna iluminada sólo supone estos días la certificación de mis pesadillas. Y de los propios fantasmas es más difícil desalienarse.

miércoles, 1 de agosto de 2012

mi estrategia

En una entrevista, semioculta entre los innumerables canales con que la televisión gusta de enquistar nuestras neuronas en la somnolencia, se nos desvela, por boca de un avejentado gurú del ajedrez (ese campeonato de lentos silencios y enmudecidas estrategias), que resulta absolutamente imprescindible, si es que anhelamos la victoria, no lanzar nunca contraataques desesperados. Que lo mejor es afianzar lo que es tuyo, y esperar...sólo esperar.

Nada más lejos de mi intención que desacreditar las máximas de tan insigne "deportista", pero entran, sus declaraciones, en evidente pugna con la sabiduría popular que asegura que quien espera desespera, y mi natural tendencia a la contradicción y el equívoco me instala en la desvencijada poltrona de la duda.

Es también en televisión donde asisto, perplejo, a las quejas de uno de los miles de usuarios del iPad, esa maravilla de la técnica. Resulta que un inesperado fallo del fabricante ha dejado a numerosos consumidores sin acceso a una de las aplicaciones más importantes con que el citado ingenio puede engalanarse. Creo recordar que es algo para enviar a las redes sociales fotografías disfrazadas con máscaras vintage. O sea, que tomas una instántanea con el iPad, en pleno siglo XXI, y puedes lograr que parezca tomada cuando el albor de el hoy democratizado (¿o será desacreditado?) arte fotográfico, allá por mediados del XIX.

Todo bien. Los consumidores debemos sentirnos protegidos de los despropósitos de el empresariado. Pero el citado usuario incluía una y otra vez, en su enérgico discurso indignado, la adjetivación posesiva, de manera que el ingenio tecnológico dejaba de ser un iPad para convertirse en "mi" iPad. Enseguida recordé cómo, trabajando yo en una de las mil factorías de desatención telefónica que comenzaron a poblar el planeta hace un par de décadas, reíamos, los trabajadores, por la insistencia de los usuarios de una marca de automóviles, en anteponer el adjetivo posesivo cada vez que nombraban el vehículo que habían adquirido. Los más avispados de entre nosotros culpaban de tan nimio incidente a la publicidad televisiva.

Quizás sea, pues, la televisión, con su magmática autoridad social, la que nos embadurne la conciencia con el grumoso barniz que los grandes mercaderes de la propiedad y el vacío producen a destajo en las fábricas del miedo. Productos, ingenios, marcas, logotipos, todo un arseal de falsas identidades con que anular la capacidad de raciocinio y conseguir que nos consideremos dueños, propietarios, poseedores, hacendados, como ellos. Logran así instalarnos en una fantasía de bienestar que mucho dista de ser científicamente comprobable, y sonreímos al pronunciar "mi" iPad, "mi" chalet, "mi" gato e, incluso, "mi" mujer, cuando tal vez debiéramos decir la ilusión de comunicación, los ladrillos que nunca terminaré de pagar al banco, el animal que me evita cuando desea y me reclama cuando tiene hambre, y la mujer que soporta mis estupideces y malos humores, e incluso recordar que propietario rima con proletario.

Imagino que el laureado ajedrecista también ve la tele y comprende que, para ganar en el citado juego, al igual que para hacerlo en esta absurda partida sin tablero en que han convertido la vida, sea preciso mantener lo nuestro, e introduce en el saco de la propia propiedad todo aquello que constituye botín de bancos y mercados, y no tan sólo el sudor y la sangre que derramamos a diario para alimentar la fantasía.

Lástima que nunca me ha gustado el ajedrez. No lo crean, lo he intentado. Tal vez deba comenzar a asumir "mi" torpeza.