jueves, 8 de marzo de 2012

reordenar el tráfico

Resulta que en una capital de provincias han decidido reordenar el tráfico de vehículos a motor. Pretenden actualizar señales, cambiar de lugar semáforos, retirar rótulos, e incluso incorporar nuevas advertencias de límite de velocidad. O sea, que los correspondientes subsecretarios o solícitos mandatarios han decidido invertir los últimos ahorros, antes de perderlos a manos de los recortes, en reordenar la vida viaria de sus ciudadanos.
Son comprensibles los exabruptos que algunos de los conductores de dicha localidad han vertido sobre las fuerzas políticas encargadas de la nueva organización del tráfico rodado. Al fin y al cabo ya conocían los lugares en que se situaban los radares de velocidad, y tenían memorizadas las figuritas que advierten de que los peatones pueden invadir la calzada, a la salida de un colegio, por ejemplo. Ahora les toca enfrentarse a una novedosa dialéctica interpretativa de signos y señales y, cierto es, a nadie agradan, de primeras, los cambios.

Yo, esta mañana, he reordenado mi biblioteca. En realidad he comenzado en la mañana con dicha tarea, pero aún no he finalizado, y dudo que pueda hacerlo antes de que el cielo oscurezca la luz diurna. De tanto en tanto me entrego a dicha vacua labor: reordenar la situación geométrica de los libros que apelmazan las estanterías del hogar. 
Hoy, como en toda ocasión en que emprendo tan ardua tarea, he pasado el mayor porcentaje de tiempo simplemente intentando averiguar qué prescripción es más acorde para el fácil hallazgo y el sencillo encuentro del tomo buscado, una vez cada libro ocupe un lugar distinto del que ayer habitaba. ¿Debería ordenarlos por orden alfabético de autor? Y, en este caso, ¿por nombre o por apellido? ¿O quizás debería proporcionarles una situación basada en el título? Son muchas las posibilidades. Tantas que no se me escapa la de colocar los libros por orden alfabético de la ciudad de nacimiento del escritor, quizás por poner en juego mis mermadas capacidades memorísticas. 

La cuestión es que, finalmente, tras no poco batallar con la tropa irredenta de mis neuronas, he decidido volver al orden inicial. Esto es, el libre albedrío y la memoria fotográfica. Ya tengo identificada la situación de cada uno de los libros a que más acudo. Ya conozco el lugar que ocupan las páginas que más me calman la Insoportable levedad del ser. Por eso, tras sacarlo de la estantería en que reposaba su fatiga de letras dolientes, he colocado de nuevo, en su emplazamiento habitual, la inmortal obra de Kundera. Minutos después de abandonarme a su torrente cálido de vislumbres e hipocresías, he situado, en el mismo lugar inestable en que siempre se aposentó, Bajo el volcán de Lowry, y he ubicado, en el sombrío rincón donde siempre habitó, La filosofía en el tocador de Sade, al calor del caústico abrazo de Gargantúa y Pantagruel.
Vamos, que mi esperanzada intención de reordenar la biblioteca ha quedado en simple deambular de volúmenes y polvo sagrado por entre las estanterías de la habitación que hace las veces de guarida, en mi casa.

Me apena pensarlo, pero deduzco que es lo que siempre ocurre con las pretensiones de actualizar el orden establecido. Todo queda en nada. O en mucho, quién sabe. 

Tal vez no deberíamos desdeñar la simple intención de cambio, la pretensión de mejora. Sólo que lo que bien está bien debe permanecer, y a cada cual conviene el orden al que se ha acostumbrado. Claro que a los conductores de la ciudad que va a cambiar su fisonomía con nuevas señales de tráfico el cambio les parecerá inútil, incluso contraproducente. Al fin y al cabo ya conocían de memoria los antiguos signos que velaban por su seguridad. Quizás anide aquí el germen de la pereza, como entre las páginas soñolientas que empapelan mi biblioteca. 

¿No circulan, acaso, en los atropellados estantes, frases suicidas y palabras que cruzan la calle con la despreocupación del transeúnte confiado? El tráfico, o sea.

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