sábado, 31 de marzo de 2012

la belleza os hará libres

Ha llegado la primavera con su escolta de luminosos y cálidos amaneceres. Una primavera que comparece ante nosotros, en esta ocasión, con ínfulas de verano. El cambio climático, aseveran no pocos. La constatación de que la naturaleza no se pliega a nuestros engreídos afanes de calendario y clasificación, prefiero pensar yo.
Ante este nuevo cambio de estación se suceden, como cada año, en los platós televisivos de tertulia multidisciplina y cotilleo variado, los avezados comentarios sobre las novedades que, al vestuario femenino, han decidido otorgar los gurús de la moda. 
Disfrutamos, de esta manera, ante el televisor, de un sincopado despliegue de sedas volubles y colores evanescentes que, aseguran, harán las delicias de toda aquella fémina que quiera emparentar su camino al de los tiempos modernos que nos ha tocado vivir.

Los eruditos tertulianos de uno de estos espacios televisivos, no satisfechos con glosar las bondades de las distintas prendas de vestir que gobernarán esta nueva primavera, elogian el último hallazgo de un afamado líder de tendencias indumentarias que asegura haber estudiado en profundidad la naturaleza femenina y poder clasificar a cada hembra, según su tono de piel, rasgos, altura y demás etcéteras, en una de estas cuatro modalidades: mujer primavera, mujer verano, mujer otoño y mujer invierno. Dependiendo de la casilla que ocupe la afortunada, el susodicho maestro podrá recomendarle una u otra prenda, tal o cual maquillaje, que le permitan mostrar al mundo todo su femenino esplendor.

Hace apenas un año que asistíamos a una primavera más violenta y definitoria que la que nos ocupa. Primavera Árabe dieron en llamarla los tecnócratas de la Historia. Se poblaron las calles del orbe musulmán de un estallido de banderas y consignas libertarias, invadieron las acequias del extraradio árabe batallones de brazos alzados contra el totalitarismo gobernante. Tenaz trabajo el de la primavera germinando ramilletes de ilusión y esperanza, hace un año.

Pasan sin solución de continuidad, los tertulianos que han comentado ampliamente las características de la mujer primavera, a analizar las consecuencias que en el mundo musulmán tuvieron aquellas revueltas de la Primavera Árabe. Y aseguran consternados que nada ha cambiado en las tierras de Allah, que la mujer sigue siendo mero juguete del hombre, que continúa ésta encarcelada tras los barrotes infames de opresivos ropajes y demenciales normas.

Concluidos los diversos análisis no puedo más que sentirme aliviado al pensar que las "occidentales" pueden ya saber si son mujer primavera o mujer otoño, y así escoger las prendas y afeites oportunos que las impidan quedar mustias, grotescas o incluso inexistentes a los ojos de la sociedad. Podrán estar bellas, y ya dijo alguien que "la belleza os hará libres". Bueno, quizás no fuese la belleza, ahora dudo.
Pero me han despertado ganas de analizar las tertulias que, de seguro, también transmitirán las televisiones árabes. Quizás existan allí también especialistas en corte, confección y belleza que recomienden colores y texturas dependiendo de si la fémina en cuestión es mujer hiyab, mujer niqab, mujer shayla, mujer chador o mujer burka. ¡Vaya!, a pesar de estar más sometida que la mujer occidental, resulta que la islámica puede dividirse en cinco, en vez de cuatro categorías. Es, evidentemente, una prueba más del grosero machismo musulmán, ya conocen la aseveración de que en la variedad está el gusto.

jueves, 29 de marzo de 2012

dulce pecado

Saca a la luz un estudio, una prestigiosa revista internacional de medicina, según el cual pueden asegurar, los científicos, que el consumo habitual de chocolate reduce la masa corporal. Nos alegra la noticia, pero no podemos evitar mirar al pasado y arrepentirnos por todas las ocasiones perdidas, todas las oportunidades que tuvimos de añadir un espeso cauce de azúcar al caudal indolente de nuestro flujo sanguíneo, por evitar que las calorías, como feroces náufragos de esa fusión de mareas, quedasen amarradas por siempre a diversas zonas de nuestra anatomía.

Lógicamente utilizo la segunda persona del plural como recurso literario. La naturaleza quiso revestir mi castigada osamenta con una escueta armadura de carne y pellejo. O sea, que estoy muy delgado. Ya lo dice mi madre, cada vez que me ve: "hijo, estás muy delgado". Pero es así que, sin privarme yo nunca de vianda alguna, conozco la esquiva mirada recelosa de tantos hacia los dulces que pueden complementar nuestra alimentación.
Y ahora resulta que el chocolate, ese pecado, no engorda. Al contrario.

Es evidente que en la vida, cada uno, lucha por aplicar su propia dieta, ya no al cuerpo sólo, también al alma. Es así que por no deformar lo que consideramos representación moral de nuestra existencia (eso que algún anciano filósofo barbado y envuelto en túnicas como mortajas dió en llamar ánima, alma), esquivamos a cada instante el pecado, con gran alarde de ánimo reprimido y mortificante esfuerzo. El pecado engorda el alma y la termina por desfigurar, trocándonos en grotesco Dorian Gray cuyas miserias espirituales quedan reflejadas en lienzo de trazo cruel y ajada orgía de colores. Así nos lo explicaron, cuando niños, aquellos que se erigieron en guías espirituales de nuestro descontento.
Pero conocemos el regusto confitado e intenso del pecado, sabemos de las delicias en que su abrazo naufraga nuestros miembros aletargados, de la lúbrica caricia de sus dedos de eternidad y savia virgen. Y es así que, temiendo afear el alma, asustados ante la posibilidad de portar un ánima rolliza y despreciable, evitamos en numerosas ocasiones la tentación del pecado, el guiño seductor del abismo.

A la vista del descubrimiento científico que comentábamos al inicio, quizás debamos replantearnos nuestra estricta dieta de transgresión y bombones. Tal vez no sea buena idea seguir mortificando el cuerpo, ni el alma. Al fin y al cabo...¿quién estableció las pautas de lo que debemos considerar pecado? Dudo si no serán los mismos que desterraron al país de las culpas y las prohibiciones el grato gusto del cacao, ese fruto que cultivaban y gozaban aquellos salvajes pecadores de allende los mares a los que, ¡ay!, a sangre y fuego quisimos evangelizar.

No obstante nos indican, los estudiosos que han dado luz al informe, que este no es 100% vinculante, que quizás las personas que se proponen adelgazar se recompensen de tanto en tanto con chocolate, y no sea el consumo de éste lo que les haga adelgazar. Tanto da. Si pretendemos adornar el alma por otros medios, no deberíamos, en cualquier caso, privarnos de una dulce onza de pecado, de tanto en tanto. 
Ya lo dijo el mismísimo Oscar Wilde: el pecado es la única nota viva de color que subsiste en el mundo moderno.

lunes, 26 de marzo de 2012

ligeramente desenfocado

inspirado por las memorias de Robert Capa, de título homónimo

Me preguntan muchos de los que dudan entre adquirir o no un ejemplar de mi novela, Los Cuadernos del Hafa, acerca de la temática. Resumen su incertidumbre con una breve y certera cuestión: ¿de qué va?

Semejante pregunta se repite (con leves variaciones) en cada una de las ocasiones en que glosamos nuestra sincera opinión sobre la calidad de cualquier obra creativa, sea esta una novela, una película, una representación teatral o incluso el último larga duración de un grupo de rock. Recuerdo antaño, cuando mis gustos artísticos comenzaban a tomar entidad propia, cómo acudía sin dudas a los productos recomendados por amigos, conocidos, compañeros. Me bastaba saber que habían disfrutado, sufrido, llorado, reído durante el estreno de una nueva película, para acudir a la sala de cine por ver si conseguía tal obra reproducir en mí dichas sensaciones. Me bastaba saber si era buena o mala dicha obra cinematográfica para pasar por taquilla. Conocer el género era cuestión baladí. Tanto daba si se trataba de una comedia costumbrista, un western o una película "de época". Lo importante era la calidad, las sensaciones que en mí provocase. De igual manera en el caso de los libros.

Siempre que he decidido realizar uno de mis viajes, he tomado tal decisión en base a sensaciones, impulsos o corazonadas. Comprendo que, aquellos que invierten su capital en lujosos cruceros, paradisíacas playas acotadas por el "todo incluido", estancias hoteleras al servicio del solícito servicio de habitaciones, pretenden así asegurarse la satisfacción, después de haber preguntado, una y otra vez, ¿de qué va el viaje? Pero nos engañamos al afirmar que tal sea el motivo último del viaje. No, viajamos para vivir experiencias, para recopilar sensaciones y, más que la seguridad, nos mueve al movimiento un aciago afán de añadir a nuestra vida momentos fugaces como estrellas, vívidos fotogramas de emoción, breves punzadas de alborozo. Y esto es así porque, por más que nos aseguren la felicidad eterna, somos conscientes, al salir de casa, de que todo viaje es una aventura cuyas vísceras tendremos que seleccionar y estudiar nosotros mismos. Conocemos de antemano el inicio y, ¡ay!, el final. Todo viaje finaliza con el inevitable retorno al hogareño y cotidiano calor de lo habitual. Y no por ello dejamos de viajar. No por conocer el final de esa película evitamos disfrutar de su visionado. No por saber cómo finaliza esa novela evitamos enfrentarnos a su festival de renglones y experiencias.

Como un fotograma de evanescente desenfoque, nos atrae el viaje más por lo desenfocado, lo no conocido, que por aquello que la óptica feroz de lo cierto puede asegurarnos. Como la vida, que a pesar de estar ligeramente desenfocada y tener un final cierto decidimos apurar al máximo. ¿O acaso renunciaríamos a la reyerta turbia de nuestra existencia si conociésemos de antemano todos sus pormenores? ¿Decidiríamos abandonar nuestra biografía en la maltrecha cuneta de la Historia si nos aseguraran que ésta será reflejo de cualquier comedia de enredo o repetición involuntaria de la desazón milimétrica que provoca un drama carcelario? Creo que no. A pesar de todo optaríamos por apurar la vida. Y eso que en este caso, sí, conocemos el final seguro. Pero es la propia vida, creo, película o novela de la que preferimos ignorar el tema, de la que no preguntamos ¿de qué va?

Cuando el amigo se ha dejado convencer por tus recomendaciones a la hora de enfrentarse a una obra literaria, por ejemplo, llega la siguiente cuestión: "no me cuentes el final". Me pregunto qué más da, si lo importante es el viaje. 

Leámos, acudamos al cine, emprendámos nuevos viajes, entremos vírgenes de noticia en la sala oscura de la vida. En breve se encenderá el proyector. Disfrutemos el viaje, sin pensar en el final. Ya sabemos cómo termina.


viernes, 23 de marzo de 2012

harén literario

Popularizaron los gerifaltes del Imperio Otomano el término harén para designar aquellos lugares en que confinaban, sumisas, dóciles y dispuestas a los delicuescentes deseos del sultán, a las más bellas y cultivadas de entre las mujeres del Imperio. Sí, he dicho cultivadas, no sólo de sexo vivía el monarca. Quiere decir esto que el harén turco suponía lugar de esparcimiento, no sólo sensual sino también intelectual, de aquel que dirigía, con férrea disciplina, los designios de la gran nación. Y, a pesar de haber instalado, los otomanos, en el imaginario colectivo, imágenes de suntuosas orgías, delineadas fronteras de piel resbalando en la lubricidad refulgente del exceso, no fue invento suyo el harén, sino que el reservado recinto ya había sido utilizado por los antiguos griegos y egipcios, los musulmanes de la India y los señores de Al-Andalus. El Gran Sultán otomano, ya digo, fue quien embadurnó tales impúdicos recintos con un barniz de deliciosas erudiciones, confinando allí a las mujeres no sólo en virtud de sus talentos amatorios sino, además, de sus capacidades intelectuales. Concedamos pues a estos antiguos emperadores el beneficio de la duda, antes de recluirlos en la lóbrega mazmorra del crimen.

Cuando niño, a temprana edad, comencé a cultivar yo la huida como iniciática expedición. Jugaban los compañeros, en la arboleda ruidosa del recreo, a perseguir la elipse furiosa de un balón de cuero. Yo huía de aquellos juegos. Mi fuga me orientaba a transitar las amarillas páginas en que Holden Caulfield trocaba los infantiles pasatiempos por filosóficas charlas con el profesor Spencer, o tiernas intimidades con Sunny, la joven prostituta. Escabullía yo, pues, los juegos de la niñez, por pasar un rato sintiéndome El Guardián entre el Centeno. Por jugar a la vida, no al fútbol. Como Brian Jones en Los Cuadernos del Hafa.
Cada nuevo día me veía ignorando las atropelladas escaramuzas deportivas de mis compañeros, y me guarecía entre las páginas de un libro en que Emil Sinclair aprendía a comprender que en todo Dios conocido debe habitar un Diablo, que el amor no es coto cerrado para los adolescentes, sino luminosa fuente de conocimiento brotada de los brazos tallados en sueño de Frau Eva. Me guarecía yo, sintiéndome Demian, en las refriegas emocionales de una vida más real que la de la escaramuza balompédica.

Es así que paseé mi adolescencia por entre los suntuosos salones de mi particular harén literario. Buscaba goce, sensualidad, volptuosa concupiscencia, no lo niego. Pero, a la par, anhelaba aprehender los ritmos aciagos del conocimiento y la duda.

Igual los sultanes del extinto Imperio Otomano. No hallaban en el harén, únicamente, el goce sensorial que las odaliscas extraían de sus miembros aletargados. Disfrutaban también el espiritual deleite de una canción susurrada, unas líricas líneas dulcemente declamadas, una pugna dialéctica apenas murmurada. El harén como huida y refugio de una vida que no lo era, una vida de absurdas batallas de las que debía emerger un absurdo vencedor. Como en el fútbol.

Hoy, aún, existen, aunque sean otros, los sultanes. Se disfrazan de demócratas defensores de la igualdad femenina, y confinan a la hembra en cárceles sin barrotes, disfrazando su encierro con ropas, vestidos, perfumes, cremas y afeites. Nunca más la mujer recluida en un inmundo harén. Liberación e igualdad. Ya incluso puede la mujer jugar al fútbol, esa vida falsa.

miércoles, 21 de marzo de 2012

rebelión de marionetas

Desvela, en los medios, un arrepentido ejecutivo financiero, tras haber abandonado la gigantesca entidad inversionista en que durante años ha desarrollado su trabajo, los cariñosos apelativos que utilizaban sus directivos para referirse a quienes depositaban en sus arcas economía e ilusiones. Marionetas, era el término más utilizado.
Así resulta que, a pesar de las dificultades por alcanzar holgadamente el fin de mes, entramos en nuestra sucursal bancaria dispuestos a encontrar apoyo para que nuestra mermada economía pueda permitirse un respiro, y allí comienzan a tirar de los hilos que mueven nuestras ilusiones, nuestros temores, hasta conseguir que invirtamos los escasos ahorros en algún producto financiero que a quien reportará beneficios, siempre, será a la propia entidad, antes que a nosotros. Nada nuevo, salvo quizás, la engreída utilización del término marioneta aplicado a quien les asegura el sustento.
Se recomienda a los perros: no muerdas la mano que te da de comer. Visto está que los gerifaltes de las finanzas, sabedores de que dichas manos están atadas a cordeles de espanto que ellos mueven a su antojo, ignoran la citada recomendación.

Siempre me resultó fascinante el mundo de las marionetas. Saber que el titiritero puede anticipar los derroteros que tomarán las vidas de sus muñecos nunca ha dejado de perturbarme. Igual yo, al escribir mis novelas, muevo los hilos que harán caminar o detenerse, tomar rumbo nuevo o desaparecer de escena, a los personajes cuyas vidas he decidido de antemano relatar. Claro que, a veces, los personajes se me revelan.

Jack Skellington (cortesía de "la red")
Creó Tim Burton, en comandita con el director Henry Selick una deliciosa fábula cinematográfica, Pesadilla antes de Navidad, en que los protagonistas eran, efectivamente, marionetas. Comandadas por el romántico a la par que malvado Jack Skellington, el Rey Calabaza, tropas de grotescas criaturas de las que habitan las pesadillas de nuestra niñez, se empeñan en enturbiar la "dulce Navidad" de los chiquillos convirtiéndola en una noche de pesadilla en que los regalos al pie del árbol sean muñecos que muerden, cabezas jibarizadas, o demonios traviesos. Al fin y al cabo, los personajes habitan en el mundo de Halloween, y el titiritero mueve sus hilos para que a las reglas de dicho mundo se plieguen sus instintos y acciones.
Pero finaliza este delicioso cuento con la toma de conciencia por parte de Jack Skellington. Resulta que éste, conmovido por el espíritu navideño, corta los cordeles que le unen a su dictatorial demiurgo, y emprende un nuevo camino que le lleve a celebrar en paz la inocencia y el amor fraternal, enviando al exilio por siempre su deambular cruel y perverso.

Es así que, en ocasiones, las marionetas se desentienden de las órdenes del titiritero, y toman las calles decididos a hacerse con las riendas de su propia vida. Quizás decidan llevar la Navidad a los lúgubres rincones del mundo de Halloween, quizás decidan salir a las calles a gritar su indignación, quizás incluso lleguen a romper escaparates e incendiar oficinas bancarias. Es lo que tiene el ser marioneta: demasiado tiempo acostumbrado a que otros decidan tu camino. Tanto que la ardua tarea de retomar el mando de la propia vida pueda desorientar un tanto al inicio.

Deberíamos comprender a las marionetas que deciden conquistar su libertad. Al dar los primeros pasos, es posible que resbalen.

lunes, 19 de marzo de 2012

leche manchada

Invade la mañana un aroma de café inaugural y pan tostado. Llega, desde la cocina el ronroneo breve de la cafetera, en ebullición de amaneceres y espumas. Es el momento oportuno de abandonar el hipnótico estado de abandono a que me anuda el revoltijo de sábanas revueltas y sueño truncado.

El primer café de la mañana es como el sorbo preliminar que aplicamos al nuevo día, y a mí, invariablemente, me gusta ensuciarlo con la tipografía sin relieve de las noticias vespertinas, ahí, enfrente, en la pantalla del computador. Es así que el amargo del café se me antoja caramelo, cuando lo enfrento al agrio gusto metálico que me despiertan las crónicas con que el día inaugura el desfile de atribulados espectros que buscan entidad en las danzas cibernéticas de los noticiarios online.

Hay quien elige, como inicio de jornada, el despertar sucedáneo de una "leche manchada". O sea, que no le gusta el café, y sólo añade una reminiscencia de su arábigo aroma al tazón en que rebosa la espuma incendiada de la leche caliente. Queda así, el café, como un naúfrago del Estrecho, remoloneando sus menguadas fuerzas al vaivén de las mareas breves que la cucharilla enardece a cada uno de sus giros, en la intención de disolver un terrón de azúcar que bien podría haber sido la madera a que agarrarse para no perder la vida. El café pues, en este caso, como simple reminiscencia de un naufragio, como invertebrado presentimiento de lo amargo del día venidero.
Igual yo, con mi café negro, frente a la pantalla del ordenador portátil, que desmenuza noticias y vertebra calamidades. Noticias que tornan dulce este café inaugural, tal es el acre del alma que esconde la estilizada disposición tipográfica de los hechos que la prensa desviste para mí. Los sucesos del día anterior contienen siempre el premeditado aroma de lo irreversible, y quedan varados en la estilizada maquetación de una página de internet de la que desaparecerán en breve para dejar paso a nuevas calamidades. Las noticias, como una chispa de café oculta en la explosión líquida de la leche, abandonadas a un naufragio de primicia y fugacidad.

Para desprenderme el miedo que han instalado en mi paladar las crónicas escritas de este día recién estrenado retorno a la cocina, y vuelco un generoso torrente de cálida leche en la taza a medio consumir.
Troco el ébano fragante del café por la prístina luminiscencia de la "leche manchada". No encuentro, hoy, mejor manera de dar por finalizada la noche. Diluir el amargo del café, o de las noticias, en la mansa y dulce marejada de un tazón rebosante de leche.

sábado, 17 de marzo de 2012

amando al extraterrrestre

Desde que, en la más tierna infancia, al atardecer de los juegos y las batallas impostadas en el descampado aledaño a mi vecindario, creyese haber visto, en compañía de mis compañeros, un platillo volante, pensé que no había tenido nuevo contacto con lo extraterrestre.
Cierto, no me avergonzaré de proclamar algo muy común en aquellos años de mi niñez. Eran tiempos en que la televisión atosigaba nuestras tiernas neuronas con teleseries norteamericanas en que los humanos tenían contacto con criaturas llegadas de otra galaxia, como lo hacen hoy con seres venidos del extraradio de la sociedad para ocupar su nicho de popularidad infame. Así, nuestras impresionables fantasías guerreaban por suponer reales aquellas historias de hombrecillos verdes y, en la neblina mágica del crepúsculo, adivinaban metálicas plataformas volátiles suspendidas a pocos metros del suelo, a punto de incendiar las higueras que ejercían las veces de frontera entre el mundo conocido y el prohibido. Al poco, sigilosos entes ataviados de indescifrables ropajes, acariciaban, con sus brazos como garrotes, la brisa fresca de la noche venidera que se enredaba entre las ramas de los frutales.

Todo tiene su explicación. Hoy comprendo que las luces voladoras no pasarían de ser las del despertar de neón de la ciudad lejana, y los individuos que paseaban la plantación de chumberas, imagino, eran los labriegos que aprovechaban la temperatura amable del atardecer para ejercer la recolección del dulce fruto.
Asistíamos, ya digo, a tales avistamientos alienígenas, con el temor acariciándonos los párpados y recomponiéndonos la piel. Así mantenían nuestros padres cercadas las infantiles ansias de aventura, y permanecíamos quietos, atenazados por el temor, más cerca del hogar que de aquel exterior en que nuestros progenitores nos prohibían internarnos. Teníamos miedo al extraterrestre, a lo que viene de fuera, a lo extraño, lo alienígena.

Hoy, mordisqueados ya los retazos de nuestra infancia por la agreste dentadura del tiempo, sonreímos al recordar tales encuentros en la tercera fase. Encendemos la televisión, cómodamente sentados en el sofá, sin necesidad de apretar más botón que el que señala ON en el mando a distancia. Cambiamos de canal del mismo modo y, descubriendo que hay al menos 50 disponibles, paseamos nuestra indolencia por entre gran parte de los mismos, ensimismados, ausentes, alienados.
Finalmente, tras haber abandonado la esperanza de hallar en el televisor alguna información digna de ser contemplada, definitivamente detenidos en uno de esos programas en que se enseña a los humanos diversas y divertidas artes como las de la decoración, la cocina, la educación de los vástagos, las buenas relaciones de pareja o incluso la escalada de grandes cordilleras, ausentamos nuestro discurrir mental y acariciamos la porción de tela que nuestra posición en el sofá deja libre del peso de nuestro cuerpo. Nada más. Tumbados, con la mirada perdida y lejana como la de aquellos extraterrestres de nuestra infancia.

Es entonces cuando unos monótonos y estridentes ritmos de verbena atronan desde el receptor desmadejándonos el ensueño. Retornamos entonces la mirada a la pantalla y sorprendemos, danzando en su interior, a unos seres de enjuta y consumida morfología, coloreada la piel cetrina en chillonas ráfagas de fluorescencias imposibles, avanzando hacia el foco de la cámara con firme contoneo, casi militar, para, una vez ocupada la totalidad del visor con su mirada ausente, dar media vuelta y desvelarnos las gasas eléctricas y volubles en que se enreda su famélica anatomía. Rostros pintarrajeados como por un empleado de pompas fúnebres epiléptico. Vestiduras decoloradas de tijeretazos que, en su irregularidad, muestran más que ocultan. Son los dueños de las pasarelas, los visionarios modistos que nos acercan lo extraterrestre para que lo incorporemos a nuestra vida y desechemos así, definitivamente, de nuestras vidas el temor reverencial hacia lo alienígena.

Cuando niño, ya digo, temíamos lo extraterrestre. Pero también nos invitaba al sueño esa lejanía desde que nos visitaban, de tanto en tanto, los seres de otro planeta. Podríamos llamarlo magia.
Hoy, lo extraterrestre invade nuestras vidas, lo amamos y anhelamos. Y es bueno, sí. Sólo que quizás lo esté haciendo demasiado deprisa y, de esta forma tal vez dejemos un día de comprender por qué un aldeano sigue calzando alpargatas, y éstas nos parezcan pezuñas propias de un ser de otra galaxia. El labriego que recorría en el atardecer los campos de higueras de mi infancia, al fin, va a resultar un verdadero extraterrestre.

Ya lo avanzó David Bowie, ese glorioso marciano: "living the strangest things, loving the Alien".

jueves, 15 de marzo de 2012

ladrón de bicicletas

Me sorprende una noticia que, de no ser significativa de la radicalización social del individuo, no pasaría de mera anécdota. Resulta que en Nueva York un joven prepara una especie de cámara oculta para mostrar como procede al robo de bicicletas estacionadas en la vía pública. El ladrón se sirve de diferentes instrumentos, llegando a utilizar un serrucho para seccionar la cadena de acero que amarra una bicicleta a la verja de forja que bordea uno de los parques públicos de la ciudad. Lo hace a la vista de todos los viandantes, con total descaro. Ninguno de los transeúntes que contemplan la escena le dedican más que una despreocupada mirada, antes de seguir su camino. Al personarse unos agentes de policía en el lugar del pillaje, el supuesto bandido explica a estos que la bicicleta es de su propiedad. Sólo pretendía mostrar la feroz individualidad que invade a los habitantes de la Gran Manzana. Ninguno de ellos hace nada por evitar el hurto que, ante sus ojos, se desarrolla. Al fin y al cabo la bicicleta no es suya. 
A salvo mi propiedad hagan con la ajena lo que consideren oportuno, parecen pensar los ciudadanos que contemplan la escena.

Ayer visitaba, en inmejorable compañía, una exposición antológica de fotografías del gran Gervasio Sánchez, reportero gráfico de raza, de los que ya apenas existen, que recorre con sus cámaras fotográficas, desde hace años, los diversos conflictos armados del planeta. 

©Gervasio Sánchez
Las imágenes captadas por el fotógrafo, la percepción cruda de la agresiva realidad, golpean nuestras acomodadas retinas. La sangre muerde el asfalto astillado a los pies de un niño ajusticiado, el filo de un machete desgarra el ébano glorioso del rostro de un africano mutilado, una tormenta de llanto embadurna las cuatro sucias paredes en que las madres desconsoladas pretenden aferrarse a los cuerpos sin vida de sus diminutos vástagos, la vida nos contempla desde el hueco vacío que una mina antipersonas dejó en la pierna que una chiquilla ya no tiene. Todo un catálogo de atroces horrores que, de no haber osado capturar, con su cámara, Gervasio, pensaríamos producto desquiciado de una mente enferma.

Paseando la lóbrega sala en que se exhiben las fotografías, intentando huir de las miradas dolientes de las víctimas retratadas, pude escuchar a un hombre denunciando la supuesta indecencia de las imágenes: "no me parece correcto, este hombre roba el dolor de las personas". Podríamos pensar que es cierto. 

Las instantáneas que Gervasio expone no dejan apenas lugar a la esperanza, y el dolor es un velero derrotado que atraviesa las aguas turbias de la emulsión fotográfica. De seguir las indicaciones de la reflexión de ese otro visitante deberíamos dejar a las víctimas con su dolor, no robarlo, no arrebatárselo para exponerlo indecentemente en una sala de exposiciones. El dolor es sentimiento que echa raíz en la sangre, y robarlo es como despojar al propietario de ese arbusto de llanto y niebla que arraiga ya en su latido.

Pero intuyo que el motivo que conduce al tenaz reportero a robar el dolor a los damnificados por el incisivo y bronco látigo de la guerra no es otro que poner en evidencia la indolente indiferencia del individuo hacia lo ajeno. Algo así como lo que pretendía el ladrón de bicicletas de Nueva York. Resulta que el dolor que las imágenes escupen, al igual que las bicicletas robadas, no es de nuestra propiedad. Que hagan pues, con ellos, lo que les plazca. El dolor de un niñito africano retorciéndose en el filo acerado de una vida que ya deja de serlo, como el vértigo de aluminio y caucho de una bicicleta ajena, son demasiado insignificantes como para que conmuevan nuestra conciencia. 

Quizás ya sólo nos indigna, por ejemplo, el atraco perpetrado en unos grandes almacenes, sin víctimas más allá de los propietarios a quienes el seguro revertirá las cantidades sustraídas. Hablaríamos entonces de  astronómicas cifras y eso nos haría prestar mayor atención. A más dinero en nuestro bolsillo, menos posibilidad de sufrir los estragos de la hambruna y el conflicto armado, o de que nos roben la bicicleta. Teniendo dinero de sobra...¿quién necesita una bicicleta?

martes, 13 de marzo de 2012

volver a los clásicos

Se acercan días de festividades en que los esforzados trabajadores podrán gozar del asueto y las horas libres. Un fin de semana largo para que los asalariados pongan tierra de por medio y hagan alguna escapada que les permita olvidarse del tedio y la rutina.
Desde hace años aprovechan, los nacionales, cualquier pequeña festividad para alargar el descanso, y gustan de emprender viajes que, de ser posible, les alejen no sólo de su ciudad sino incluso de su país. Conocer otras ciudades, otras tierras, otros lugares que les permitan crearse una temporal ilusión de trotamundos aventurero. Estos largos fines de semana se aprovechaban, antes, para visitar Londres, París, Roma, y en ese plan. Breve merodeo por los rincones foráneos del planeta para regresar cargados de digitales instantáneas de monumentos y de estrés provocado por la necesidad de comunicarse en un idioma ajeno al propio. Hacer turismo, y olvidar que la vida es muy otra, aunque sólo sea durante 3 ó 4 días.

Parece ser que la crisis económica ha variado las costumbres nacionales y, en la festividad que se avecina, pocos franquearán las fronteras de la península ibérica. Regresa, pues, el asueto de sol y playa, el litoral descanso a la sombra del parasol del vecino, el trotar paseos marítimos a la busca de chiringuito estival y mirada fugaz de esa mujer ajena que pasea su esplendor de bikinis y falsos bronceados por entre la multitud ociosa. Para otra ocasión quedará el ascender a los cielos parisinos que mordisquea la Tour Eiffel, por ejemplo.
Un servidor, viviendo todavía la vacación permanente, ha decidido permanecer varado en la desidia de asfalto de la ciudad insomne. Vamos, que ni dinero ni ganas de salir a chapotear el mediterráneo en la comunión de los cuerpos festivos.

Led Zeppelin (cortesía de "la red")
Hoy, tras airear mi frenesí de vocales y consonantes por entre el teclado, agotada la ración diaria de capacidad creativa, presto a ponerme a los fogones, decido apabullar, a los vecinos que no están, con la electricidad sinfónica y agreste de Physical Graffiti, ese legendario álbum de los legendarios Led Zeppelin, a un volumen desmesurado. Finalmente los fogones han permanecido silenciosos y fríos, y he pasado los 83 minutos de duración del doble vinilo degustando con vicio y placer cada uno de los embriagados solos de la guitarra de Jimmy Page, los estalactíticos acordes del bajo de John Paul Jones, los galopantes truenos de la batería de John Bonham y, por supuesto, las celestiales alquimias vocales de Robert Plant. Glorioso momento entregado a los escalofríos sónicos con que desgarra mi columna vertebral la embestida brutal del Martillo de los Dioses. He comido demasiado tarde, qué remedio.

Sabiendo que pasaré el holgado fin de semana en la ciudad, he tomado la firma decisión de emplear al menos una jornada completa enredado en las resonantes marañas melódicas que engendraron mis amados Zeppelin, abandonado al azaroso baile de sus armónicos vinilos, sin orden más allá del que decidan establecer mis desorientadas neuronas. Quizás aderece el viaje con alguna sustancia tóxica.

En estos tiempos de novedad vertiginosa y caducidades artísticas, es sano volver, de tanto en tanto, a los clásicos. No me apetece pues, durante el largo fin de semana, esforzarme en conocer nuevos grupos, flamantes y novedosas melodías. No cobro salario, no, pero tampoco me considero desempleado. Al fin y al cabo escribo, mucho. Así que tengo derecho también a disfrutar de estas festivas jornadas venideras. Y, a veces, no hay mejor vacación que volver a lo ya conocido, a los clásicos, y aparcar el apabullante ajetreo de primicias y descubrimientos.

Aquellos que regresarán a la playa mediterránea de su infancia, al pueblo deshabitado de su adolescencia, deben quizás no lamentarse por la carencia económica que les impide conocer nuevas tierras, alegrarse porque aún pueden regresar a los clásicos. Yo haré lo mismo. Retornaré a Led Zeppelin, esa patria conocida y siempre nueva.

¡Disfruten sus vacaciones!

sábado, 10 de marzo de 2012

aprendiendo a volar

Me comentaban ayer, los amigos, acerca del asilvestrado asedio a que se ven sometidos, a diario, en sus puestos de trabajo. No es algo que desconozca, sólo que ya casi lo he olvidado, demasiado tiempo desempleado. Pero aún recuerdo el vigilante pasear de aquel que pretende los halagos de los superiores, entre las mesas uniformadas de documentos y tedio de la oficina. Recuerdo la sonrisa embaucadora del que se presta a vender tus progresos como propios. El que no llega, no puede, a la excelencia que la compañía le exige para bien ganarse el salario, y está dispuesto a poner en entredicho tu labor y tu futuro sólo por salir indemne de alguna mínima trifulca empresarial. Es lo que hay: cada uno se dedica simplemente a salvar su propio pellejo. Ya lo dijo cierto cantautor.

Hoy me sorprende, paseando la ciudad, una temperatura inusualmente primaveral, y decido sentarme en una céntrica plaza, al calor de la charla vecinal y el delicioso aflorar de la piel deseosa de bronce de las féminas que deciden aprovechar la grata caricia solar. Es inevitable, en cuanto la falsa primavera redecora las calles las mujeres desvisten sus hombros y escotes con afán de "coger color". Yo lo agradezco.

Hay también un rumor de juego infantil envolviendo la atmósfera. Niños que corretean, saltan, dan volteretas o se apiñan unos encima de otros, en batallas de juguete y escaramuzas de trapo. Juegan los pequeños y restalla en la plaza un fragor de carcajadas, una explosión de alborozo que mutila el presuroso transcurso de mis pensamientos.

Pero infectan, algunos chiquillos, su entretenimiento con el metal oxidado de una precoz perversidad. Es así que corren tras los mínimos grupos de palomas que decoran el empedrado con su tránsito de pluma y cielo. Y no galopan estos niños de forma inocente, no. Corren en pos de las aves con las piernas en avanzada, emborronando el aire con puntapiés que no aciertan, afortunadamente, en el cuerpo breve de los pacíficos pájaros. Pero lo intentan, pretenden extirparle el vuelo, a las palomas, de una certera patada.
Me pregunto por el sentido último de esta cruel persecución, y recuerdo la Plaza de Armas de Arequipa, con su caudal incesante de palomas, y los niños peruanos que se detenían en el centro de la plaza y sonreían al verse rodeado por millares de estos seres alados. No las perseguían, no pretendían darles caza o propinarles golpe alguno, les bastaba con tenerlas cerca y poder estremecerse ante su caricia de plumaje y firmamento. Igual que en Arequipa, en el resto de plazas del Perú. Nunca ví allí rapaces violentos como los que juegan en nuestras plazas. Será que aún se saben niños y nadie les ha enseñado todavía que el humano suele medrar mediante el combate y la destrucción del oponente, del que sabe o hace algo mejor que uno mismo. Volar, por ejemplo.

Va a resultar que, al fin, lo que pretenden los esforzados trabajadores del descrédito, esos "compañeros" de trabajo que esmeran con el paso de las jornadas laborales su acoso y derribo al que ocupa la mesa contigua,  es, no más, aprender a volar. Mientras tanto, impiden a toda costa que cualquier otro inaugure el ansiado ascenso, sea este a los cielos de la ciudad o a los del sobrevalorado éxito social. Tal vez haya que irse a Perú a buscar ocupación. Tal vez estos infames moldes profesionales no sean idénticos en todo el orbe.

jueves, 8 de marzo de 2012

reordenar el tráfico

Resulta que en una capital de provincias han decidido reordenar el tráfico de vehículos a motor. Pretenden actualizar señales, cambiar de lugar semáforos, retirar rótulos, e incluso incorporar nuevas advertencias de límite de velocidad. O sea, que los correspondientes subsecretarios o solícitos mandatarios han decidido invertir los últimos ahorros, antes de perderlos a manos de los recortes, en reordenar la vida viaria de sus ciudadanos.
Son comprensibles los exabruptos que algunos de los conductores de dicha localidad han vertido sobre las fuerzas políticas encargadas de la nueva organización del tráfico rodado. Al fin y al cabo ya conocían los lugares en que se situaban los radares de velocidad, y tenían memorizadas las figuritas que advierten de que los peatones pueden invadir la calzada, a la salida de un colegio, por ejemplo. Ahora les toca enfrentarse a una novedosa dialéctica interpretativa de signos y señales y, cierto es, a nadie agradan, de primeras, los cambios.

Yo, esta mañana, he reordenado mi biblioteca. En realidad he comenzado en la mañana con dicha tarea, pero aún no he finalizado, y dudo que pueda hacerlo antes de que el cielo oscurezca la luz diurna. De tanto en tanto me entrego a dicha vacua labor: reordenar la situación geométrica de los libros que apelmazan las estanterías del hogar. 
Hoy, como en toda ocasión en que emprendo tan ardua tarea, he pasado el mayor porcentaje de tiempo simplemente intentando averiguar qué prescripción es más acorde para el fácil hallazgo y el sencillo encuentro del tomo buscado, una vez cada libro ocupe un lugar distinto del que ayer habitaba. ¿Debería ordenarlos por orden alfabético de autor? Y, en este caso, ¿por nombre o por apellido? ¿O quizás debería proporcionarles una situación basada en el título? Son muchas las posibilidades. Tantas que no se me escapa la de colocar los libros por orden alfabético de la ciudad de nacimiento del escritor, quizás por poner en juego mis mermadas capacidades memorísticas. 

La cuestión es que, finalmente, tras no poco batallar con la tropa irredenta de mis neuronas, he decidido volver al orden inicial. Esto es, el libre albedrío y la memoria fotográfica. Ya tengo identificada la situación de cada uno de los libros a que más acudo. Ya conozco el lugar que ocupan las páginas que más me calman la Insoportable levedad del ser. Por eso, tras sacarlo de la estantería en que reposaba su fatiga de letras dolientes, he colocado de nuevo, en su emplazamiento habitual, la inmortal obra de Kundera. Minutos después de abandonarme a su torrente cálido de vislumbres e hipocresías, he situado, en el mismo lugar inestable en que siempre se aposentó, Bajo el volcán de Lowry, y he ubicado, en el sombrío rincón donde siempre habitó, La filosofía en el tocador de Sade, al calor del caústico abrazo de Gargantúa y Pantagruel.
Vamos, que mi esperanzada intención de reordenar la biblioteca ha quedado en simple deambular de volúmenes y polvo sagrado por entre las estanterías de la habitación que hace las veces de guarida, en mi casa.

Me apena pensarlo, pero deduzco que es lo que siempre ocurre con las pretensiones de actualizar el orden establecido. Todo queda en nada. O en mucho, quién sabe. 

Tal vez no deberíamos desdeñar la simple intención de cambio, la pretensión de mejora. Sólo que lo que bien está bien debe permanecer, y a cada cual conviene el orden al que se ha acostumbrado. Claro que a los conductores de la ciudad que va a cambiar su fisonomía con nuevas señales de tráfico el cambio les parecerá inútil, incluso contraproducente. Al fin y al cabo ya conocían de memoria los antiguos signos que velaban por su seguridad. Quizás anide aquí el germen de la pereza, como entre las páginas soñolientas que empapelan mi biblioteca. 

¿No circulan, acaso, en los atropellados estantes, frases suicidas y palabras que cruzan la calle con la despreocupación del transeúnte confiado? El tráfico, o sea.

martes, 6 de marzo de 2012

noche de miedo

Despierto desorientado, con la mordedura aún fresca del insomnio palpitándome en la yugular. 
Preparar el primer café de la mañana se convierte en titánica tarea. 
El insomnio, ya digo, que me ha visitado esta noche con su séquito de malos presagios y su sonrisa de anciano malhumorado.
A pesar del carácter de hazaña que reviste volcar el café molido en la máquina que lo licuará, he alcanzado el objetivo, y ya humea entre mis manos una taza de loza herida por el arañazo húmedo de la cafeína. Descubro, al primer sorbo, que sabe a derrota y tedio, hoy, este primer café de la mañana, y decido aparcar su aroma de fruto maduro y agrio en el destartalado garaje del tiempo.

Acudo a la danza demente del teclado, como cada mañana, pero no hallan mis dedos el camino correcto, y me enredo en un telar de ortografía errónea, de ideas parapléjicas y frases mutiladas. Descubro así, aletargado, frente al rumor fonético del teclado, la incapacidad lacerante de alcanzar el día cuando la noche aún no se ha despegado del envés de mis párpados. 

Siempre defendí que dormir es cortejar la muerte y que las noches bien dormidas son noches no vividas. Pero, ¡ay!, la noche sin sueño. Puede acometernos ésta por insomnio o por trasnoche parrandero. En el segundo caso únicamente trocamos las horas y coloreamos nuestro cuarto, al amanecer, de oscuridad y silencio. Pero cuando el insomnio...entonces es que la noche se engalana de espectros que tienen la piel del terror cosida a su cuero de espanto. Ejecutan danzas macábras luces que no existen y el reloj se descompone en disonante sinfonía de aprensión. Mejor, tal vez, morir las horas acunado por el sueño.


Es la noche insomne, como la vida, un renglón erróneo en nuestra biografía y, al despertar, a la mañana, ardua tarea es intentar recomponerlo. Como en cualquier momento en que contradices los horarios, los programas, los planes. Como cuando llegas tarde al trabajo por permanecer a la sombra luminosa del vagón de metro, por seguir leyendo el libro que reposa en tu regazo, un suponer. O cuando incendias la mañana dominical anclado a la piel de la amante, horadando las horas y la carne con el traqueteo ansioso de tus besos. Son momentos estos que, a diferencia de la noche sin sueño, provocan placer y deleite. Pero después viene la vida para equivocarte el recuerdo y que no guardes en la memoria más que un rumor de revuelta, un débil lazo de insurrección que te haga creer que pudiste batallar contra el inapelable zumbido del tiempo. Por contra, la noche en que la vigilia te desorganiza el sueño, permanece amarrada al calcio dolorido de los huesos y no te abandona ya, en lo que resta de día, su cicatriz de girasol ciego.

Debería prepararme un nuevo café, por ver si ahora, al fin, puedo reconocer su aroma de jornada inaugural. O, por contra, quizás, podría volver a la cama. Pero está vacía, y eso, a la luz del día, me da miedo. 

Mejor volver al teclado, que no distingue vigilias de sueños.

domingo, 4 de marzo de 2012

cerca del cielo

inspirado por la canción homónima de Nacho Vegas


Hubo un tiempo en que los héroes existieron. Calzaban sandalias aladas, enredaban su agreste musculatura en sogas y martillos que armordazaban a los malvados, y derrumbaban la solidez de las fortalezas enemigas. O nacían de huevos engendrados por un cisne de ultraterrena belleza para repeler las agresiones de aquel que soñaba con la esclavitud eterna de los miserables humanos, por ejemplo.

Hoy los héroes son muy otros. Antaño nacían sólo por reconducir el mal en confortable existencia, luchaban a brazo partido contra las pérfidas huestes de cualquier dictador que pretendiese someter a pueblos y sociedades. Hoy, ya digo, los héroes son otros, muy diferentes. En la actualidad, el rasgo único que comparten con aquellos que la Antigüedad nos legó es el de la musculatura egregia y macho y, quizás también, el de la identificación con ellos de todo un pueblo o nación. Hoy los titanes, los ídolos, vistén vistoso calzón y ergonómico calzado deportivo. Luchan contra otros semidioses, sí, pero en este caso no son los adversarios emisarios del mal y la crueldad. No, sólo son, los enemigos, héroes para otras naciones, otros pueblos. Y me pregunto quién de los dos adversarios sostiene el mirífico regalo de la libertad, ¿quienes son los buenos?

Tuve la oportunidad, cuando visité Perú, de enfrentar mi débil resistencia física a ciertas hazañas que hoy creo no sería capaz de repetir. Ascendí cumbres andinas, trepé escuetos senderos de altitud extrema, quise llegar, ignorando el motivo, a lo más alto, quizás perturbado mi cerebro por la falta de oxígeno, no sé. Así pude coronar la cima del monte Machu Pichu, casi 3.000 metros de altitud desde los que se observan las gloriosas ruinas de la ciudad sagrada de los incas. El mundo a mis pies, y nadie a quien contarlo, ningún espectador que aplaudiese mi hazaña, ningún público jaleando mi esfuerzo. 

Pude comprender el espíritu de sacrificio de aquellos que dedican sus vidas a superar alturas de vértigo, a escalar escarpadas cordilleras, sólo por demostrarse a ellos mismos la capacidad de superación del ser humano. Creo, sí, que en esas personas, anónimas en su mayoría para el gran público, para el común de los mortales, anida silencioso pero firme, el espíritu del verdadero héroe, ése que no ha venido aquí para mostrar su fuerza humillando al contrario, el que sólo pretende superar las trabas que nos impone nuestra terrenal condición. No funda nuevas ciudades como hacían los de antaño. No humilla las capacidades del adversario, no, porque comprende que el único adversario reside en nosotros mismos, en nuestro miedo y en las limitaciones que día tras día nos imponemos. La lucha más épica de cualquier héroe que se precie no es contra otros sino contra sí mismo, y de esa batalla íntima germinan valores que el resto de mortales deberían admirar y respetar.

Hoy, el hombre, desorientado y feroz, sólo aplaude la victoria cuando existe un enemigo visible, un adversario real y similar a nosotros mismos, pero de distinto color, de nacionalidad diferente, de condición muy otra.

Yo, personalmente, me quedo con los humildes héroes que sólo aspiran a vivir cerca del cielo y cuyo único combate conocido es el que con ellos mismos inician al dar el primer paso hacia el primer campo base.

jueves, 1 de marzo de 2012

premeditada primavera

Así que ¿uno de marzo del dosmil doce? Cambio de mes, por tanto.

Cambiamos de mes como lo hacemos de ropa interior, pensando únicamente en alcanzar esa fecha clave en que nuestros dividendos aumentan para volver a menguar. Esto es, que el final/inicio de mes nos atrae, mayormente, porque cobramos el salario mensual. Los que lo cobramos, claro, aunque sea en situación de desempleo. Los hay que no reciben esa mínima satisfacción que les permita afrontar el nuevo conglomerado de 30, 31, 28 días sin necesidad de arañar rescoldos de retazos de restos de mínima economía que les permitan seguir adelante un día más, un nuevo mes, un año quizás, quién sabe.

Es así que el estatus de desempleado te permite olvidar la importancia que supone esa fecha, como hoy, en la que el tiempo cambia de nombre y pasa a llamarse marzo, cuando antes era febrero.
¡Qué veloz!, ¡qué vertiginoso el trueque nominal! Hemos trocado el nombre a nuestros días con más facilidad de la que, antaño, se lo cambiamos a nuestra pareja, un suponer. 
Y no nos duele tanto. Al contrario: nos anima. Porque creemos descubrir en las nuevas fechas que el calendario hará bailar al son de su marcial marcha, ilusiones y esperanzas que, ¡ay!, con total seguridad, tendremos que postergar hasta que un nuevo nombre visite nuestros días. ¿Quizás Abril?, ¿tal vez Mayo, con su torrente de flores y sus más diurnos transcursos? No sé. No lo sé, pero intuyo, en la ausencia de necesidad por el paso al nuevo mes, tanto un fervor de sonrisas como una explosión de coraje. Cada cual a su manera. A cada uno ¿lo que es suyo? No, no creo que así sea.

Sólo deseo a todos los que no verán crecer, para volver a encoger, los números que animan su cuenta corriente, su vida, que se entreguen sin titubeo a la marea joven del paso de las jornadas y se sientan más libres por no sufrir la esclavitud del día a día, de las noches de sueño breve y los días de transcurrir eterno a la sombra de una pantalla pixelada o una maquinaria esclavista. Sonreíd pensando que el nuevo mes será igual que el anterior, como para el resto de la humanidad. Buscad la alegría en dónde nadie la encuentre, ¡qué más da!, nadie acudirá a recomponernos el naufragio, y la vida nos regala sorpresas como la de no tener que ansiar el fin de mes más que por el cambio de nombre. Quizás el desuso de los horarios esclavos descubran en nosotros ritmos que hasta hoy manteníamos ocultos.


Hoy, ya, en las calles, el nombre del tiempo va tornando primaveral, y se escucha un murmullo de floración en los cuerpos gloriosos de los inconformistas. Afloran voces y brazos como claveles insomnes, que van tiñendo la atmósfera de tierna primavera rebelde.

Pensadlo bien: quizás no estemos tan solos.